Y no sé si es consciente, o no, la falacia lingüística que leí hace unos días expresada por el portavoz de los obispos españoles, cuando afirmó, en una rueda de prensa, que la Iglesia española “nunca ha dado ninguna directiva a ningún gobierno”. Tal afirmación es errónea y falaz si miramos mínimamente y con atención la realidad. Y no es necesario mucho esfuerzo, sino simplemente acudir a la prensa diaria o a las hemerotecas. De hecho, a sólo unas horas de esas declaraciones, el presidente de la Conferencia Episcopal daba directrices al nuevo gobierno para restablecer la obligatoriedad de la religión en el sistema educativo. Es decir, donde dije “digo”, digo “Diego”.
Ha sido más que evidente, durante los siete años de gobierno de Zapatero, la enconada ofensiva de la Iglesia Católica contra cualquier medida progresista y de defensa de los derechos ciudadanos. Baste recordar su oposición beligerante contra la enseñanza de los Derechos Humanos en los centros educativos, contra la reforma de la Ley del aborto, contra la legalización de uniones de personas del mismo sexo. Baste recordar sus macro-manifestaciones en la Plaza de Colón a favor de su concepción monolítica de la familia, alejada de la diversidad humana y social, o los mensajes radicales que se vertían, y aún se vierten, desde los medios de comunicación de su propiedad, o sus constantes mensajes demonizadores contra Zapatero, o sus arengas acaloradas contra todo lo que oliera a avance democrático.
Baste recordar su reciente apoyo público al grupo político que sigue sus directrices, o sus recomendaciones de voto a los ciudadanos al partido de la derecha neoliberal que, según parece, actúa en alianza íntima con sus intereses, y no sólo, por cierto, desde el terreno de lo trascendente. Baste recordar las numerosas prebendas políticas y económicas con que la Iglesia es favorecida donde el PP gobierna, así como las más que generosas donaciones que recibe para la financiación de centros de enseñanza religiosos, o su constante infiltración, mediante miembros pertenecientes a organizaciones religiosas integristas, en ámbitos y en instituciones públicas, algunas de importancia determinante en el devenir político y social del país.
Centrándonos solamente en la actualidad política nacional, y sin entrar a profundizar en épocas precedentes, la injerencia de la religión en la política española es pública y notoria. No sólo los miembros de la jerarquía de la Iglesia dan directivas a los gobiernos, sino, además, para ello a veces emplean métodos coercitivos cuya ética democrática es más que cuestionable. Probablemente, dada la evidente afinidad y la complicidad del gobierno entrante con las directrices de la jerarquía católica, es de suponer que los obispos no necesitarán muchas maniobras de presión con el nuevo ejecutivo. Probablemente “todo quedará en casa”.
Es importante, en consecuencia, que por parte de los ciudadanos, de los políticos decentes y de las fuerzas sociales se siga reivindicando uno de los grandes bastiones de toda democracia: la separación de los poderes Iglesia y Estado. Si una democracia no es laica, no es democracia. Porque la democracia se sostiene en base al respeto al pluralismo y a la diversidad política, social y cultural. No existe en esa reivindicación ningún atisbo de oposición al hecho religioso, sino al contrario. Se trata simplemente de que el hecho religioso permanezca en el ámbito de lo privado, y el hecho político en el ámbito de lo público. Porque todo lo concerniente a la espiritualidad nada tiene que ver con cuestiones como poder, riqueza o dinero. Ya lo decía Platón e, incluso, aparece reflejado en los textos bíblicos.
Coral Bravo es Doctora en Filología