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Igualdad

El novelista inglés George Orwell decía con sorna: “Todos son iguales, pero algunos son más iguales que otros”. Rousseau atribuía a la propiedad privada el origen de la desigualdad y decía que ésta nació en el momento en que el primer hombre gritó: “¡esto es mío!” Construir una sociedad igualitaria ha sido uno de los viejos ideales de la humanidad. Pero la igualdad, como todos los grandes objetivos de la historia, ha sido y es una meta esquiva. Nunca se la conquistará plenamente, aunque el mérito está en aproximarse cada vez más a un orden social igualitario y democrático, en el que se borren lo más que sea posible los desniveles políticos, económicos y sociales entre los seres humanos.

La igualdad empieza por describir a las personas como seres equivalentes y sigue por darles las mismas oportunidades ante la vida. Los estoicos de la vieja Grecia afirmaron la igualdad fundamental de los hombres, en contraste con la creencia de Aristóteles en la existencia de seres humanos destinados a ser “esclavos natos”. El <cristianismo primitivo predicó la igualdad pero más tarde la desvirtuó con la teoría de la predestinación postulada por san Agustín de Hipona (354-430), uno de los más influyentes teólogos del <catolicismo, quien sostenía que el eterno destino de una persona está determinado de antemano por la inalterable ley de dios —es la denominada “predestinación doble”—, en virtud de la cual la gloria o la condenación eternas están prefijadas de manera inapelable por la voluntad divina, tesis con la cual quedó descartada toda posibilidad de igualdad entre los hombres puesto que sólo los elegidos alcanzarían la salvación. El monje británico Pelagio, entre los siglos IV y V, formuló su tesis de libero arbitrio, pero fue declarado hereje por los papas Inocencio I y Zósimo, y su doctrina, llamada pelagianismo —que sostenía que el pecado de Adán concernía exclusivamente a Adán y no a la especie humana y que el hombre tenía libertad para elegir el camino hacia dios u otro camino—, fue condenada por varios concilios. Durante la >reforma protestante la cuestión del libre albedrío fue uno de los temas centrales de la guerra religiosa. Los calvinistas defendieron la teoría agustiniana de la predestinación y la total exclusión del libre albedrío. Pero esta teoría fue considerada una herejía por el Concilio de Trento en el siglo XVI. El prelado católico francés Jacques-Bénigne Bossuet (1627-174) propuso una tesis diferente y aumentó la confusión teológica: el libre albedrío y la presciencia divina son verdades que deben aceptarse aunque carezcan de un orden lógico. En la vertiente protestante el exponente más conocido de la predestinación doble fue Juan Calvino (1509-1564), quien afirmó que “llamamos predestinación a la eterna ley de Dios” que señala que “no todos han sido creados en igualdad de condiciones; mejor dicho, para algunos la vida eterna es ordenada de antemano, para otros la eterna condena” (Institutio 3. 21. 5). Posteriormente los teólogos católicos rechazaron la predestinación doble e insistieron en que los condenados son los únicos responsables de su suerte. En el siglo XVII, el teólogo protestante holandés Arminio, cuyas enseñanzas inspiraron el movimiento llamado arminianismo, criticó la injusticia de la doctrina calvinista sobre la predestinación y formuló una versión que abría un espacio para el libre albedrío. Lo cierto es que la discusión sobre el tema se ha enredado en la más absoluta confusión. Y nunca han podido los teólogos explicar razonablemente la cuestión. Para unos teólogos dios es omnisciente y omnipotente y, por tanto, todo acto humano está predeterminado por él. Tesis que eximiría al hombre de responsabilidad moral por sus actos. Otros teólogos, en cambio, reivindicaron el libre albedrío, o sea la gracia que dios concede a determinadas personas para actuar por sí mismas. Pero nada ha quedado claro y todas las acrobacias mentales para resolver las contradicciones han resultado vanas.

