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Feminismo y laicismo: «El gueto teocrático. Islamismo y laicismo en Europa», por Mimunt Hamido

Todas las religiones –al menos las monoteístas que tenemos el placer de conocer en el ámbito del Mediterráneo– imponen al creyente un conjunto de valores y actitudes justificados como voluntad divina y, por lo tanto, blindados contra todo debate. Pero mientras poco caso se hace desde los púlpitos a la vulneración de mandamientos del tipo No matarás hay un campo en el que los teólogos han perseguido siempre con dureza todo atisbo de insubordinación: el de las normas sexuales. Y en concreto, las impuestas a la mujer.

En el ámbito de la moral sexual, prácticamente no hay diferencias entre judaísmo, cristianismo e islam, si atendemos a las Escrituras. En lo que sí se diferencian mucho las tres religiones es en la cuota de poder de la que disponen hoy día para imponer sus normas a la población. Desde la Revolución Francesa de 1789, la Iglesia ha perdido su posición como autoridad legisladora. Y este proceso de secularización política es algo que queda pendiente en gran parte de los países de mayoría islámica –Turquía es una honrosa excepción– y especialmente en el llamado mundo árabe.

En este llamado mundo árabe, con la excepción de Líbano y Siria, todos los países proclaman el islam religión del Estado en su Constitución. Esto implica que el ciudadano es por definición musulmán, salvo si pertenece a una minoría religiosa conocida, como la judía en Marruecos, o la cristiana copta en Egipto. La noción de religión (islam) se confunde así con la de ciudadanía: se nace musulmán, se muere musulmán. El derecho a la apostasía no existe: incluso en los países que no la tipifican como delito, simplemente no se contempla que un ciudadano nacido musulmán pueda dejar de serlo. Puede pecar, puede incumplir los preceptos de la fe, pero no puede renunciar a la fe. Y siempre le serán aplicables las leyes dirigidas a la población musulmana.

Un ejemplo que lo ilustra: el artículo 222 del código penal marroquí castiga con seis meses de cárcel a cualquiera que «conocido notoriamente por su pertenencia a la religión musulmana» coma en público durante el ayuno de Ramadán (salvo si es exento según las normas). En la práctica significa que ningún marroquí, salvo si es judío, puede comer en público en su país en Ramadán: la pertenencia al islam es notoria por el hecho de ser ciudadano. Proclamarse ateo en público puede no perseguirse, según el clima político del momento, pero tampoco aceptarse. Y a menudo sí se persigue invocando el artículo que prohíbe «sacudir la fe de los musulmanes»: declararse ateo, se argumenta, es un atentado contra la fe de los demás. Porque demostrar que es posible –concluimos– socava el discurso oficial.

Esta imbricación de fe y ciudadanía llega tan lejos que hay incluso magrebíes que se declaran musulmanes ateos: ser ateo es una convicción personal, ser musulmán es una condición social y política con la que se nace y que es imposible sacudirse. Ni siquiera en el extranjero: por el hecho de llevar un nombre y apellido identificable como magrebí o árabe, una persona será considerada siempre musulmana por su comunidad y será juzgada socialmente como tal, especialmente si es mujer. En este sentido, la práctica del islam magrebí se acerca al dogma del judaísmo, que ha convertido la fe en un asunto genético. Este aspecto hace enormemente difícil la lucha por el laicismo en el Magreb y los países árabes, que en su mayoría –incluso en Siria– mencionan en sus Constituciones la charia como «fuente principal de la legislación» (con la salvedad de las minorías religiosas: a ellas les serán de aplicación obligatoria en el ámbito civil las normas que impongan rabinos y obispos). Pero cuando se dice charia, no piensen en decapitaciones de homicidas ni en cortar la mano a ladrones: los códigos penales de los países norteafricanos no se diferencian prácticamente de los europeos a mediados del siglo XX. No, esa referencia a la charia solo se materializa en un ámbito: el del sexo. El de la mujer. En los asuntos de la herencia (ella hereda la mitad que un hijo varón), en la prohibición de casarse con no musulmanes (ellos pueden), en las trabas a transmitir la nacionalidad, en algunos países todavía en la incapacidad de contraer matrimonio sin la firma de un familiar masculino y, por supuesto, en la poligamia, solo permitida a los hombres. Eso sin contar la prohibición del sexo sin matrimonio, que se extiende legalmente a varones y mujeres, pero que corresponde a una moral social que solo se activa cuando una mujer deja de encajar en su rol de virgen-esposa-madre.

