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Izquierda religiosa

El pasado 20 de abril tuve la suerte de poder participar en el cine-forum mensual organizado por CCOO y el Departamento de Pedagogía de la Facultad de Educación. El tema escogido para esta ocasión fue el de Políticas Públicas y Estado de Bienestar. Si en algo logramos estar de acuerdo la totalidad de los participantes de la Mesa fue en la imposibilidad de trasladar modelos: España, por sus características productivas, históricas, geográficas o sociales, nunca será Suecia (por quedarnos con el ejemplo que se manejaba en el diálogo). No se trata, por tanto, de “importar” nada, sino de “traducir”, estudiar de qué manera las ideas positivas de otros sistemas podrían tener encaje en una realidad como la nuestra.

La reflexión fue, como digo, compartida por los distintos campos políticos que allí se hallaban representados. Cierto es que resulta fácil secundar algo tan básico y evidente; las dificultades aparecen cuando la teoría tiene que plasmarse en la praxis. Ahí se demuestra que no todos han entendido lo que de verdad significa eso de “traducir”. Hablo, concretamente, de lo que siempre se ha conocido como izquierda. Más concretamente, de una parte de la izquierda ceutí a la que más le valdría leer con un poco de profundidad a aquellos referentes a los que dice admirar.

Hay algo que, a simple vista, hace del paisaje social de Ceuta (y Melilla) una especificidad con respecto al resto de territorios del Estado: su 50% de ciudadanos musulmanes. Cualquiera “con dos dedos de frente” entendería, al instante, que la relación con la religión en una ciudad con dicho porcentaje de población para la cual el sentimiento religioso ocupa un espacio tan relevante en su día a día deberá adquirir modos y discursos diferentes a los de otros lugares. La tarea de quién pretende transformar la realidad en un sentido progresista no es la de conseguir, a fuerza de proclamar “su verdad”, que el terreno en el que le toca hacer política sea el más cómodo e idóneo, sino la de identificar las formas de intervención que están abiertas en el terreno dado, en la realidad social existente. Como dijo un ruso, análisis concreto de la situación concreta.

Existe una izquierda, como la denomina un amigo, “blanca” que, escondiéndose en la causa de la laicidad, ha decidido, no sólo dar la espalda a un colectivo subalterno y oprimido al que debiera escuchar e interpelar, sino pasar a engordar, por su inflexibilidad e intransigencia obtusa, las filas de los adalides del statu quo; una izquierda que utiliza la moral (en este caso, la supuesta lucha por la efectividad del laicismo) como “coartada moral” para no tener que asumir el mundo real. Tal forma de proceder la explicaba muy bien Fernández Liria en un debate reciente, sirviéndose para ello de la famosa polémica entre Jean-Paul Sartre y Albert Camus y la injusticia con la que se ha tratado al primero.

Debido a que, a pesar de las barbaridades que pudieran cometerse en nombre de la justicia social durante la Guerra Fría, Sartre nunca dejó de tomar partido en favor del bando que él entendía que defendía un mundo mejor, la Historia le sitúa hoy como una especie de defensor de la manida sentencia: “el fin justifica los medios”. Sin embargo, Camus, por su decisión de —aun siendo de izquierdas— no tomar partido, es hoy el paradigma del “intelectual independiente”. Para Fernández Liria, el problema no está en la decisión de uno u otro, sino en lo que, de manera incorrecta, se le atribuye a Sartre. Y es que la cuestión no sería si el fin justifica o no los medios, sino si estamos dispuestos a aceptar que para cambiar un mundo criminal tenemos que asumir unas reglas del juego no elegidas por nosotros o, por el contrario, lo único que buscamos es permanecer “limpios”, sin ninguna contradicción, aunque no cambiemos nada. Si queremos luchar por un mundo bueno o nos contentamos con ser buenos en un mundo malo. Lo primero (Sartre) sería hacer política; lo segundo (Camus), utilizar la moral como refugio. “Mi reino no es de este mundo”.

Nos encontramos, en cierta medida, ante lo que ya teorizó uno de los más vilipendiados pensadores, Nicolás Maquiavelo (al que más se ha tachado, de nuevo injustamente, de defender al fin sobre los medios), con su distinción entre moral del gobernado y moral del gobernante y que cuatro siglos después volvería a plantear Max Weber a través de otros dos conceptos: la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad.

Quien se mueve únicamente por la ética de la convicción se desentiende de las consecuencias que puedan tener sus actos. Su acción no está justificada por sus efectos, sino en sí misma. Por el contrario, la ética de la responsabilidad nos obliga a hacernos cargo del mundo en el que actuamos y, por consiguiente, de los posibles efectos que nuestro movimiento puede acarrear. Dice Weber: “Ustedes pueden explicar elocuentemente a un sindicalista que las consecuencias de sus acciones serán las de aumentar las posibilidades de la reacción, incrementar la opresión de su clase y dificultar su ascenso; si ese sindicalista está firme en su ética de la convicción, ustedes no lograrán hacer mella. Cuando las consecuencias de una acción realizada conforme a una ética de la convicción son malas, quien la ejecutó no se siente responsable de ellas (…) Quien actúa conforme a una ética de la responsabilidad, por el contrario, toma en cuenta todos los defectos del hombre medio. Como dice Fichte, no tiene ningún derecho a suponer que el hombre es bueno y perfecto y no se siente en situación de poder descargar sobre otros aquellas consecuencias de su acción que él pudo prever”.

Llámese ética de la convicción, llámese moral privada, nos encontramos, cuando no se atiende a más elementos, ante una forma de escapar de la realidad, de evadirnos de las correlaciones de fuerza, las reglas y los mecanismos que estamos obligados a analizar para saber cuál es la mejor forma de intervenir políticamente. Es exactamente lo que hacen quienes recurren al principio moral de la laicidad para no apoyar cuestiones de justicia (que son, por otro lado, la mejor manera de “traducir” la lucha por el laicismo a nuestra ciudad) como el cumplimiento de la ley para que los niños musulmanes tenga los mismos derechos que los católicos en la Enseñanza Secundaria o que distintas fiestas religiosas del colectivo musulmán pasen a obtener la misma categoría que las católicas. Sabiendo que la eliminación de las fiestas religiosas de carácter católico es algo que, hoy por hoy, resulta del todo imposible (¿alguien sensato ve viable eliminar la Navidad?), optar por tal imposibilidad en el debate se convierte en una mera (y cobarde) vía de escape y en la mejor forma de negar la igualdad del colectivo musulmán. Pero a quienes así operan les da igual, pues recordemos que “cuando las consecuencias de una acción realizada conforme a la ética de la convicción son malas, quien la ejecutó no se siente responsable de ellas”. Lo importante no es lo que se consiga a nivel social, sino poder sentirnos bien con nosotros mismos a nivel individual. Sentirnos buenos en un mundo malo. Sentirnos buenos a ojos de un nuevo Dios laico. Paradójicamente, los y las que se esconden tras la bandera del laicismo en Ceuta constituyen el mayor ejemplo de dogmatismo. Es decir, de actitud puramente religiosa.

Julio Basurco. Responsable de Podemos – Ceuta

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*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.

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