La consideración de la Biblia como texto literario es, según Moreno, cuando menos equívoca, ya que si una de las cualidades fundamentales para criticar un texto literario es su exactitud al describir la realidad, «cabría concluir que la Biblia es muy poco literaria». Pero, además, la imprecisión de ese libro no es únicamente terminológica, sino que incluye «errores científicos de bulto», como el autor demuestra con clarificadores ejemplos.
La consideración de la Biblia como texto literario sublime resulta, cuanto menos, un tanto equívoca. Si una de las cualidades fundamentales para juzgar la validez literaria de un texto es su exactitud a la hora de nombrar la realidad, cabría concluir que la Biblia es muy poco literaria. Ya que, si por algo se caracteriza, es por su alarmante imprecisión terminológica, lo que resulta chocante. Pues, tratándose de parrafadas inspiradas por la misma tráquea de Javé, nadie se esperaría tanta falta de rigor lexical. O, una de tres, Javé articulaba muy mal cuando soplaba en el cogote de los profetas, o estos estaban más sordos que una tapia de cementerio y no pillaban ni una o, mucho peor aún, hacían caso omiso de la inspiración divina cuando lo que esta les insuflaba no se correspondía con su idea sobre determinadas cuestiones.
No sería grave esta imprecisión si se redujera a la terminología, pero el asunto se vuelve serio cuando se cuelan errores científicos de bulto. Lo que, ciertamente, son palabras mayores y pondrían en cuestión la sabiduría infinita del Creador del Universo y parte del extranjero.
El más imperdonable de estos errores sería aquel en que Javé inspiró al escriba Josué su equivocada idea de que era el Sol quien giraba alrededor de la tierra (Josué, 10, 12-13). Por muchas vueltas que le da uno al pasaje, concluye que el profeta en ese momento estaba haciendo la picardía o había perdido la audición. Entra dentro de la teología dogmática que el profeta entendiera al revés las palabras de Javé, porque es inexplicable que Dios, en su sabiduría infinita, pudiera equivocarse de modo tan zarrapastroso. Sobre todo, si se tienen en cuenta -y, lógicamente, Javé lo tendría, que para eso es Dios-, las consecuencias terribles que dicha información acarrearía. ¿Cómo permitió la sabiduría de Javé que corriera semejante bulo a lo largo de los siglos, sabiendo que su Mutualidad representativa en la tierra provocaría muertes incontables por contravenir una información que él mismo había trasvasado al texto bíblico? Resulta incomprensible, a no ser que este Dios fuera un perfecto cabrón y se frotara las manos imaginando en el futuro el sufrimiento de Giordano Bruno y otros.
Las tramas de la literatura son, en su mayor parte, tramas de ficción, y lo que hacen es representar de una forma determinada la realidad, aunque no la realidad, sino la que el autor tiene en su cabeza. Al intentarlo, se esfuerza en utilizar un lenguaje rigurosamente exacto, permitiéndose, en muy pocas veces, la licencia de la vaguedad o de la inexactitud. Y este esfuerzo es lo que consigue que los textos sean, en mayor medida, literarios. Cualidad que cuesta encontrar en la Biblia. Y eso que su comienzo resultaba bien prometedor. Leer cómo Adán pone nombres a lo que le rodea es halagador para el futuro homo loquens. En este momento del Génesis, Adán, más parece inspirado por Nabokov o por Chomsky que por Javé, a quien no parecen quitarle el sueño las cuestiones menudas de la lingüística, ya que da a entender que el lenguaje es actividad parva, de ahí que la deje al abur de los hombres.
Adán es preciso, pero no lo es quien relata su historia. Por ejemplo. Estamos muy acostumbrados a considerar que la serpiente -ignoramos qué clase de ofidio era-, lo que le ofreció a Eva fue una manzana. Sin embargo, no hubo tal oferta frutal. Lo que es curioso, porque, incluso, decir manzana hubiera sido compatible con la vaguedad expresiva general de la Biblia, pues no imaginamos que el redactor se hubiese esforzado en concretar qué tipo de manzana sería aquella, si golden, reineta, smith, royal gala…
Pero ni así. El texto sagrado habla de que nuestros primeros padres comieron «el fruto del árbol prohibido». En ningún momento, se dice que el árbol en cuestión era un manzano. Las citas textuales son las siguientes: «En medio del jardín el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal» (Génesis, 2, 9); «del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás» (2, 17). Cuando la serpiente invita a Eva a hacerse con el fruto, ésta replica: «Del fruto del que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios que no comamos». Luego sigue: «La mujer vio que el árbol era bueno para comerse, y tomó su fruto y dio también de él a su marido, que también con ella comió» (3,6). Como se ve, en ningún momento se hace referencia a la fruta pomácea. No en la edición que manejo de la BAC (Biblioteca de Autores Cristianos).
Se ha dicho que el primer enólogo de la historia fue Noé, quien era agricultor y plantó una viña, después del diluvio. Luego, «bebió de su vino, y se embriagó, y se quedó desnudo en medio de su tienda» (Génesis, 9, 21). ¿Qué clase de vino bebió Noé que lo dejó en tan calamitoso estado? ¿Tinto, blanco, clarete? Imposible saberlo. Idéntica tristeza interpretativa nos invade cuando topamos con Lot y sus hijas, dignas discípulas de Malthus avant la lettre. Emborracharon al papá -que era el único semental que quedaba en la comarca- y lo usufructuaron una tras otra. Para que digan, luego, que el fin no justifica los medios. La especie se salvó, pero, ¡maldita sea!, nunca supimos qué tipo de vino bebió con largueza el bueno de Lot. Una pena.
La presencia del vino en la Biblia es abundante, lo que revelaría del pueblo hebraico una de sus inclinaciones domésticas más o menos esenciales. Sin embargo, ignoraremos qué tipo de vino preferían. Que esta imprecisión se diese en el Antiguo Testamento se entiende, pero que siguiese en el Nuevo Testamento no, pues priva a los modernos exégetas de una información relevante y de alguna tesis más que clarificadora: «En la última Cena, ¿qué vino tomaron los apóstoles, tinto, clarete o blanco?».
Según el evangelista Juan, el primer milagro de Jesús fue en Caná de Galilea. El, su madre y sus discípulos fueron invitados a una boda. En un momento, el vino se agotó. Así que Jesús, requerido por su madre, mandó llenar dos tinajas de agua y las convirtió en vino. No nos esforcemos. Jamás sabremos qué clase de vino prefería el Nazareno para emborracharse con sus amigos. Imaginamos que sería el mismo que utilizaría después en la última Cena, pero no hay modo de saberlo.
En un principio, tras revisar las continuas referencias al vino bíblico, pensaba que éste sería siempre de idéntica calidad, imposible de precisar. Sin embargo, en el relato de la boda de Caná se dice que el agua transformada en vino por Jesús era mejor que «el vino que se había servido en primer lugar en la boda». Información definitiva que demostraría que la Biblia, con su torpeza lingüística, no fue capaz de transmitir la variedad de vinos existentes en su tiempo y, también, que Jesús entendía de vinos, una cualidad que la teología jamás ponderó. Si Jesús no era un buen catador, habría sido imposible que el agua transformada en vino superase en calidad al primero que se sirvió en la boda.
Lo que no significa, como piensan desaprensivos vinateros, del pasado y del presente, que el vino escanciado con agua mejora su calidad.