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Iniciativa Laicista, 39

Sumario

Editorial
Gonzalo Herrera

Cuando la justicia da un traspié, el artista la agarra
Sylvie R. Moulin
La Justicia en Chile ¿es Igual para todos?
Gonzalo Herrera
Diálogo con Edgar Jarrín Vallejo
Iniciativa Laicista
El triángulo de legitimación entre el poder político, económico y religioso y la erosión de los DDHH
Ana Elena Obando M.
Camilo Henríquez, librepensador
Antonio Vergara L.
La memoria para construir convivencia ciudadana
Alejandra Sandoval
Paradojas del Siglo de la Información y el Conocimiento
Eduardo Quiroz S.
Acerca de la muerte de Dios, en la mirada de André Glucksmann y Terry Eagleton
Errol Dennis M.
La Lección de la Historia
Francisco Javier Villarroel H.
Enfoques sobre la educación
Rogelio Rodríguez M.
Educación y laicismo: un problema aún no resuelto
Rubén Farías Chacón
Laicidad y educación: hacia una reflexividad pedagógica
Alex Cárdenas G.
Educación por competencias: ¿Cuán lejos estamos de una educación humanista integral?
Stefan Palma

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EDITORIAL: Memoria histórica, Museo de la Memoria y Derechos Humanos

Indefectiblemente el mes de septiembre reaviva la discusión sobre los derechos humanos en nuestro país. El quiebre de la institucionalidad democrática provocado por el golpe cívicomilitar de 1973 generó una profunda división entre los chilenos, ruptura que hasta hoy se hace ostensible cada vez que el tema de los derechos humanos sale a debate, revelándose una dispar comprensión de sus alcances y del valor ético que encierran.

Lamentablemente, aún existen sectores con mucha influencia que no alcanzan a comprender que los derechos humanos no son una etiqueta, ni “una reivindicación de la izquierda”, sino que constituyen un compromiso moral del Estado en cuanto a su respeto y protección, contraído en el marco de numerosos tratados internacionales, y que en ellos está en juego la solidez y respetabilidad de la propia democracia.

Lo anterior responde al principio de universalidad del que gozan. Efectivamente, la aplicación y protección de los derechos humanos es extensible a todos los hombres, mujeres y niños del planeta, y todos estamos llamados a cuidar de que en ningún lugar, en ningún país ni territorio, puedan ser desconocidos ni menos violados, por la simple razón que pertenecen a cada persona, a cada ser humano en particular.

De manera que en nuestro país, quienes pretenden encasillarlos, politizarlos o degradarlos a la categoría de “moneda de cambio”, sólo muestran su desafecto hacia ellos, intentando relativizar los horrorosos delitos de lesa humanidad cometidos en dictadura por agentes del Estado, y ejecutados como política de Estado, para imponer el miedo como instrumento de control sobre la sociedad. Si no hay convencimiento del valor moral de los derechos humanos, menos interés habrá en incorporarlos permanentemente en la deliberación política y legislativa, y mucho menos se puede pensar que aquellos sectores vayan a empatizar con el insondable dolor de los familiares de muertos y desaparecidos y de los sobrevivientes de tales violaciones.

He ahí la importancia del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, construido precisamente para dejar a las nuevas generaciones una evidencia irrefutable de la degradación que puede experimentar el ser humano cuando es adoctrinado y despojado de los más elementales escrúpulos morales, y de la barbarie a la que puede llegar una nación cuando se desbordan las normas cívicas y el ordenamiento constitucional, arrastrado por el odio y el uso de la violencia como recurso para dirimir las diferencias políticas.

El torpe negacionismo del exministro de la Cultura, que tuvo que dimitir de su cargo simplemente porque la comunidad nacional no estuvo dispuesta a aceptar sus opiniones previas sobre el Museo —“uso desvergonzado y mentiroso de una tragedia nacional”—, es el mejor argumento sobre la importancia de dicho memorial, precisamente para que poderosos sectores interesados en borrar de la memoria colectiva de los chilenos la crueldad ejercida por el régimen cívicomilitar, no impidan su propósito reparador y su convocación a la reflexión permanente sobre una verdad histórica que no necesita ser contextualizada. No existe “otra verdad”, la violación a los derechos humanos simplemente no tiene justificación.

