El fundamentalismo proviene, se genera, se nutre y se manifiesta únicamente desde el terreno de lo religioso. De hecho, el propio vocablo nació a principios del siglo XX con el objeto de definir a los cristianos integristas y reaccionarios que pretendían, basándose en la supuesta infalibilidad de la Biblia , frenar las corrientes democratizadoras que empezaban a brotar en Norteamérica.
Las religiones monoteístas generan personas fundamentalistas, intolerantes y excluyentes; sencillamente porque todo ideario religioso considera a quien no siga sus dogmas un enemigo a evitar o a batir. La historia está llena de evidencias al respecto, desde guerras y cruzadas hasta una constante persecución secular en Occidente a los llamados “blasfemos” o “herejes”, cuya culpa era simplemente pensar de otro modo, y cuyo castigo imponía el miedo social a la libre expresión y vetaba el librepensamiento.
Todo ideario religioso, tanto desde posturas de base o tanto desde estadios integristas, conlleva el gérmen del fundamentalismo en su propia entidad porque promulga su “verdad” como la única, porque integra en sus argumentarios la negación de cualquier otra “verdad” como válida o respetable, y porque considera a toda persona ajena a sus prédicas como un transgresor, malhechor y merecedor del castigo divino.
Lo cual no quiere decir que todas las personas religiosas sean fundamentalistas; muy al contrario, y me consta, muchas de ellas son personas tolerantes y bondadosas. Al igual que no todos los que se exponen al ruido excesivo acaban sordos, ni todos los que se exponen a tóxicos se intoxican, muchas personas atraídas por los mensajes supuestamente salvíficos y benefactores son capaces de conservar su espíritu tolerante, a pesar de exponerse a doctrinas que promueven la irracionalidad y la intolerancia.
Aliados al neoliberalismo, los fundamentalismos han ido ganando espacio en las sociedades occidentales en las últimas décadas. La voracidad neoliberal, cuyos propósitos sólo son posibles cercenando los valores democráticos, encuentran en las religiones la fuente idónea de irracionalidad social necesaria para desgastar los cimientos democráticos y sociales. De tal manera, llevamos años en las democracias occidentales percibiendo cómo los integrismos y radicalismos ideológicos, religiosos y políticos van ocupando espacios e imponiéndose sobre los ámbitos democráticos.
Andre Breivik, un fundamentalista cristiano, ha hecho realidad las ideas que sostiene su ideario de extrema derecha. Ha acabado con un grupo de jóvenes progresistas, pretendiendo exterminar una generación de ciudadanos que creen en la democracia, en el pluralismo intercultural y que practican la tolerancia; todo un peligro letal para quien basa sus creencias en ideas de superioridad, de desprecio a los que no se adhieren a sus ideas fascistas y patrias, de hiperexaltación de lo propio y de repudio a los diferentes.
El científico y escéptico Richard Dawkins, tras los atentados fundamentalistas del 11 de septiembre de 2001, advertía en unas declaraciones que la fe revelada no es una nadería inofensiva, sino algo letalmente peligroso para el mundo, porque le da a la gente una seguridad ciega en sus propias convicciones, porque puede ofrecer el falso coraje de matarse a uno mismo y elimina, por tanto, las barreras morales para matar a otros; porque inculca enemistad y odio hacia otras personas simplemente por no seguir las mismas tradiciones heredadas. La matanza en Noruega es otro claro ejemplo del auge de los fundamentalismos, de sus terribles corolarios ideológicos, y de sus espantosas consecuencias.
Coral Bravo es Doctora en Filología