Cuando una institución tiene fuerza social, política, económica, toda palabra que se emite se convierte en instrumento de poder, es decir, un discurso que tiene la capacidad de modificar unilateralmente todos los demás. Y cuando nos referimos a la iglesia católica, la palabra es su arma más poderosa, en tanto que el discurso, sea verdadero o sesga-do, importa en la medida en que sea inapelable ante la concien-cia de sus fieles.
Cuando hablamos de “sana laicidad” o solo de “laicidad”, inmediatamente viene a la mente una misma idea o respuesta, ya que a la palabra laicidad se le agrega una adjetivación, para definirla como “buena” o como algo que encierra una “buena intención”. Pero cuando analizamos el discurso completo, em-pezamos a reconocer que ambos conceptos son muy disímiles uno de otro.
La ortodoxia clerical siempre se preocupó de enseñar que la “sana laicidad” es lo que los Estados occidentales deben practi-car, a diferencia de una laicidad a secas, o incluso del laicismo. Más aún, la Iglesia remarcó que la “Sana Laicidad” es equiva-lente al mutuo respeto entre la Iglesia y el Estado, fundamen-tado en la autonomía de cada parte, mientras que el “Laicismo” es igual a una actitud de hostilidad o indiferencia contra la religión. Cuántas veces habremos escuchado, en boca de los defensores del entrometimiento de la Iglesia en las cuestiones públicas de un Estado, que es necesario un Estado-Iglesia, “sanamente secularizado”, donde el primero no deber negarse a la idea de que el individuo encuentra su último fundamento en la religión y que, por lo tanto, los asuntos públicos (la educa-ción, la cultura, las cuestiones jurídicas y legislativas, etc.) deben tener también como último filtro la moral religiosa.
En diferentes discursos, tanto Juan Pablo II como Benedic-to XVI dijeron que: “…en el ámbito social se va difundiendo tam-bién una mentalidad inspirada en el laicismo, ideología que lleva gradualmente, de forma más o menos consciente, a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública…” (Juan Pablo II, discurso del 24 de enero de 2005, subrayado nuestro) y que (…) "…Es legítima una sana laicidad del Estado en virtud de la cual las realidades temporales se rigen según las normas que les son propias, pero sin excluir las refe-rencias éticas que encuentran su último fundamento en la religión…” (24 de junio de 2005, discurso de Benedicto XVI en Palacio del Quirinal, subrayado nuestro).
Benedicto XVI, en su discurso dirigido a los juristas católi-cos el 9 de diciembre de 2006, argumentó que “la "sana laici-dad" implica que el Estado no considere la religión como un simple sentimiento individual, que se podría confinar al ámbito privado. Al contrario, la religión, al estar organizada también en estructuras visibles, como sucede con la Iglesia, se ha de reconocer como presencia comunitaria pública. Esto supone, además, que a cada confesión reli-giosa se le garantice el libre ejercicio de las actividades de culto -espirituales, culturales, educativas y caritativas- de la comunidad de los creyentes…”. “…Tampoco es signo de sana laicidad negar a la comunidad cristiana, y a quienes la representan legítimamente, el derecho de pronunciarse sobre los problemas morales que hoy interpe-lan la conciencia de todos los seres humanos, en particular de los legisladores y de los juristas. En efecto, no se trata de injerencia inde-bida de la Iglesia en la actividad legislativa, propia y exclusiva del Estado, sino de la afirmación y de la defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad. Estos valores, antes de ser cristianos, son humanos; por eso ante ellos no puede quedar indiferente y silenciosa la Iglesia, que tiene el deber de proclamar con firmeza la verdad sobre el hombre y sobre su des-tino”. Sin caer en prejuzgamientos, cuando el Papa Francisco en su discurso en Río de Janeiro habló sobre los beneficios de la laicidad de los Estados, ¿podemos pensar, acaso, que se apartó de la línea de pensamiento de sus antecesores? ¿O, en realidad, sigue fomentando la injerencia de la religión en los registros públicos de los Estados soberanos y en sus diversas formas?