La lucha de las feministas por cambiar estas leyes, una lucha que ha registrado notables avances en las últimas décadas, con la reforma del código de la familia en Marruecos en 2004 y recientes mejoras en Túnez, se ve obstaculizada por la posición del islam como religión del Estado en la Constitución: reformar las mencionadas leyes, aseguran los partidos conservadores, atentaría contra la identidad islámica del país. Curiosamente, esta identidad islámica no impide fundar bancos estatales con créditos e intereses, ni fabricar y vender excelentes vinos, ni convocar guerras contra países vecinos igualmente islámicos. La identidad del islam, en resumen, se ubica en el sexo de la mujer.

La primera generación de inmigrantes magrebíes en España intentó, mal que bien, integrarse, chocando a menudo con la barrera de una sociedad que llamamos de acogida, pero que a menudo era de rechazo. Es la segunda generación que ha convertido ese rechazo en elemento de su cosmovisión, refugiándose en la religión como identidad.

Este discurso se mantiene incluso en el extranjero, donde ya no hay leyes discriminatorias: en las comunidades de inmigrantes musulmanes en toda Europa, también en España. No solo se mantiene sino que se intensifica. La primera generación de inmigrantes magrebíes en España intentó, mal que bien, integrarse, chocando a menudo con la barrera de una sociedad que llamamos de acogida, pero que a menudo era de rechazo. Es la segunda generación que ha convertido ese rechazo en elemento de su cosmovisión, refugiándose en la religión como identidad. Un proceso que ha sido fomentado a consciencia por el movimiento islamista internacional, financiado con dinero de Arabia Saudí, Qatar y otros países del Golfo, mediante la construcción de mezquitas y el pago a imanes con ideario fundamentalista.

La llegada de imanes a poblaciones con cierta presencia de inmigrantes magrebíes fue el pistoletazo de salida de un proceso que en España, y especialmente en Cataluña, va camino a reproducir el modelo que existe ya en Reino Unido, Holanda, Bélgica,… una sociedad que se quiere abierta y moderna y que fomenta en su seno guetos teocráticos y ultrapatriarcales bajo la batuta de figuras religiosas que reciben del Gobierno un espaldarazo como representantes del colectivo musulmán. Figuras que no solo impiden a conciencia la integración de las familias inmigrantes en su entorno español sino que incluso se dedican a erradicar la propia cultura magrebí que traen estas familias: sus trajes, su música, su idioma, sus tatuajes y especialmente sus tradiciones religiosas. Todo ello desaparece en estas comunidades para ser reemplazado por una versión ultrafundamentalista del islam importado directamente desde Arabia Saudí y convertido en identidad.

El hiyab o velo islamista es el signo externo de este proceso de misión teocrática. Tradicionalmente, las mujeres del Magreb en el ámbito rural se cubrían la cabeza con un pañuelo, al igual que hacían las campesinas en todas las culturas europeas. Este pañuelo, que dejaba libre cuello y escote, y normalmente parte del pelo, no expresaba un sentido de pudor: podía quitarse en público. Al pasar del campo a la ciudad solía desaparecer, junto con el cambio de los vestidos de algodón estampados por camisetas y pantalones. Y también desapareció en las comunidades de inmigrantes… para ser reemplazado por un velo cerrado que debe cubrir todo el pelo, cuello y escote y que no se puede quitar en presencia de ningún varón, salvo marido, hermano, padre o hijos.

Este velo, conocido como hiyab (cortina), estandarizado desde Malasia a Marruecos, expresa una segregación sexual evidente: sirve para separar el cuerpo de la mujer, en concreto su cabello, de la esfera pública, que pertenece a los hombres. Se justifica la necesidad de llevarlo señalando que los hombres tienen impulsos sexuales que los llevarían a acosar o incluso a violar a toda mujer atractiva, y que para evitarlo, la mujer debe tapar sus encantos. Una mujer que luce su cabello se considera desnuda y es responsable de los problemas que puedan surgir: ella está provocando a los hombres.