En la era moderna, Juan Jacobo Rousseau (1712-1778) empezó su libro fundamental con la aseveración de que el hombre ha nacido libre pero en todas partes está encadenado. Todas las declaraciones de derechos clásicas parten del principio de que “los hombres nacen iguales”. Quieren con ello decir que no tienen por qué sufrir discriminaciones o diferencias de trato en razón del nacimiento. Sin embargo, históricamente ha costado mucho que esa afirmación cobre sentido porque en la práctica los seres humanos empiezan a beneficiarse o a perjudicarse con las diferencias desde que nacen. La realidad niega obediencia a los postulados deontológicos. Todo conspira contra la igualdad. Las personas llegan al mundo con ciertas diferencias de propiedad, de ubicación en la sociedad y con distintas predisposiciones naturales que determinarán ulteriores diferencias de educación y de aptitud. Si en la sociedad sólo se garantiza el libre despliegue de las fuerzas individuales, si no se toman ciertas precauciones, como ocurre en el sistema económico capitalista, esas diferencias conducirán fatalmente a la explotación del más fuerte sobre el más débil y al avasallamiento de quienes tienen menores defensas.

François-Nöel Babeuf (1760-1797) fue, entre los revolucionarios franceses del siglo XVIII, el más apasionado por la igualdad. Babeuf, que no era liberal sino socialista, odiaba la desigualdad y la injusticia. Propuso la supresión de la propiedad privada, la abolición del derecho de herencia y la colectivización de la tierra. Apoyó con entusiasmo la Revolución Francesa y al final del Periodo del Terror arremetió contra el régimen que surgió con la reacción termidoriana, que para él fue una vuelta hacia atrás. Con el seudónimo de Gracchus Babeuf publicó el diario Tribun du peuple, en el que condenaba duramente a los enemigos de la Revolución. En 1796 participó en la denominada Conjura de los Iguales para derrocar al Directorio e implantar un Estado comunista, pero como consecuencia del fracaso de la insurrección fue ejecutado el 28 de mayo de 1797. Sus ideas se conocen con el nombre de igualitarismo.

La igualdad es una condición para la existencia efectiva de la libertad y debe entenderse como una limitación del individuo por el grupo. No me quiero referir a la gran cantidad de enfoques y definiciones que a lo largo del tiempo ha merecido la noción de la igualdad ni a la infinita clase de “igualdades” que se han descubierto. Esa sería una tarea imposible. Quiero decir simplemente que hay dos grandes perspectivas sobre la igualdad humana: la una mira a los individuos de manera general y abstracta, los sustrae de sus características personales y de sus enlaces con la sociedad, los aísla y prescinde de las particulares circunstancias de fortaleza o debilidad en que se encuentran con relación al grupo; y la otra considera a los individuos concretos, integrados en la vida social, posesionados de sus características personales y ubicados en su particular situación de fortaleza o debilidad económica. La primera fue la igualdad formal propia de la inicial etapa de los derechos humanos, que tuvo una visión del “individuo carente de individualidad” y que fue consagrada en el principio de la “igualdad ante la ley” de la legislación clásica liberal. La otra es la igualdad material que nace de la consideración de las personas en función de las desigualdades reales en que, de hecho, están colocadas en la vida social. Esta perspectiva de la igualdad obliga al Estado a dar preferente atención a los más débiles y a auxiliarlos con prestaciones económico-sociales compensatorias.

Ellas representan en realidad dos etapas en el desarrollo histórico de la noción de la igualdad. Cuando la experiencia enseñó que la igualdad formal de los hombres ante la ley no bastó para lograr la igualdad real de ellos en el proceso de la producción y distribución de los bienes económicos, porque se vio que la libertad entre desiguales conducía a la injusticia, fue remplazada por la igualdad material que es una forma menos igualitaria pero más justa de tratar al ser humano.

Hay diversos puntos de vista en torno al concepto de igualdad. La igualdad puede romperse por el flanco positivo o por el negativo. La denominada “discriminación positiva” —como la que estableció el Tribunal Supremo de Justicia de los Estados Unidos en un fallo referente a la admisión preferencial de las minorías étnicas en la educación universitaria el 22 de junio de 2003— es una forma de romper la igualdad para generar efectos compensatorios en favor de los menos atendidos. Se rompe por el otro flanco —que es la ruptura más frecuente— cada vez que se consagran privilegios sociales en favor de los miembros de los grupos dominantes. Existen varios criterios de igualdad. Giovanni Sartori ha formulado una serie de disquisiciones al respecto en su libro “Elementos de Teoría Política” (2005). Partiendo del hecho de que “los seres humanos difieren entre ellos en salud, longevidad, belleza, inteligencia, talento, atracción, gustos, preferencias, además de muchas otras cosas”, propone dos criterios de igualdad: “lo mismo para todos, es decir, participaciones (beneficios u obligaciones) iguales para todos”, y “lo mismo para los mismos, es decir, participaciones (beneficios u obligaciones) iguales para los iguales y desiguales para los desiguales”. Este último criterio admite varios “subcriterios”, según el politólogo italiano: “igualdad proporcional”, “participaciones desiguales a las diferencias relevantes”, “a cada uno en razón de su mérito (capacidad, talento)” y “a cada uno en razón a su necesidad”.

