Hasta este viernes se hacía llamar Abu Bakr al Bagdadi. Desde que ese día apareció en el púlpito ('minbar', según la nomenclatura usada entre los musulmanes) de la Gran Mezquita de Mosul, rigurosamente vestido de negro, para dirigir la oración, es el autodenominado califa Ibrahim. El líder del Estado Islámico o IS, en sus siglas en inglés, antiguo ISIS, cuando acumulaba en el nombre la referencia a Irak y Siria. Que uno y otra hayan quedado amortizados como señas de identidad particular deja bien claro que lo que se ponía de largo en el acto de marras es algo que va más allá de las fronteras, ya sean naturales o dibujadas por la mano de Occidente, como ocurre con las que delimitan hoy esos dos estados, fruto de una oscura componenda franco-británica de la que pronto se cumplirá un siglo.
Al Bagdadi, o Ibrahim, se designa a sí mismo califa y reclama la obediencia de todos los musulmanes que crean en la yihad, a los que señala la obligación de acudir al territorio del califato para ponerse a sus órdenes. Los destinatarios de esa llamada están repartidos a lo largo y ancho del mundo, y lo peor del caso es que van a acudir. Mejor dicho: ya han acudido y están acudiendo. Desde Francia, España, Gran Bretaña, incluso los Estados Unidos de América. Esa misma semana lo decía uno de ellos, británico de origen, en un vídeo difundido en redes yihadistas: la guerra santa es la cura contra la depresión. No se trata de una boutade, ni mucho menos. Identificar un enemigo irreconciliable, y concentrar todas las energías en combatirlo, dispara la adrenalina y procura la catarsis. Esa que tantos musulmanes, desde los países donde nacieron o aquellos a los que emigraron, ellos o sus ancestros, necesitan y buscan.
Uno ve a Al Bagdadi, flamante califa, con esa barba oscura y esas ropas tétricas predicando el odio y la conquista del mundo para someterlo a la ley del Islam y tiene la tentación inmediata de achacarle a la fe que esgrime los males que la existencia de ese tipo, y de su organización armada, han causado y causarán. A esa cómoda inercia, lo confiese o no, se abandona la mayoría de los ciudadanos occidentales, que ha descubierto en la ecuación entre Islam y fanatismo una sencilla herramienta para descifrar el mundo convulso en que nos toca vivir. Tan sencilla, habrá que anotarlo, como inútil y hasta contraproducente, si se tiene en cuenta que los musulmanes son ya 1.200 millones de personas, y subiendo de manera rápida y sostenida.
Quienes conocen que dentro de la cultura islámica hay variedad de sensibilidades, y que no todas pasan por el exterminio del infiel, aun sin poder dejar de constatar que el Corán da algún pie para las pretensiones del califa Ibrahim (como la Biblia, dicho sea de paso, justifica antiguas matanzas y sirvió de argumento para no pocas consumadas tras su redacción), no pueden por menos que pensar cómo ha llegado este hombre a presentarse ante el mundo con tales ambiciones. Y lo que es todavía peor: a hacerlo pisando firme el terreno conquistado por sus milicianos, frente a los que huyen ejércitos mejor pertrechados y apoyados por la mayor superpotencia mundial.
Más que el libro sagrado que invoca, más que su carisma o que la fe de sus seguidores, Al Bagdadi se apoya en un inabarcable memorial de agravios. Desde aquellos acuerdos Sykes-Picot que repartieron Oriente Medio en 1916, hasta los ataques de los drones que volatilizan casas y aldeas con niños dentro, pasando por ese pasaporte europeo que es papel mojado en el bolsillo de aquellos cuyo nombre los señala como creyentes en Alá (salvo que jueguen al fútbol). Con esos mimbres de resentimiento, y una mínima habilidad para manipular la frustración ajena, se puede hacer mucho. Sin ir más lejos, un califa.
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