Estos días, la Kneset debate un proyecto de ley que, según sus detractores, consolida el racismo en Israel. El proyecto de ley ratifica la separación étnica entre judíos y árabes
Un proyecto de ley que el Likud y otros partidos de la derecha israelí han estado debatiendo intensamente durante los últimos cinco años ha llegado a la Kneset para convertirse en ley. El texto contiene artículos que han suscitado una considerable polémica, especialmente entre juristas y partidos de la izquierda, pero también entre políticos de la derecha, incluido el Likud, como el artículo 7b, en el que se “autoriza a una comunidad compuesta de gente que tiene la misma fe y nacionalidad a que mantenga el carácter exclusivo de esa comunidad”.
El embajador de la Unión Europea Emanuele Giaufret ha sido llamado al orden por el primer ministro Benjamín Netanyahu por criticar el proyecto de ley. En realidad, varios líderes locales se han expresado contra la polémica iniciativa, incluido el presidente Reuven Rivlin, que pertenece al Likud pero es un liberal de la vieja escuela que en más de una ocasión ha chocado con Netanyahu.
Rivlin ha hecho sonar la alarma advirtiendo de que una ley de esta naturaleza dañará la imagen del país en el extranjero y también dañará a los judíos de la diáspora. Algunos grupos de judíos de la diáspora, especialmente judíos progresistas de Estados Unidos, han levantado su voz para criticar una ley que consideran “racista”.
El texto original del artículo 7b justificaría legalmente la segregación de las comunidades en función de su religión y, según casi todos los juristas y analistas, está dirigida contra los árabes.
En realidad, la segregación por etnias ocurre por todas partes en Israel y se remonta al establecimiento del Estado judío en 1948. Hay numerosas comunidades que no han esperado al proyecto de ley para segregar a los árabes. Recientemente, una urbanización de la Galilea se disolvió antes que permitir que ciudadanos árabes adquirieran viviendas en la urbanización.
Las muestras de racismo se dan con frecuencia, prácticamente a diario. En junio se supo que una piscina pública del sur del país no permitía la entrada a los árabes mientras estaban los judíos bañándose, y se les asignaba a los árabes un horario distinto. La noticia trascendió, pero no hubo ninguna reacción de la autoridad, como si eso estuviera bien.
El 20% de la población de Israel es árabe. En su mayor parte viven en la Galilea y en el sur del país. Hasta los años sesenta vivieron bajo el toque de queda y su integración ha resultado polémica en muchas direcciones. En la práctica, los árabes son ciudadanos de segunda clase, con derechos limitados en varias esferas. Las ciudades auténticamente mixtas son muy pocas. Los israelíes suelen presentar en esta categoría a Haifa, aunque en Haifa existe una tensión étnica considerable y está muy lejos de ser un modelo de convivencia como aseguran muchos judíos.
Netanyahu se refirió la semana pasada al polémico proyecto de ley por primera vez en público. Dijo que la ley respetará los derechos de los individuos, aunque rápidamente añadió que “la mayoría también tiene derechos, y la mayoría gobierna”.
Sin embargo, algunos legisladores han comparado el proyecto de ley con las leyes racistas de la Sudáfrica del apartheid. De hecho, algunos líderes sudafricanos que visitan periódicamente el país coinciden en decir que la situación de apartheid en el Estado judío es mucho peor de lo que fue la situación de apartheid en Sudáfrica. Los detractores afirman que la nueva ley hará que Israel sea “más judío y menos democrático”.
En medio de la polémica, el líder de La Casa Judía, Naftalí Bennett, ha propuesto una lectura alternativa a la cláusula del artículo 7b que dice: “El Estado ve en el desarrollo de las comunidades judías un valor nacional y actuará para impulsarlas, promoverlas y establecerlas”. Bennett, un político religioso y nacionalista aliado del Likud, no ha lanzado esta iniciativa para calmar las aguas, y efectivamente no las ha calmado.
Algunos consideran que la redacción de Bennett es más discriminatoria. El diputado Dov Khenin, de la Lista Unida, se ha sumado a las críticas. “Mientras que la anterior redacción pretendía ser neutral cuando decía que las comunidades separadas eran posibles para cada grupo, ahora el gato ha salido del saco y manifiesta explícitamente que solo las comunidades judías tendrán prioridad. Es un modelo de racismo sin disfraz”.
Por su parte, la flamante líder del partido liberal Meretz, Tamar Zandberg, se ha expresado de un modo parecido: “La ley básica que abordamos hoy no es una ley básica de la nacionalidad, sino una ley básica de racismo. Es una ley que nació del pecado y está avanzando por la fuerza entre los elementos extremistas y nacionalistas de la coalición del Gobierno”.
Amir Fuchs, que preside el Instituto Democracia de Israel, afirma que el texto propuesto viola los principios de igualdad y conculca la Declaración de Independencia, donde se afirma que el Estado “trabajará para desarrollar la tierra en beneficio de todos sus residentes”.
No obstante, el proyecto de ley, que Netanyahu quiere convertir en ley este mes de julio, está en consonancia con el comportamiento de la mayor parte de la clase política y de los ciudadanos judíos, quienes claramente prefieren vivir separados de los árabes y ven con prevención cualquier acercamiento entre las dos etnias.