Descargo de responsabilidad
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El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.
El movimiento feminista aún es blanco de ataques religiosos y políticos de distinto signo. Ante estas derivas autoritarias, hay que defender el Estado laico.
No cabe duda de que el movimiento feminista ha tenido éxitos resonantes con el reconocimiento –al menos en el papel– de la dignidad humana de la mujer en muchos países del mundo, incluso en aquellas regiones que por razones políticas, culturales y religiosas pudiesen ubicarse en el campo más conservador, como América Latina, África, Asia, Rusia y el mundo árabe. Las cartas africana y árabe de derechos humanos no niegan que la mujer sea sujeto de derechos porque tal negativa sería incompatible con el rechazo de ambos documentos a la discriminación en general. Los africanos insisten en la lucha contra el colonialismo desde una perspectiva de protección de la familia tradicional y del sentido colectivo que encierra la palabra pueblo; los árabes coinciden en estos puntos y subrayan que la mujer será objeto de la discriminación positiva asegurada por la sharía islámica (asunto que escapa del objetivo de estas líneas). En América Latina las constituciones, más seculares, aseguran la igualdad de género, con resultados desiguales según el país.
Por supuesto, las realidades de la participación política y social desdibujan las mejores intenciones, por no hablar de que las pervivencias patriarcales de la tradición pueden ser mucho más poderosas que la ley. De hecho, el movimiento feminista es una de las víctimas preferidas de los conservadores religiosos y de los guardianes de los privilegios masculinos en sociedades en las que se rescata un sentido comunitario de la existencia. No importa si se trata de un feminismo muy moderado o incluso confesional, como el islámico: que lo digan las iraníes que protagonizaron las más importantes protestas de las mujeres de los últimos años y fueron víctimas de atroces violaciones a los derechos humanos, junto con los varones que las acompañaron.
Desde el punto de vista religioso, hago referencia al Vaticano, que inventó la exitosa y absolutamente chapucera expresión “ideología de género” para referirse al feminismo y al movimiento LGBTQ; al auge de iglesias evangélicas fundamentalistas que reivindican los roles tradicionales de género como un mandato divino; a los estados teocráticos musulmanes; y a las iglesias ortodoxas cristianas, en especial la rusa, que responde al mandato de Vladimir Putin. Todas coinciden en criticar el feminismo como algo que no se corresponde con los verdaderos valores de la sociedad y funciona como una importación, una moda “progre” propia de “occidente” o de la izquierda “woke”.
Desde la crítica al colonialismo, se tolera que determinados actores políticos impongan una visión patriarcal sobre la mujer, la cual es defendida como autenticidad cultural. La discreción que el movimiento feminista internacional (y parte de la izquierda que ve conspiraciones colonialistas en todos lados) ha conservado respecto a las mencionadas protestas en Irán contrasta con las frecuentes declaraciones de algunos voceros paradigmáticos, estilo Judith Butler, en apoyo a Hamás. Esta organización no parece simpatizar especialmente con ninguna vertiente del feminismo ni se avergüenza de su carácter patriarcal y anti LGBTQ; además, ejerció una feroz violencia de género sobre las mujeres israelíes (sin que esto niegue en lo absoluto la política brutal del gobierno de Netanyahu respecto a la población civil palestina). La prevención respecto a la “islamofobia”, en el contexto, por ejemplo, de universidades estadounidenses, responde al esquema que supedita el feminismo a causas políticas de izquierda consideradas más urgentes, como la lucha anticolonial.
Si bien la causa de la igualdad de género le dio la vuelta al mundo en el siglo XX con los movimientos democráticos liberales y socialistas, el cuestionamiento a las elites modernizantes y los fracasos de los países del llamado socialismo real están detrás del rechazo de los avances obtenidos en el caso de las mujeres. Los casos turco e iraní, por no hablar del afgano, ejemplifican esta vuelta al islamismo después de décadas de secularización; lo mismo puede decirse del populismo polaco, hoy en retroceso por fortuna, y de la inefable dictadura putinista, el ejemplo más puro de la derecha existente en el mundo. En América, la globalización y la crisis de la democracia liberal ha tenido como respuesta el auge de la derecha religiosa estadounidense, y su campeón Donald Trump compite con Nayib Bukele y Jair Bolsonaro en el conservadurismo con toque religioso. Religión, familia y nación constituyen las tres raíces de este tipo de gobierno. Ni siquiera la izquierda boliviana, venezolana, brasileña y mexicana han podido escapar de la presión evangélica pentecostal, muy poco amiga de la separación entre la iglesia y el Estado.
Ante estas indeseables derivas autoritarias, hay que defender el Estado laico, una ganancia política en favor de la paz, la tolerancia y el pluralismo cultural y religioso, sobre todo en una época en que pareciera que es mucho más importante atacar al capitalismo y a las democracias liberales que preservar conquistas que han sido claves, sobre todo para el feminismo, como la separación entre la iglesia y el Estado. Su defensa no tiene nada que ver con un ataque a la libertad religiosa y las creencias que efectivamente tienen las mujeres, sino con la no imposición de un credo por sobre otro o el castigo ante la inobservancia de reglas que han cristalizado en tendencia dominante dentro de un culto.
La laicidad significa el imperio de la razón, el entendimiento de que lo que creemos puede ser extremadamente valioso y entrañable, aunque no suficiente para negar la existencia del otro. El multiculturalismo difiere del interculturalismo en que este parte de la inevitabilidad del diálogo, encuentro o mezcla cultural entre sociedades y grupos humanos, mientras el primero supone una separación plenamente distinguible –e incluso insuperable, en el peor de los casos– entre grupos humanos. El Estado laico es por su naturaleza intercultural.
Puede que, efectivamente, la razón esté devaluada ante el apetito de un sentido radical de la existencia que la religión o la política como religión proveen, con una rotundidad imposible de emular para instituciones que buscan la aceptación de las diferencias, carentes del innegable atractivo de vencer al enemigo en la batalla ideológica, intelectual y militar hasta el punto de quitarlo de en medio. Nada más humano que este deseo; nada más destructivo de cara a un mundo donde la pluralidad de existencias humanas es ineludible. La diversidad cultural –valores, ideas y expresiones hegemónicos en un grupo humano– y religiosa es tan respetable como cualquier otra diversidad, como las ideológicas e intelectuales o las de género y orientación sexual. No es cierto que podemos vivir nuestra diferencia como si el resto del mundo no existiera o imponer nuestra hegemonía sin vacilar. La laicidad es precisamente esto, entender que ni siquiera lo más entrañable e importante para cada quien constituye un absoluto indiscutible de cara a la vida social, a la nación y al mundo global. ~