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Israel, un país marcado por las castas de origen

La hegemonía askenazí en Israel ha cedido terreno ante la inmigración de judíos orientales o sefardíes y el auge demográfico de los ultraortodoxos

Los cambios demográficos experimentados con las distintas olas migratorias a Tierra Santa desde hace más de un siglo han marcado la deriva política de Israel. La hegemonía fundacional askenazí, los judíos procedentes de Europa oriental que construyeron el Estado hebreo y aún constituyen la élite social, fue cediendo terreno ante el aluvión de inmigrantes miz­rajíes (orientales) procedentes de países árabes y levantinos.

La escritora Iris Leal (Ashdot Yaakov, 1959), de antepasados sefardíes originarios de Marruecos, recuerda que “el Mapai, el partido predecesor del laborismo, situó a los miz­rajíes como ciudadanos de segunda clase” en Israel. Profesora de literatura en la Escuela de Artes Bezalel de Jerusalén, considera que la revolución electoral de 1977 —la victoria de la derecha tras la polémica guerra del Yom Kipur (1973), que puso en entredicho la supremacía militar israelí— ha culminado desde hace nueve años con la llegada al poder de Benjamín Netanyahu, que ha encadenado tres triunfos sucesivos en las urnas.

“Procedente de la realeza askenazí, Bibi [apodo del primer ministro] sintoniza mejor que nadie con los conservadores mizrajíes. Los nietos de aquellos inmigrantes empobrecidos se han vengado de la humillación que sufrieron sus abuelos, que fueron segregados en las ciudades del sur del país y condenados a los peores empleos”, opina Iris Leal.

El auge parlamentario de los partidos ultrarreligiosos también ha contribuido al giro político de Israel. Obedece al crecimiento exponencial de sus comunidades, con un promedio de media decena de hijos por familia. En la actualidad, los jaredíes o ultraortodoxos representan un 11% de la población, aunque algunas proyecciones apuntan a que su peso demográfico puede triplicarse dentro de tres décadas.

“Son partidos sin ideología que solo actúan en defensa de sus intereses de casta. Las grandes fuerzas políticas los compran con dinero”, asegura la exdiputada laborista Yael Dayan, “y no les importa lo que ocurre en la franja de Gaza, porque sus hijos no van a combatir, ya que están exentos del servicio militar”. Incluso entre los movimientos religiosos existe una separación por origen: Unión de la Torá y el Judaísmo agrupa a los askenazíes, mientras el Shas recibe el voto de los jaredíes orientales o sefardíes.

La inmigración de más de un millón de judíos procedentes de la antigua Unión Soviética en los años ochenta y noventa del siglo pasado acabó de decantar la tendencia conservadora del Estado hebreo. Encuadrados en el Likud de Netanyahu, y en particular Israel Nuestra Casa, formación liderada por el extremista Avigdor Lieberman, constituyen una ultraderecha laica marcada por el anticomunismo. Presente en la sanidad, la televisión o la banca, el ruso se ha convertido en tercer idioma oficioso junto a los oficiales hebreo y árabe.

En el escalón más bajo —parias de la sociedad israelí que tratan de redimirse en el Ejército y las fuerzas de seguridad— se encuentran los falashas, los miembros de la tribu judía perdida africana que fueron trasladados en un puente aéreo desde Etiopía hace 30 años. La evidente discriminación social que sufren desató un estallido de protestas en 2015.

Israel ha cerrado los ojos a su complejidad étnica. Y también a su pasado. “El Estado judío ha ninguneado la historia a su antojo en su propio beneficio”, resalta el historiador Meir Margalit, autor de una tesis doctoral sobre las migraciones judías en la Palestina del mandato británico (1922-1948).

“La narrativa hegemónica —los árabes no fueron expulsados hace 70 años, se fueron por voluntad propia— se mantuvo hasta hace solo 20 años, cuando autores como Avi ­Shlaim, Benny Morris, en sus inicios, o Ilan Pappé, con un enfoque más radical, revisaron el paradigma tras acceder a documentos desclasificados que constataron el desplazamiento forzoso de población palestina”.

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