Tipos de velos islámicos. Fuente BBC. Gráfico de Mónica Serrano

Pero a este simbolismo del hiyab como marca de una mujer decente que asume su responsabilidad de preservar la paz social al no provocar se le superpone en las comunidades de inmigrantes un segundo significado: el de identificar a las mujeres musulmanas y distinguirlas en el espacio público de las no musulmanas. Se convierte así en todo un signo de identidad de un colectivo entero. Un colectivo que impone a las mujeres, pero no a los hombres, la responsabilidad de visibilizar este colectivo a través de su ropa y marcar así la presencia musulmana en un barrio o una ciudad. Esto tiene un efecto doble: aparte de crear marca permite a los hombres controlar a simple vista el comportamiento de todas las integrantes del colectivo.

Un colectivo que impone a las mujeres, pero no a los hombres, la responsabilidad de visibilizar este colectivo a través de su ropa y marcar así la presencia musulmana en un barrio o una ciudad. Esto tiene un efecto doble: aparte de «crear marca» permite a los hombres controlar a simple vista el comportamiento de todas las integrantes del colectivo.

Desde los Gobiernos europeos, y el español no es una excepción, se fomenta esta tendencia de visibilizar el colectivo musulmán bajo forma de mujeres veladas. Y esta actitud viene sobre todo de partidos que se reclaman de izquierda y defienden que esta presencia del velo muestra la diversidad de la sociedad: ejemplos son una concejala en la lista de Mas Madrid y una diputada autonómica de Cataluña en las de Esquerra Republicana. Pero a ellas se suman numerosas activistas que, sin ocupar un cargo electo, tienen una gran presencia en los medios para debatir sobre cuestiones relacionadas con la inmigración, el racismo o el islam. Siempre con el velo (a sus compañeras no veladas no se les invita casi nunca a un plató de televisión). Su postura suele ser la de denunciar el racismo de Occidente y, de forma implícita, rechazar la idea de un conjunto de derechos humanos universales aplicables a toda persona. Al feminismo que exige la igualdad entre mujeres y hombres lo tildan de feminismo hegemónico blanco. Nora Baños, militante velada en las filas de Podemos, lo expresó con claridad: «El concepto de integración no me gusta. Considero que ninguna sociedad tendría que ser integradora sino una sociedad que reconozca las identidades múltiples y plurales para crear Estados plurinacionales». Esta visión considera la religión como fundamento exclusivo de una identidad nacional dentro del Estado.

Este apoyo de gran parte de la izquierda al velo islamista como signo que certifica su oposición al racismo se complementa con todo un circuito de asociaciones, fundaciones e institutos, que promueven la visión de que el velo es un signo de identidad islámica. Reciben subvenciones del Gobierno central español, instituciones autonómicas y bancos españoles. Y sus militantes, a menudo conversas, encabezan actos tanto financiadas por embajadas de Estados árabes fundamentalistas como organismos oficiales españoles, muy a menudo bajo el lema de luchar contra la islamofobia. Un concepto que si bien aparenta describir una discriminación delictiva de las personas de fe musulmana, se utiliza de forma rutinaria para denunciar cualquier crítica a dogmas religiosos o normas ideológicas islamistas como un ataque a todos los musulmanes.

Reciben subvenciones del Gobierno central español, instituciones autonómicas y bancos españoles. Y sus militantes, a menudo conversas, encabezan actos tanto financiadas por embajadas de Estados árabes fundamentalistas como organismos oficiales españoles, muy a menudo bajo el lema de «luchar contra la islamofobia».

En esto contexto está cobrando fuerza el llamado feminismo islámico, un movimiento que más bien cabría calificar de islamismo femenino: sus militantes son mujeres que aceptan como esenciales de su identidad los dogmas del islam ortodoxo pero pretenden que la sumisión a estos dogmas patriarcales es compatible con el ideario feminista, un ideario que normalmente reducen al apoyo mutuo entre mujeres, al margen de todo planteamiento social o filosófico. Todas ellas llevan hiyab y, si bien algunas aseguran rebelarse contra ciertas normas ortodoxas, ninguna lo hace contra el símbolo del islam político creado para señalar a las mujeres como responsables de evitar la tentación sexual masculina, es decir, el velo. Curiosamente, el movimiento nació entre españolas convertidas al islam en Barcelona y la mayor parte de sus integrantes son conversas o españolas de ascendencia magrebí o árabe mientras no existe prácticamente, salvo excepciones, en el Magreb: allí, las feministas saben que la igualdad entre mujeres y hombres solo se puede alcanzar desde un concepto de laicismo.