El primer criterio de igualdad lleva hacia la “isonomia”, o sea hacia la igualdad de todos ante la ley. Iguales leyes, iguales libertades e iguales derechos para todos, sin distinción alguna. Esta fue, históricamente, la primera libertad que apareció. Su concepto, de corte ciceroniano, fue propuesto por Rousseau: “la obediencia a la ley que uno se ha impuesto es libertad” y “el hombre es libre cuando no obedece a los demás hombres sino únicamente a la ley”.

El segundo criterio de igualdad conduce a tratamientos desiguales para que las personas se aproximen a la igualdad. En otras palabras, para que los desiguales se acerquen a la igualdad requieren discriminaciones compensatorias, ya que iguales tratamientos a los desiguales acentúan la desigualdad. Un ejemplo hípico puede ilustrar el caso: el caballo veloz debe soportar un peso mayor que los demás para que todos tengan iguales oportunidades.

No obstante, la “igualdad de oportunidades” no es un concepto unívoco y está sometido a las más diversas interpretaciones, dependientes del enfoque ideológico. La visión socialista de la igualdad de oportunidades, que sostiene el mismo derecho de todos a su desarrollo personal, es más amplia que las visiones liberales y neoliberales, que suelen poner mucho énfasis en la “meritocracia”. La igualdad de oportunidades debe significar el más amplio acceso a la educación —sin restricciones de clase social, nivel económico, etnia, religión, origen nacional u otras condiciones y circunstancias— para dar a todos las mismas opciones de desarrollar sus propias capacidades. Por supuesto que esta concepción de la igualdad de oportunidades no puede desentenderse de las disparidades naturales ni de las diversas vocaciones de las personas, ni puede abandonar tampoco el imperativo social de confiar a los individuos más competentes el desempeño de las más relevantes tareas comunitarias. Partiendo del principio de que en la sociedad democrática existe un solo estatus —el de ciudadano— encuentra lícito atender la exigencia social de que los mejor preparados, más hondamente comprometidos y más honestos asuman las más altas responsabilidades de conducción social.

En todo caso, la igualdad básica parte de un sistema educativo abierto, eficiente, equitativo y democrático, que consagre una real igualdad de oportunidades como punto de partida para el desarrollo de las capacidades personales.

Tengo la impresión de que hoy, en esta materia como en otras, estamos caminando a contrapelo de la historia. Durante más de doscientos años, a partir de la Revolución Francesa, el mundo anduvo en búsqueda de la igualdad. Recordemos que la consigna de Francia, a fines del siglo XVIII, fue libertad, igualdad y fraternidad. Las ideas socialistas del siglo XIX reforzaron esa lucha. La igualdad se sobrepuso a la libertad como valor social. Se consideró que no podía haber libertad sin igualdad. Bajo la convicción de que la libertad de cada persona sólo se construye sobre una sólida y segura base económica, se procuró que todas las personas pudieran tenerla y en consecuencia se desplegaron grandes esfuerzos en la dirección de la justicia social. Fueron dos siglos de brega en pos de estos objetivos. Hoy en cambio y paradógicamente se lucha por la desigualdad. En forma abierta y franca. Toda la organización social de nuestros días no es más que un esfuerzo continuado para marcar las diferencias entre las personas.

