El primer ministro francés, Manuel Valls, reflejaba en una entrevista reciente cómo su país se interrogaba por el lugar del islam en la sociedad francesa. Expresaba su deseo de que la sociedad francesa pudiera demostrar que el islam es compatible con la laicidad y la democracia. El ministro pedía a la sociedad francesa que lograra algo que el islam todavía no ha conseguido hacer por sí mismo: mostrar que el binomio islam-laicidad es factible, conseguir integrar la laicidad en su visión del mundo.
El islam lleva implicado en esta tarea desde el siglo XIX, cuando tuvo sus primeros contactos con la Francia napoleónica, conoció las ideas de la Ilustración y trató de integrarlas en la islamicidad, pero todavía no ha encontrado la solución. Es más, la mayoría de los acontecimientos actuales relacionados con él son consecuencia de la crisis de identidad que este proceso ha abierto en su ser y que le provoca una tensión desgarradora. A primera vista parece que el islam en sí mismo es laico, es una religión sin Iglesia, sin clero, sin jerarquía, sin sínodos ni concilios, ¿por qué, entonces, se resiste a la separación entre el Estado y la religión?
¿Cuántos países son oficialmente islámicos de aquellos cuya religión mayoritaria es el islam? Más bien, pocos. El tunecino Hamadi Redissi, profesor de Derecho y Ciencias Políticas en Túnez, en su libro La tragedia del islam moderno aporta una respuesta: la laicidad islámica es, en realidad, «una monarquía constitucional» en la que el islam reina y el Estado gobierna. Clasifica estos países en cuatro clases: los que se reconocen islámicos, los que declaran que la religión del Estado es el islam, los que guardan silencio sobre su islamicidad, pero constitucionalizan la sharia y los explícitamente laicos (únicamente Turquía).
Todos ellos comparten una constante, la estatización del dominio religioso porque todos cuentan con departamentos para supervisar el islam, el personal religioso tiene la categoría de funcionariado y en la justicia, a pesar de estar generalmente secularizada, prevalecen los principios de la sharia.
Este concepto junto con otros que la modernidad europea le mostró (la democracia, la tolerancia, la ciudadanía o el pluralismo) y que ha tratado de asumir, le provocaron una crisis de identidad que todavía perdura. Se habla de que el islam tiene muchas caras, la fundamentalista, la tolerante, la política, la religiosa (el propio Manuel Valls decía que quiere ayudar al 99% de los musulmanes franceses que viven un islam tranquilo y respetuoso) e incluso los propios musulmanes no se ponen de acuerdo acerca de lo que el islam recomienda o desaprueba con rotundidad.
Todo ello, síntomas de que su choque con la modernidad le ha hecho saltar por los aires. Para Hamadi Redissi, tiene muchas caras porque ahora no tiene ninguna propia, ha quedado reducido a astillas que cada uno reúne para su propio provecho. Se debate entre la fascinación avergonzada por el modelo occidental y el temor definitivo por el hundimiento de sus propios valores que parecen incompatibles con este modelo.
Por ahora, la laicidad del Estado islámico es solo aparente y la auto-denominación del Estado Islámico como tal es un guiño a la laicidad, es la negación intencionada de la posibilidad de laicizar el islam. ¿Se vislumbra alguna solución? Que esta crisis le sirva para descubrir si en el verdadero islam tiene cabida la modernidad. Si la respuesta es positiva, lo demuestre la sociedad francesa o la tunecina, islam y laicidad serán por fin compatibles. Si es negativa, habrá que admitir sin más que el verdadero islam da al César lo que hay que dar a Dios, que el Estado laico sólo gobierna y cede la corona al islam, y que los Estados seguirán siendo islámicos o Islámicos explícita o tácitamente.