Un libro aborda la construcción, impacto y significado de las cruces y monumentos levantados por todo el país tras la guerra civil como uno de los mitos fundacionales de la dictadura franquista
Desde que en Georges Mosse explicara en Fallen Soldiers el mito de la experiencia de guerra en la memoria de los dos grandes conflictos mundiales, la visión de la guerra civil española, producto híbrido de ambos, no ha dejado de cambiar.Sobre todo a través del estudio de pequeños detalles y de elementos de la vida cotidiana. Los objetos y los hechos más rutinarios y del día a día son, al final, los que inconscientemente nos ayudan a construir nuestra visión del mundo; manipulados para enmascarar la violencia, habilidad máxima del nacionalsocialismo, tendremos a toda una sociedad bajo control. Ya desde el comienzo de la guerra, la muerte fue un elemento clave para generar una nueva comunidad, la de los “caídos por Dios y por España”. Puntal clave para delimitar la “auténtica” nación, separaba expresamente a los buenos de los malos españoles. Una operación cristalizada desde muy temprano en la construcción de los monumentos a los caídos, de participación popular pero controlada, de principio a fin, por las autoridades rebeldes. Poco a poco, fueron llamados a ser “conjuntos monumentales nacionales”: a través de la honra y recuerdo de los caídos, terminaron definiendo y ensalzando la propia figura política de Franco. La memoria de la guerra fue así absorbida por la de la Cruzada, un elemento que no tuvieron nunca ni Hitler ni Mussolini, como máxima expresión del nacionalcatolicismo.
A pesar de la importancia del tema, no existía un estudio monográfico sobre su construcción, impacto y significado. En Cruces de memoria y olvido. Los monumentos a los caídos de la guerra civil española (1936-2021), Miguel Ángel del Arco recoge el guante a través de un libro de historia que muestra la utilización de estos monumentos en la reconstrucción del nacionalismo español, separándose del programa nacionalización de masas europeo por las que el franquismo no mostró nunca devoción alguna. El golpe detuvo el tiempo y sirvió para restaurar el viejo orden tradicional de las cosas, para mejorar la Restauración con militares e intelectuales con experiencia en la dictadura de Primo de Rivera.El viejo general se empeñó en acercar la playa a su ciudad natal, Jerez, en llevar el ferrocarril a lugares que no habían visto el vapor y menos aún estaciones de estilo neomudéjar, símbolo de su pretendida modernización autoritaria. El franquismo, sin embargo, utilizó la guerra civil para paralizar e invertir el sentido de todo programa de cambio y reforma. En su lugar, potenció recuerdos compartidos a través de enemigos comunes que encarnaban también su falta del proyecto político: el comunismo, la democracia, el liberalismo y la Republica, en definitiva, la antiEspaña. La memoria de la guerra sufrió así una integración negativa cuyo reverso se proyectó en un gigantesco programa constructivo que ha llegado hasta nuestros días, un excelente objeto de estudio para comprender nuestra propia evolución histórica y social.
Todas las capitales de provincia y pueblos importantes tenían uno. En las grandes ciudades ocuparon el centro y los nuevos espacios de la geografía herida de la posguerra. Empezaron a recibir ataques muchos años después, en la recta final del franquismo, mostrando el deseo, tantas veces repetido, de terminar con una época derribando sus símbolos. Han sobrevivido, vandalizados, pintados y retocadas pero también han sido restaurados y cuidados como parte de un pasado idealizado, de un conjunto sagrado. Las cruces y los monumentos de los caídos por Dios y por España, transmiten aún la fuerza de uno de los principales mitos fundacionales de la dictadura franquista, que se mantuvo operativo gracias a una empresa de construcción funeraria que ni siquiera el desarrollismo pudo desalojar.
Las élites culturales franquistas grabaron en granito su mentalidad y todo lo que la guerra supuso para ellos. Crearon un lenguaje, un estilo y unos elementos que asumiría el Estado como propios e innegociables. El trabajo de archivo sobre los monumentos pone al descubierto sus redes, de abajo arriba, de los ayuntamientos a las diputaciones, pero sobre todo muestra el conflicto entre la propia administración franquista y el partido único. Fueron disputados por la Dirección General de Bellas Artes, que planificaba y mantenía el diseño, y la Secretaría General del Movimiento que controlaba los ceremoniales, insertando los monumentos en el nuevo calendario festivo del régimen. Su mejor síntesis fue el Valle de los Caídos, concebido como el monumento nacional a los caídos por la dictadura, mediante un plan iconográfico que representaba todos sus elementos corales: lo rural, lo sagrado y lo militar. Un monumento principal que buscaba conectar su origen con el pasado imperial, con Felipe II y el Escorial. El Caudillo era el continuador de su obra. De modo que Muguruza, su arquitecto, no pudo proyectar todas las grandes explanadas para la escenografía de masas que había estudiado en la Alemania nazi y tuvo que centrarse, junto con el escultor Juan de Ábalos, en representar la idea de Cruzada “para los caídos por Dios y por España”, junto con la del castigo redentor para los vencidos. Inaugurado en 1959, el reflejo de las dos Españas volvía a emerger con fuerza dos décadas después del término de la guerra, un tiempo lento y de sufrimiento para los perdedores en el que la vida continuaba abriéndose paso, en el que la sociedad española cada vez se parecía menos a la salida de la guerra.
Los monumentos hablan también de los esfuerzos del franquismo por luchar contra el olvido, por mantener vivo su relato de la guerra civil. A partir de la década de 1960, entraron en declive, al mismo tiempo que aparecían otras memorias distintas de la guerra. Tras la constitución de los primeros ayuntamientos democráticos en 1979, muchos fueron remodelados o trasladados. La cuestión de las cruces ha sido más problemática y muestra la indecisión y las dificultades de los gobiernos democráticos por terminar con esta memoria oficial de la guerra. Construida y ensalzada para la propia dictadura, a través del recuerdo de solo una parte de los combatientes, sigue siendo testigo de su modelo de reconciliación. Una memoria oficial excluyente, basada en un mito que había dejado de funcionar, resucitado por la polarización política que arrastra el pasado y la historia al centro de una guerra cultural sin cuartel.
Cruces de memoria y olvido. Los monumentos a los caídos de la guerra civil española (1936-2021), Miguel Ángel del Arco. Crítica, 2022. 456 páginas, 24,90 euros.
Gutmaro Gómez Bravo es profesor titular de Historia contemporánea en la Universidad Complutense y director del Grupo de Investigación Complutense de la Guerra Civil y el Franquismo (Gigefra).