Esta visión relativista de lo que para la iglesia católica sig-nifica “sana laicidad” –en contraposición con el concepto de laicismo- encierra cuestiones filosóficas, políticas, morales e incluso psicológicas que son largas de explicar. La manera más fácil de entender la diferencia es a través de las formas mani-fiestas que asumen una y otra.
Cuando en las escuelas públicas, el dictado de la materia re-ligión se impone como “necesaria”, porque se asume que la ética y la moral de los niños y adolescentes deben quedar en manos de la iglesia católica y, al mismo tiempo, el Estado subvenciona centros privados que forman catequistas, estamos frente a la “sana laicidad” que propicia la Iglesia.
Sin embargo, cuando se retiran todos los símbolos religio-sos de las instituciones públicas y se dictan fallos judiciales que protegen la libertad de conciencia y la privacidad de las perso-nas, así como los derechos de minorías religiosas y étnicas, o que impiden la discriminación que ejercen aquellas personas que practican una confesión frente a otras que son aconfesiona-les, la iglesia entiende esto como un atropello laicista irracio-nal, que atenta contra la tradiciones espirituales de un pueblo mayoritariamente católico.
Cuando un Estado legisla en forma independiente, pero lo hace guiado por la “moral católica”, es un Estado practicante de la “sana laicidad”; pero si, por el contrario, un gobierno aprueba leyes contrarias a los dogmas morales católicos (matrimonio igualitario, educación sexual, aborto, igualdad de género o eutanasia, por citar algunos ejemplos), la iglesia asumiría esto como un caso de laicidad radical, extremista e inmoral.
Si existiera una total libertad de culto, pero el patrimonio de la iglesia católica gozara de un régimen fiscal privilegiado, estaríamos construyendo un Estado de “sana laicidad”. Pero si el Estado llegase a eliminar algunos de los privilegios de los que goza actualmente, estaríamos frente a un Estado laicista recalcitrante… Y los ejemplos son vastos, pero creemos que con los enumerados queda bien contrastada la diferencia.
Más aún: inserto en este juego de la sana o buena laicidad contrapuesta a aquella otra, la aberrante y hostil contra la reli-gión, se esconde una cuestión de histeria clerical, más propia del diván de psicoanálisis que de un debate académico, que se exte-rioriza cuando la Iglesia odia la laicidad a secas (o el laicismo) y ama esa otra laicidad que encuentra en la fe su último fundamento. ¿O cómo se explica, si no es a través de la psicología, que la Iglesia “ame” todo aquello que “odia” en realidad? ¿O “ama” solo aquello que ve desde su propia lupa – dígase mejor, conve-niencia- distorsionando las palabras y, en definitiva, el discurso que baja a sus fieles?
Laicidad “sana”, “buena”, “moderada”, o como la quieran llamar los intérpretes religiosos, la idea que subyace es una sola, y no merece más que una sola definición: el Laicismo es, simplemente, una forma de vida, es pensar en una sociedad libre, equitativa y soberana. Prescindir de cualquier proselitismo religioso es el objetivo, donde el ejercicio permanente de respe-to y tolerancia hacia todas las confesiones implique una convi-vencia pacífica de todas ellas, construyendo de esta forma una sociedad pluralista e inclusiva. Una sociedad en la que la razón prime sobre lo sobrenatural.
Desacralizar la ética, la moral, la política y el derecho es la cuestión fundamental. Sin dudas la tarea es ardua, más aún cuando la Iglesia se ocupó en construir una falsa laicidad, re-vestida de dos mil años de influencia judeocristiana.
Cualquier otra interpretación es pretender confundir con una velada versión que atenta contra el verdadero espíritu laico de la Ilustración y deja al descubierto las intenciones del Vati-cano de sostener su injerencia en los asuntos públicos de los Estados libres e independientes.
Por lo tanto, atentos al discurso y al poder de la palabra, es mejor hablar solo de laicismo, porque así solo –sin aditamentos engañosos- queda bien, y así solo, sin ninguna adjetivación, es mejor practicarlo. λ
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