Larga ha sido la trayectoria de las organizaciones de derechos humanos para avanzar en la exigencia ética de “memoria, verdad y justicia” en nuestro país. Una y otra vez los poderes fácticos pusieron obstáculos para impedir el establecimiento de la verdad, haciéndose cómplices, propiciando el ocultamiento de información y la impunidad de los hechores. Pero la porfiada verdad sigue emergiendo, en parte gracias a la voluntad de un selecto grupo de magistrados que, antes y después de la recuperación de la democracia, se propuso investigar y hacer justicia conforme al derecho nacional y a los tratados internacionales que el país ha firmado.

Una trascendental responsabilidad de los Estados democráticos, derivada de dichos tratados, lo constituye la obligación de castigar los delitos contra la humanidad que pudieran haberse cometido en anteriores etapas políticas o históricas. Por eso ha provocado tanta indignación la decisión de la sala penal de la Corte Suprema de otorgar la libertad condicional a cinco exoficiales del Ejército, —anteriormente habían sido favorecidos otros dos— condenados por torturas, secuestro y homicidio. El movimiento de derechos humanos ha rechazado enérgicamente esta decisión, declarando que no es acorde a los acuerdos firmados por Chile. Lo cierto es que no hay normas provenientes de convenciones suscritas por el país que obliguen al cumplimiento total de la condena por graves violaciones a los derechos humanos, sin embargo esta nueva manera de resolver, surgida ex post la salida de los ministros Carlos Cerda y Milton Juica, contradice la doctrina establecida en los años precedentes, la denegación de beneficios a los perpetradores de crímenes de lesa humanidad. No sólo eso, también contraría las pautas recomendadas por el Sistema Universal de Derechos Humanos que exhorta a no favorecer la impunidad, estableciendo una clara distinción entre delitos comunes y violaciones a los derechos humanos.

Ha sido por lo tanto positiva y plausible la reacción ciudadana que, dispuesta a defender las conquistas logradas desde la recuperación de la democracia en materia de derechos humanos, levantara contundentemente la voz para repudiar tanto el ataque ministerial contra el Museo de la Memoria, como para rechazar la decisión de la Segunda Sala de la Corte Suprema por acoger los recursos y ordenar la libertad condicional de reos por violación de derechos humanos.

No obstante, la decisión política de un sector de diputados de oposición de presentar una acusación constitucional contra los miembros de la Corte Suprema que otorgaron dicha libertad condicional, no guarda las necesarias características de prudencia, ya que si bien existe convicción en los abogados de derechos humanos de que se cometió un error, no se infiere de ello que haya existido por parte de los ministros “notable abandono de deberes”. Es más, al menos dos de ellos, no integran el grupo de jueces que se han mostrado hostiles a hacer justicia en los crímenes de la dictadura.

A setenta años de la promulgación de la Declaración Universal de Derechos Humanos, los derechos establecidos como normas en sus treinta artículos fueron transitando desde una etapa precoz, sin otra categoría que constituir simples recomendaciones a los Estados, sin potestad para establecer obligaciones jurídicas vinculantes, a ser la conciencia madura de los pueblos, que tras amargas experiencias como guerras, invasiones, genocidios, holocaustos, regímenes opresivos y migraciones forzadas, comprendieron el valor universal que conllevan estos principios, y su fuerza moral para poner límites al poder incontrarrestable de los Estados.

Al sintetizar las más profundas aspiraciones de la condición humana —abarcando los derechos civiles y políticos, los derechos económicos, sociales y culturales, los derechos a un desarrollo sustentable y a vivir en un ambiente limpio—, el ejercicio democrático de la ciudadanía por hacerlos cumplir y preservar contribuye también a fomentar una sociedad más igualitaria, fraterna y democrática.

Como dijera Tocqueville alguna vez, “la democracia no es un régimen político sino una forma de sociedad”.

Gonzalo Herrera

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