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Juan Diego, ¿el santo que nunca existió?

La existencia real del vidente de Guadalupe, al que el Papa canonizará el miércoles, separa a los historiadores y la jerarquía de la Iglesia mexicana.

«En vías de canonización, se encuentra más un mito y un símbolo que un ser de carne y hueso», ha dicho el padre Manuel Olimón. Profesor de la Universidad Pontificia de México, ha publicado en su país La búsqueda de Juan Diego (Plaza & Janés, 2002), un libro escrito desde «la convicción de que la mayoría de edad de los católicos mexicanos exige el tratamiento abierto y serio» de la historicidad del vidente al que, según la leyenda, se apareció la Virgen en el cerro del Tepeyac en 1531. Olimón es uno de los historiadores que, dentro y fuera de la Iglesia, ven con preocupación la canonización de Juan Diego.

Será el miércoles cuando Juan Pablo II eleve a los altares en calidad de santo -fue beatificado en 1990- a un indio de cuya existencia «no hay pruebas históricas», afirma David Brading. El catedrático de la Universidad de Cambridge destaca que, a pesar de que la primera referencia a la imagen que se adora en la basílica de Guadalupe data de 1555 ó 1556, el vidente no entra en escena hasta mediados del siglo XVII. «Hasta 1648, no se sabe nada de Juan Diego», coincide desde Los Ángeles el sacerdote e historiador Stafford Poole. Es entonces cuando el presbítero criollo Miguel Sánchez habla por primera vez del indígena y de las apariciones en su libro Imagen de la Virgen María.

Las fuentes históricas

«La de Sánchez es una obra en español y llena de citas. No estamos ante un cuento piadoso, sino ante un libro de teología en el que se encuentra toda la tradición guadalupana», explica Brading. Un año después, en 1649, se publica otra obra cuya parte central, conocida como Nican mopohua , cuenta los mismos hechos. Se trata de un refundido, esta vez en náhuatl, de lo narrado por Sánchez que se atribuye al sacerdote criollo Luis Laso de la vega. El estilo resulta «sencillo, pero muy atrayente», asegura el ex director del Centro de Estudios Latinoamericanos de Cambridge.

La historia es, en ambas obras, la misma. En diciembre de 1531, diez años después de la conquista de lo que hoy es la ciudad de México por Hernán Cortés, Juan Diego, un indio convertido al cristianismo, pasaba por el Tepeyac cuando se le apareció la Virgen y le pidió que se le consagrase un templo en el cerro. Al contárselo a fray Juan de Zumárraga, el franciscano y primer obispo de Nueva España no le creyó y exigió pruebas. El indio vio varias veces a la Virgen y, en la última, ésta le dijo que recogiera flores en su manto. Cuando Juan Diego regresó a casa del obispo y le enseñó las rosas, al desplegarse la tela, apareció la imagen de la Virgen. La misma que, según la tradición, se venera en la basílica guadalupana, el segundo santuario de la cristiandad tras San Pedro del Vaticano.

Entre 1531 y 1648, hay un gran vacío documental respecto a las apariciones. Ni fray Juan de Zumárraga, testigo del milagro y uno de los protagonistas de la historia, las menciona en sus memorias. Es más, en un catecismo que publica en 1547, dice: «Ya no quiere el Redentor del mundo que se hagan milagros, porque no son menester». «El silencio del obispo es muy significativo», indica Poole, quien añade que, en realidad, nadie escribe sobre las apariciones durante más de cien años. «Los primeros franciscanos llegan a Nueva España en 1524 y emprenden la evangelización en las lenguas nativas. Hasta 1648, se publican muchos textos para convertir a los indios, pero en ninguno se citan».

Aunque los juandieguistas consideran la rápida evangelización de los indígenas -se habría pasado de 250.000 bautizados en 1531 a 8 millones siete años después- consecuencia de las apariciones y prueba de su realidad, el padre Poole mantiene que ese alto ritmo de conversiones «es una leyenda. Las investigaciones indican lo contrario, que el progreso de las misiones en aquellos años fue muy lento». El historiador y paleógrafo ve la figura del vidente como «una ficción pía. De los más de cuarenta documentos que se dice que apoyan la existencia de Juan Diego, ninguno soporta una crítica histórica seria».

El culto mariano en el Tepeyac, donde los indígenas adoraron antes a la diosa azteca Tonantzin, se remonta a mediados del siglo XVI. «No podemos decir exactamente cuándo la Virgen sustituye a Tonantzin», reconoce Brading. Sin embargo, lo que sí saben los historiadores es que la ermita no se levantó en vida de Zumárraga. El primer arzobispo de Nueva España murió en 1548 y no la cita ni en su testamento, como era habitual. Las fuentes revelan que el templo se erigió en la década de 1550, en tiempos del sucesor de Zumárraga, fray Alonso de Montúfar, quien habría encargado la imagen a un pintor local.

La Virgen de los criollos

¿Cuál es el fin que, casi un siglo después, persiguen Miguel Sánchez y el autor del Nican Mopohua al hablar de las apariciones y el vidente? «El de Sánchez es un libro de un teólogo, pero también de un propagandista», advierte Poole, para quien el presbítero «no sólo apoya a los criollos, considerados en la época ciudadanos de segunda, sino que va más allá. Los convierte en el nuevo pueblo elegido: son los únicos que tienen una imagen de la Virgen pintada por Dios».

