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Hobbes no conocía a los lobos

Thomas Hobbes, filósofo, dibujo de Marisol Calés.

La política no debería ser la defensa de los intereses personales, sino el cuidado del hábitat

Vivimos en una cultura que premia el gusto y las opiniones personales. Una estrategia eficaz para el mercado, pero nefasta para la política

La dialéctica era, en la Grecia clásica, el método con el que se pretendía llegar mediante la palabra (dia-logos) a conclusiones lógicas y convincentes. Con el tiempo, sin embargo, la dialéctica se volvió mercenaria. Su fin ya no fue llegar a conclusiones “universales” —y entendamos el término no en el orden de las verdades, sino en el de la necesidad—, sino lograr una victoria. Con ello, no sólo suplantaba a la retórica, sino que dejaba atrás el campo de la discusión —una modalidad tardía, moderna, del diálogo— para convertirse en debate.

La palabra “discusión” proviene del verbo discutere, que significa sacudir algo y separarlo en distintos fragmentos para poder examinarlo. Así es como entendía Leibniz el análisis racional: separar algo en sus distintas partes para así comprenderlo y luego volver a unir las piezas. La razón parece que sea incapaz de ver las cosas en su conjunto sin antes haberlas diseccionado, y a falta de aquella otra manera de comprender que hemos olvidado, esta no parecía del todo mala. La palabra “debate”, en cambio, proviene del verbo battuere, que significa golpear, por lo que un debate es un combate. Nada que ver, por tanto, con la racionalidad.

Y si cuando el diálogo se transforma en discusión, y el objeto en cuestión —en este caso, el cuerpo social— se pone sobre la mesa, lo que tenemos es un cadáver del que se nos entrega el resultado de la autopsia, cuando la discusión se convierte en debate, lo que tenemos es la jauría disputándose los miembros del cadáver. Ni lo uno ni lo otro resulta evidentemente útil para la vida del organismo múltiple y plural de las sociedades actuales.

No está de más recordar que la guerra de todos contra todos, de la que los debates políticos (lo de político aquí es un eufemismo) son la fiel representación, es el legado que nos dejaron los pueblos patriarcales que invadieron la vieja Europa hace varios milenios. La rapiña, la colonización, el imperialismo, la esclavitud, la expoliación, son las formas del ansia que caracteriza a las sociedades guerreras. La economía de producción (y el valor que le otorga a la ganancia) no es sino la versión moderna de la cultura del ansia y su legitimación.

La guerra de todos contra todos no tiene por qué seguir siendo la norma. La incapacidad para el diálogo y el pacto es un claro síntoma de la decadencia de la ideología de producción. Señal de que este sistema está tocando fondo. Necesitamos un cambio de paradigma. No será fácil, sin duda, habida cuenta de que, lamentablemente, no somos lobos. Está claro que Hobbes conocía mal a los lobos. De conocerlos habría sabido que, a diferencia de la nuestra, su especie nunca actúa rompiendo el equilibrio del ecosistema al que pertenecen. El hambre es natural, pero el ansia no, el ansia es mental, como el odio o las ideas que formulamos como gustos y opiniones. Y lo mental tiene tendencia a extralimitarse.

Vivimos en una cultura que premia el gusto y las opiniones personales. Una estrategia eficaz para el mercado, pero nefasta para la política. Pues esta no es, o no debería ser, la defensa de los intereses personales, sino el cuidado del hábitat. Y no porque los intereses personales de una mayoría coincidan serán por ello menos privados de sentido común: comunitario. ¿Seremos alguna vez capaces de ver este mundo como una totalidad orgánica pluridimensional y actuar en consecuencia?

Cuando el recuento de votos equivale al recuento de gustos y opiniones más ganan lo que más agrada y los que menos piensan. La política, entonces, se convierte en pantomima, lo que debería ser diálogo en simple pugilato, y el sistema electoral en un juego de apuestas que ni siquiera contribuye, como la lotería nacional, a revitalizar las arcas públicas, sino que las reduce considerablemente. Y mientras nos entretenemos con la farsa, el planeta se va a la deriva, las selvas arden, los hielos se derriten y todo lo importante para la vida se nos pierde.

Y no nos engañemos, daría lo mismo que en vez de cinco varones fuesen cinco mujeres las que ocupasen esta vez el estrado: mientras los valores y el sistema sigan siendo los que son, el resultado será el mismo. Necesitamos con urgencia una transformación estructural que dé paso a una sociedad orgánica no patriarcal y haga viable una nueva economía de subsistencia global basada no en el interés ni en la competencia, sino en el cuidado y el respeto a todo lo que vive. El cuerpo social está adoptando nuevas formas, formas híbridas, complejas, a las que no se adaptan los antiguos presupuestos, los antiguos valores, las antiguas jerarquías y sus modos de gobernar. Sobran intereses, sin duda, pero no faltan ideas. Y por muy debilitados que estemos por los seriales de los noticiarios y el atractivo de las apuestas, tal vez encontremos la manera, entre todo este ruido, de volver a hallar, muy dentro de nosotros, esa antigua resistencia que de niños nos hacía sentir libres y capaces de rediseñar el mundo.

Chantal Maillard es escritora.

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