El neoliberalismo capitalista de esta época, en lugar de combatir en favor de la igualdad social, busca deliberada y conscientemente acentuar los desniveles. El darwinismo económico que se ha implantado no tiene otro destino. El neoliberalismo cultiva las diferencias. Las fomenta. Las profundiza. Saca provecho de ellas. Las incorpora a sus promociones publicitarias. Lo podemos ver no sólo en su modelo económico, concentrador de la riqueza, sino también en las manifestaciones de la vida cotidiana: en el vestido de la gente, en su vivienda, en su automóvil, en los medios de transportación que usa, en los hoteles donde se hospeda. Todo está hábilmente montado no sólo para que las diferencias se agudicen sino además para que se las note, para que se las vea, para que se pongan en evidencia, para que los grupos humanos se distingan por la ropa “de marca” que llevan, por el barrio en el que viven, por el colegio en que educan a sus hijos, por el vehículo que conducen, por los hoteles a los que llegan, por los restaurantes en los que comen, por la “clase” en la que viajan, por las tarjetas de crédito que portan, por los clubes que frecuentan. En la sociedad de consumo las cosas están dispuestas de modo que la gente busque los privilegios y pague más por ellos. El pasajero “de primera” en el avión, en el barco o en el tren obtiene un tratamiento que tiende a diferenciarse cada vez más del que reciben los pasajeros comunes. Empieza por no hacer cola en los aeropuertos, puertos o estaciones. Tiene salas de espera exclusivas. Los asientos de la primera clase son más amplios, el respaldo tiene un ángulo mucho mayor de inclinación, la comida es diferente, la atención exquisita. Todo está hecho para que “se vean” las diferencias. Y la publicidad se encarga de magnificarlas a fin de que el pasajero común no piense sino en ser “de primera” la próxima vez.

En el vestido las diferencias son notables. La “marca”, colocada en la parte más visible de la prenda, se inventó precisamente para profundizarlas. Son diferencias destinadas a advertirse a primera vista. Por eso la marca va en el lugar más avistable de la ropa.

Todo lo cual ha dado lugar a una sociedad cada vez más estratificada en función del factor económico. Con mucha razón expresó el economista canadiense John Kenneth Galbraith (1908-2006), uno de los más importantes economistas del siglo XX en la línea keynesiana, en una entrevista al diario español “El País” el 21 de abril de 1996, que “la diferencia entre ricos y pobres es mayor al final del siglo que al principio”.

En estricto sentido de equidad social, el derecho de herencia consagrado por las leyes desde los tiempos del antiguo Derecho Romano conspira contra la igualdad de oportunidades. Los herederos de padres adinerados tienen ventajas en el punto de partida sobre los hijos de familias pobres. La herencia, sea por voluntad del testador o por disposición de la ley —ab intestato—, es un privilegio económico que no se justifica socialmente, puesto que genera un patrimonio no originado en el trabajo propio. La supresión de ella sería un camino hacia la redistribución periódica de la riqueza y hacia la conquista de mejores índices de igualdad.

Los hijos de hogares ricos tuvieron ya suficiente ventaja con la educación recibida, los cuidados médicos especiales, la alimentación, el entorno familiar, los viajes y, en general, con la alta calidad de vida recibida de sus padres, como para mantener el derecho de herencia que contribuye a profundizar aun más las disparidades.

El profesor inglés Anthony Giddens, en su libro La Tercera Vía (2000), sostiene que la acumulación de privilegios en las alturas sociales es un proceso imparable. Y lo dice con pena. Afirma que en los Estados Unidos, Inglaterra y los demás países desarrollados los aumentos de ingresos han beneficiado en las últimas décadas al 1% más rico de la población mientras que la renta real del 25% más pobre ha permanecido estacionada o ha crecido muy poco. Concluye que “la brecha entre los trabajadores mejor pagados y peor pagados es mayor de lo que ha sido durante al menos cincuenta años”.

Lo cual ha ensanchado la desigualdad en la distribución de la renta y de la riqueza en el mundo desarrollado. Según las estadísticas oficiales, los niveles más altos de desigualdad tienen los Estados Unidos, Israel, Italia y Australia, entre los países industriales, donde ha crecido en las últimas dos décadas el número de pobres bajo el alero de los aperturismos económicos, del >laissez faire y de la disminución de las competencias del Estado.

Hace doscientos años la gran meta del hombre era la igualdad. Hoy, en manos del neoliberalismo, estamos caminando en sentido contrario: hacia la promoción deliberada de la desigualdad. De la “desigualdad óptima”, como cínicamente la llama el economista alemán Ulrich Pfeiffer, a cuyo amparo puede darse, según él, la plena realización del individuo y de la sociedad. De acuerdo con el pensamiento neoliberal, es preciso emanciparse del igualitarismo infecundo y de las reacciones “envidiosas” ante la concentración del ingreso, puesto que ellos conspiran contra la creación de la riqueza social.