El objetivo era dotar de identidad a la Iglesia de Nueva España, demostrar que es algo más que una extensión de la española. «Sánchez modela el mito sobre la Biblia», argumenta Brading. El catedrático de Cambridge resalta, por ejemplo, las similitudes entre el diálogo bíblico de Dios y Moisés y el de la Virgen y Juan Diego: «Moisés baja del Sinaí con las Tablas de la Ley; Juan Diego, del Tepeyac con las flores».

«Durante cien años desde 1648, la guadalupana fue una devoción exclusivamente criolla. Después, se empezó a predicar entre los indios y, tras la revolución de 1810, se convirtió en símbolo nacional», resume Poole. La historia de Juan Diego -«un cuento, como el de Cenicienta», para el padre Olimón- cautivó a los criollos del siglo XVII y ahora, según Brading, la Iglesia mexicana lo eleva a los altares como el primer santo indígena para hacer frente al avance de las sectas evangélicas entre los indios.
EL MANTO DE LA VIDENTE, LA SÁBANA SANTA DEL NUEVO MUNDO
Las pruebas apuntan a un artista indio como autor de la imagen de la Virgen impresa en la tela que se venera en la basílica de Guadalupe.

«La devoción que esta ciudad ha tomado en una ermita e casa de Nuestra Señora, que han intitulado de Guadalupe, es un gran perjuicio de los naturales porque les da a entender que hace milagros aquella imagen que pintó el indio Marcos». Fray Francisco Bustamante, provincial de los franciscanos, denunciaba así en un sermón, el 8 de septiembre de 1556, la naciente devoción guadalupana. Los historiadores coinciden en señalar a fray Alonso de Montúfar, el segundo arzobispo de Nueva España, como el religioso que encargó la pintura sobre la tela y al indio Marcos Cipac de Aquino como su autor. La atribución a la Virgen de Guadalupe se debería a que la imagen original era similar a la de la patrona de Extremadura.

Juan Pablo II no dudó en admitir, en el mismo Tepeyac en 1990, que lo que se venera en la basílica mexicana es una obra de arte. Como ya había hecho cuando se demostró que la llamada sábana santa -la tela que presuntamente envolvió el cuerpo de Jesús- había sido confeccionada en el siglo XIV, el Papa puntualizaba, respecto a la tradición guadalupana, que «el hecho de que manos y mentes humanas hayan intervenido tanto en la ejecución pictórica de la imagen como en la configuración de la narración de la aparición» no menoscaba que, en ambos casos, se trate de obras fruto de la inspiración y revelación divinas.

Dictamen de expertos

En su libro La búsqueda de Juan Diego , el padre Manuel Olimón publica, por primera vez, algunas de las cartas que en los últimos años han remitido al Vaticano el abad emérito de la basílica mexicana, Guillermo Schulenburg, el arcipreste del templo, Carlos Warnholtz, y el bibliotecario, Esteban Martínez de la Serna, entre otros. En una de esas misivas, fechada el 27 de septiembre de 1999, los tres clérigos no sólo advierten a Roma del error que supone canonizar al «legendario indio Juan Diego», sino que también añaden que, del examen de la imagen por parte de «nuestros mejores técnicos en conservación de obras de arte», se deduce que reúne «todas las características de una pintura hecha por mano humana, con el deterioro propio de la antigüedad».

El restaurador José Sol Rosales analizó la imagen en 1982, a petición de Schulenburg, y dictaminó que «la pintura es la ejecutada usando diversas variantes de la técnica modernamente conocida como temple». El técnico llegó a la conclusión de que el manto -de 1,7 metros de altura y 1 metro de anchura- es una tela mezcla de lino y cáñamo y que los pigmentos -a base de cochinilla, sulfato de calcio y hollín- son los empleados en el siglo XVI.

LOS DISIDENTES MEXICANOS, BLANCO DE REPRESALIAS
«Por un lado, estamos los historiadores; por otro, la jerarquía de la Iglesia mexicana y un grupo de clérigos», explica David Brading desde su casa de Cambridge. El líder de los juandieguistas es el cardenal Norberto Rivera, con quien este periódico ha intentado sin éxito hablar, al igual que con monseñor José Luis Guerrero, director del Instituto de Estudios Teológicos e Históricos Guadalupanos. Ambos han atacado duramente al abad Schulenburg, al arcipreste Warnholtz y al bibliotecario Martínez de la Serna, entre otros.

Estos tres clérigos han llamado la atención repetidamente al Vaticano sobre el hecho de que la Congregación para las Causas de los Santos no actuó con rigor histórico a la hora de demostrar la existencia de Juan Diego. Algunas de las cartas fueron en su día filtradas a la prensa contra la voluntad de los firmantes, desatándose una tormenta mediática en la que se acusó a los religiosos de atacar las bases del sentimiento nacional mexicano y monseñor Guerrero les incluyó entre los «racistas antiindios».

A pesar de que los religiosos que se han pronunciado en contra de la historicidad del vidente han reafirmado al mismo tiempo su fervor guadalupano, eso no les ha librado de lo que fuentes próximas a ellos consideran «represalias». Hospitalizaciones por depresión, la dimisión forzada de Schulenburg como abad de la basílica cuatro meses después de las primeras críticas y la expulsión del arcipreste de la casa sacerdotal, ordenada por el cardenal Rivera «a raíz del incidente sobre la canonización de San Diego», explican el silencio en el que se ha sumido el clero crítico en vísperas de la santificación.

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