El velo no es una prenda más: si lo fuese, podría quitarse en público

A menudo, a quienes criticamos la exhibición del hiyab como seña de identidad se nos acusa de estar obsesionadas con el velo. Pero reciben subvenciones del Gobierno central español, instituciones autonómicas y bancos españoles. Y sus militantes, a menudo conversas, encabezan actos tanto financiadas por embajadas de Estados árabes fundamentalistas como organismos oficiales españoles, muy a menudo bajo el lema de «luchar contra la islamofobia». El velo no es una prenda más: si lo fuese, podría quitarse en público. Al no poder quitarse si hay varones delante, lo que simboliza es la obsesión del islamismo moderno con el cabello de la mujer, en concreto, y su cuerpo, en general. Ser obligada a llevarlo es una opresión patriarcal. Elegirlo voluntariamente es alinearse con los dogmas de esta opresión, exhibir la adhesión a un patriarcado que exige segregar a las mujeres de los hombres y a las musulmanas de las no musulmanas.

Madre, Hija y Muñeca; por Boushra Almutawakel

Por eso, una de las primeras medidas que como activistas laicas y feministas deberíamos exigir a la sociedad y al Estado es no tolerar el velo en espacios donde puede condicionar o cohibir la actitud de los demás. Una funcionaria durante sus horas de trabajo, por ejemplo, no debería llevar ningún símbolo que exhiba su adhesión a un dogma religioso y, por lo tanto, a la idea de que las leyes divinas son superiores a las que debe aplicar en ejercicio de su función. Tampoco ninguna profesora de colegio público debería llevarlo, porque estaría mostrando a las y los alumnos su convicción de que chicas y chicos deben tener derechos y deberes distintos (ellos no necesitan cubrirse), algo opuesto al ideario que el Estado, constitucionalmente, está obligado a transmitir en el aula. Y finalmente, las propias alumnas no deberían poder llevarlo en el colegio, porque ellas, al ser menores de edad, obviamente no han elegido el velo: se les ha impuesto, bien por obligación directa, bien por adoctrinamiento. Creer que una chica de trece o catorce años es libre de elegir una ideología religiosa, cuando no es libre ni para elegir las asignaturas del colegio, es un error. Frente a los adoctrinamientos que pueda experimentar en su familia, su entorno o su barrio, el colegio público debería constituir un espacio de libertad, un lugar en el que pueda comprobar que es posible vivir en condición de igualdad con los chicos, sin por eso sufrir acoso o ser considerada una indecente. Si el colegio no impone esta barrera, este espacio laico obligado, tendremos muy pronto una generación de ciudadanas que nunca en su vida –el pañuelo empieza a imponerse cada vez antes, desde la más temprana infancia– han experimentado la sensación de hallarse con el pelo descubierto frente a un hombre sin por eso ser consideradas desnudas, convertidas en objeto sexual. El laicismo es una condición fundamental para una ciudadanía libre, pero lo es mucho más aún para las mujeres y, especialmente, para las mujeres en un entorno marcado por la nueva oleada de fundamentalismo islámico que busca edificar reductos teocráticos dentro de las propias sociedades europeas en gran medida laicas. No debemos dar la espalda a las víctimas de este proyecto: las mujeres musulmanas.

BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA:

HAMIDO YAHIA, Mimunt. El velo exhibicionista 2020 Editorial AKAL 2020.

EL HACHMI, Najat. Siempre han hablado por nosotras. Feminismo e identidad. Un manifiesto valiente y necesario. Ediciones Destino 2019.

TAMZALI, Wassyla. El burka como excusa: Terrorismo intelectual, religioso y moral contra la libertad de las mujeres (Híbridos) Saga Editorial 2010. Blog No Nos Taparán. http://www.nonostaparan.org/

Neswia. Colectivo feminista norteafricano. https://www.facebook. com/neswia.feminista

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