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Los escritos de la pensadora sobre la necesidad de cambiar el modelo educativo a finales del siglo XIX para igualar a España con otros países
“Brindo por el enaltecimiento de la mujer española en todas las esferas del orden intelectual, para que deje de ser débil […], por el íntimo convencimiento de su propia valía, que la dignificará, haciéndola hermana y compañera del hombre, para que sea declarada responsable, lo mismo de sus crímenes que de sus virtudes, y que así como hoy asciende las gradas del cadalso entre la compasión o el desprecio de las multitudes, mañana ascienda las gradas de la cátedra entre el respeto y la admiración de sus conciudadanos, ocupando el solio augusto de la enseñanza que se extiende desde la misma cuna del infante hasta el mismo laboratorio del sabio” (Rosario de Acuña, 1888).
A finales del siglo XIX, la gran mayoría de quienes habitaban España no sabían ni leer ni escribir. Y eso era así a pesar de que la Ley de Instrucción Pública había establecido la obligatoriedad de la enseñanza desde los seis hasta los nueve años. Tres décadas después de que fuera aprobada, los datos del censo de 1887 reflejan que alrededor de las dos terceras partes de la población eran analfabetas, también que existían grandes diferencias entre hombres (59%) y mujeres (77%). Unos porcentajes que evidencian el retraso con respecto a Inglaterra, Francia, Bélgica o Irlanda, y mucho más en comparación con Alemania, Suiza o los países nórdicos. De ahí que la educación fuera uno de los elementos sobre los que se construyeron las diferentes propuestas regeneracionistas que pretendían poner fin al atraso –económico y social– que padecía España.
Ahí están los escritos de Joaquín Costa (“El problema de la regeneración de España es pedagógico tanto o más que económico y financiero”) o de Macías Picavea (“¿cómo no creer en la pobreza de España, resultado fatal de su ya demostrada incultura, torpeza o ignorancia?”). También los de Rosario de Acuña, quien no solo habla de la ineludible necesidad de mejorar la educación, sino que también señala los ejes sobre los cuales deberían girar las propuestas para su mejora: la liberación del yugo clerical y la igualdad educativa para niñas y niños. Ella apuesta por una escuela igualitaria y laica.
El Concordato de 1851 había dejado en manos de la jerarquía católica el control de la educación, “que será en todo conforme a la doctrina de la misma religión católica”, incluso en las escuelas públicas. Seis años después, la antedicha Ley de Instrucción Pública, la Ley Moyano, incorpora fielmente a su articulado el contenido del acuerdo y establece el procedimiento a seguir para garantizar su cumplimiento: “Cuando un prelado diocesano advierta que en los libros de texto, o en las explicaciones de los profesores, se emiten doctrinas perjudiciales a la buena educación religiosa de la juventud, dará cuenta al Gobierno, quien instruirá el oportuno expediente…”.
La Constitución de 1876 mantiene la confesionalidad del Estado, pero deja abierta la puerta a la libertad de pensamiento (“nadie será molestado en el territorio español por sus opiniones religiosas”) y al ejercicio, en privado eso sí, del culto de otras religiones. En ese espacio de tolerancia se instala la Institución Libre de Enseñanza, que en 1878 pone en marcha un centro de enseñanza primaria y secundaria regido por el principio de neutralidad ideológica, ajeno a todo espíritu e interés de comunión religiosa, escuela filosófica o partido político; proclamando el solo principio de la libertad e inviolabilidad de la ciencia. También lo hacen las escuelas laicas o neutras que, no sin grandes reticencias, van surgiendo a partir de entonces.
Rosario de Acuña, quien a finales de 1884 inicia una campaña como activa propagandista de la libertad de conciencia, muestra su más firme apoyo a este tipo de escuelas que desarrollan su actividad educativa al margen de la tutela eclesiástica. Lo hará en el caso de las escuelas laicas de Zaragoza (“estáis haciendo la grande obra, el gran trabajo de redimir y libertar las conciencias infantiles, es decir, las conciencias de los hombres futuros”); lo hará también en 1888 cuando acuda a Getafe para participar en el banquete que celebra la inauguración del colegio-asilo para huérfanos de masones; lo volverá a hacer a principios del nuevo siglo, con ocasión de la instalación de una escuela laica en Cádiz, a la que enviará unos poemas como muestra de apoyo y algunas de sus publicaciones.