Por cierto que la igualdad se proyecta también hacia otros campos de la vida social. La exaltación de las diferencias, con propósitos políticos, se ha dirigido también hacia la raza, la religión y la cultura. El fin de la <guerra fría dio término a las guerras entre los Estados pero desató guerras dentro de los Estados por diferencias religiosas, étnicas y culturales. Muchos pueblos han sido desgarrados por este tipo de discriminación que es tanto o más irracional que la anterior. En algunos casos se ha tratado de pueblos distintos, con tradiciones culturales diferentes, que fueron aglutinados contra su voluntad bajo regímenes estatales muy rigurosos. Cuando esa “prótesis” política desapareció, como ocurrió con algunos de los países del bloque marxista e incluso con la misma Unión Soviética, afloraron con tremenda fuerza los rencores, odios y diferencias que se habían mantenido latentes durante mucho tiempo. Líderes irresponsables fomentaron esas desigualdades y lanzaron a los pueblos a luchas crudelísimas.

La incorporación de la informática a las faenas de la producción ha generado un ahondamiento de las diferencias entre los ingresos altos y los bajos, es decir, entre los ingresos que perciben los pequeños grupos altamente capacitados en el manejo de los nuevos software y los de los trabajadores no calificados. Esas diferencias fueron notables en el pasado y contra ellas lucharon denodadamente los líderes de la opinión progresista. Recuérdese la consigna distributiva de a cada quien según sus necesidades y de cada quien según sus capacidades. Pero ella es hoy parte del pasado y está olvidada por los diseñadores de la sociedad digital en que las distancias entre el nivel de ingresos de un ingeniero de software y los de un trabajador raso son astronómicas y lo serán aún más en el futuro.

Este es un asunto muy complejo. Temo que la <informática y la ingeniería biogenética, con sus portentosos avances científicos y tecnológicos, van a contribuir a la formación de sociedades extremadamente desiguales.

El desarrollo de la ciencia genética y de la biotecnología ha comenzado por plantear la cuestión filosófica, moral, teológica, jurídica y política de la clonación de seres humanos a partir de la posibilidad efectiva, probada con el experimento del Instituto Roslin en Edimburgo, de clonar mamíferos. Y con ello la humanidad ha quedado confrontada a la nueva realidad científica que es no solamente la factibilidad de recrear la vida al margen de lo que se ha considerado un proceso reproductivo normal sino también la posibilidad de romper la individualidad humana, o sea de engendrar “duplicados” de las personas.

El profesor norteamericano de origen japonés Michio Kaku, en sus afanes de vislumbrar los efectos que sobre la vida humana tendrán los avances científicos en el siglo XXI, afirma que la ciencia estará en posibilidad de curar las enfermedades hereditarias, frenar el envejecimiento, duplicar la esperanza de vida y manipular a discreción los genes humanos con ayuda de la ingeniería biogenética y de los ordenadores. Podrá formar seres humanos superdotados para las diversas áreas de la actividad privada y pública.

Se abrirá un mundo de posibilidades infinitas pero no exento de riesgos sociales porque los avances de la ingeniería genética bien pueden conducir hacia sociedades polarizadas y divididas ya no por razones de riqueza, etnia o educación, como en el pasado y en el presente, sino por la calidad de los genes de las personas. Según la “prognosis” diseñada por el profesor de biología molecular, ecología y biología evolutiva de la Universidad de Princeton, Lee M. Silver, en su libro “Vuelta al Edén”, habrá en el futuro más o menos cercano dos clases de genes humanos: los genes enriquecidos —a los que llama “genricos”— y los genes naturales. Los primeros darán a las personas ventajas enormes en su capacidad física y mental. Harán de ellas seres superdotados: más sanos, inteligentes y vitales que los demás. Pero como por razones económicas esos genes sólo estarán al alcance de la gente adinerada, puesto que serán genes producidos en laboratorio, la distancia entre sus portadores y los individuos normales se marcará cada vez más en perjuicio de estos últimos. Y es probable que se forme una sociedad completamente polarizada, en la cual el gobierno, la economía, las finanzas, la administración pública y privada, los medios de comunicación, los mandos militares y, en general, todos los instrumentos de dominación social estén controlados por los miembros de la clase genéticamente mejorada, bajo cuyas órdenes trabajará la clase genéticamente inferior en el desempeño de tareas de baja productividad y de exiguas remuneraciones.

De modo que, a la amplia gama de desigualdades sociales que han gravitado tan larga y pesadamente sobre los destinos del hombre, se agregará la desigualdad genética que, a su vez, será el origen de nuevas, radicales y profundas disparidades entre los seres humanos.

Esta podría ser una posibilidad cierta en el futuro si el desfase entre los avances de la ciencia y los progresos de la moralidad humana sigue creciendo como hasta ahora.

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