Mayor implicación parece haber tenido con las se ponen en marcha en Madrid, pues su promotora, la sociedad Los Amigos del Progreso (de la cual es presidenta honoraria junto a Pi y Margall o Nicolás Salmerón), declara su obra Certamen de insectos libro de texto para las escuelas laicas que ha abierto en la capital. También con la escuela neutra de Gijón, en cuya ceremonia de inauguración pronunciará un alabado discurso en el transcurso del cual va desgranando, materia a materia, las ventajas que para el progreso del país presentan este tipo de escuelas: “La enseñanza de las ciencias positivas no radica ni se sustenta en las palabras de los hombres, manera pueril de inculcar la fe muy usual en España, donde todavía se siente el horror a la funesta manía de pensar…”.
Con todo, su pensamiento en materia educativa no se limita a apoyar el establecimiento de escuelas laicas, racionalistas o neutras, imbuidas de razones científicas y ajenas a las supersticiones y los dogmatismos. Le preocupa también, y mucho, que la educación que reciban las niñas sea en todo “semejante y equivalente” a la de los niños. Un buen ejemplo de ello es su obra La casa de muñecas, un cuento destinado a servir como cartilla de lectura. El relato constituye una alegoría, una representación del ideal que su autora se ha ido forjando de la pareja y de la familia. El hilo argumental es sencillo: Rosario y su hermano Rafael se reencuentran tras haber pasado algunos años separados por exigencias del sistema educativo vigente que preceptuaba que las niñas siguiesen “su” programa de estudios en “su” colegio, lejos de los niños.
A lo largo de casi noventa páginas de grandes letras que facilitan que los ojos infantiles puedan aprehender fácilmente el mensaje de futuro que allí se lanza, va a reescribir la historia del hombre y la mujer. Para empezar, nada mejor que hacer añicos algún que otro estereotipo, pues la niña del cuento nace viva, alegre, expansiva, llena de vigor; el niño es cariñoso, reflexivo y menos alborotador que su hermana. Nada de diferencias originales que expliquen comportamientos dispares: “sus almitas eran gemelas, exactamente iguales en sentimientos e inteligencia, y la diferencia y desconocimiento mutuo no provenía de la naturaleza, sino del molde en que los habían tenido sujetos”.
Si la descripción de la casa de muñecas le permite esbozar el escenario soñado (una casa de campo en intima comunión con la Naturaleza e iluminada por la luz de la racionalidad), los principios educativos que vertebran la obra constituyen el instrumento imprescindible para hacerlo realidad. En gran medida resultan coincidentes con las que sustentan las iniciativas que han puesto en marcha los promotores de la Institución Libre de Enseñanza: coeducación (las niñas y los niños reciben la misma educación, en la misma escuela), formación integral (a las materias instructivas se suman la moral, la higiene o la economía doméstica), educación activa (son protagonistas de su propia formación gracias a su creatividad, iniciativa e imaginación)… Constituye una imagen adelantada de una realidad por la educación transformada, en la cual las mujeres y los hombres no tendrán que asumir los papeles que la tradición les ha venido asignando en el transcurso de los siglos. La casa de muñecas dibuja un mañana deseado, un futuro en el cual la mujer, “radiosa mitad humana que entrará en los mundos de la ciencia y del arte con representación propia”, no tendrá que ver su vida reducida a las cuatro paredes del hogar: “no será necesario, para que la respeten y la estimen los suyos que planche, que cosa, ni que friegue”.
Claro está que una cosa es el mundo de la ficción y otra, muy diferente, la cruda realidad. Veintitantos años después de que hubiera escrito esta cartilla, la situación dista mucho de parecerse a la que ella había soñado. Fue entonces cuando se enteró de la agresión que había padecido una estudiante a la salida de sus clases en la Universidad Central, “vejándola con un vocabulario de burdel e intentando ofenderla también de obra”; fue entonces cuando no pudo menos que coger la pluma para arremeter públicamente contra los agresores: “¿Qué les quedaría que hacer a aquellas pobres chicas… digo, pobres chicos…, si las mujeres van a las cátedras, a las academias, a los ateneos? ¡Arreglados quedarían entonces todos estos machihembras españoles si la mujer adquiere facultades de persona!”. Aquel escrito, titulado “La jarca de la Universidad”, desató las iras de los universitarios españoles que fueron intensificando sus protestas en las calles hasta conseguir que la Fiscalía interpusiese una querella contra la escritora y los jueces dictasen una orden de búsqueda y captura, que bien hubiera dado con sus cansados huesos en la cárcel de no haber huido a la vecina tierra portuguesa.
Quizás en algún momento de sus dos largos años de exilio rememorara aquellas palabras llenas de esperanza que salieron de su pluma tiempo atrás: “Hay una cosa que positivamente sabemos; que en pos de nosotros llega una generación más apta para el conocimiento de la Verdad. […] Dejémosla, al morir nosotros, con la conciencia bien iluminada por la luz de la sabiduría”.