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Exaltar a un dictador o hacer un chiste de mal gusto sin ir a la cárcel debería ser posible

Las democracias necesitan los chistes pero también su contrario: las discusiones agrias, el intercambio de argumentos encendidos y los enfrentamientos francos

Un viejo chiste soviético decía: “Un juez sale de su juzgado partiéndose de risa. Otro juez se le acerca y le pregunta de qué se ríe tanto. ‘¡Acabo de oír el mejor chiste del mundo!’ ‘¡Pues cuéntamelo!’ dice el otro juez. ‘No puedo —dice el primero, aún secándose los ojos por las carcajadas—. ¡Acabo de sentenciar a un tío a diez años por contarlo!’”. Los chistes fueron una de las pocas cosas buenas que dejó la Unión Soviética: eran una válvula de escape ante unas condiciones de vida con frecuencia insoportables. Se dice que incluso los mandatarios los contaban, porque eran plenamente conscientes de las contradicciones y limitaciones de un sistema que, sin embargo, defendían para mantenerse en el poder.

Hasta las sociedades democráticas necesitan los chistes. Quizá no tanto para mantener la moral, sino simplemente porque forman parte de la naturaleza humana y, reconozcámoslo, pocas cosas resultan instintivamente más agradables que reírse de un poderoso. Pero las democracias también necesitan lo contrario de los chistes: las discusiones agrias, el intercambio de argumentos encendidos y los enfrentamientos francos.

En España, sin embargo, últimamente en lugar de amparar ambas cosas con normalidad, y con una cierta indiferencia cuando es necesario, se está intentando sofocarlas. Por un lado, los chistes. Esta semana, Willy Toledo se ha sentado ante el juez por escribir en su Facebook: “Yo me cago en Dios y me sobra mierda para cagarme en el dogma de la santidad y virginidad de la Virgen María”. Antes lo hicieron César Strawberry, que fue condenado por hacer chistes en Twitter sobre el Rey o los Grapo, y Cassandra Vera, que fue condenada por la Audiencia Nacional, y luego absuelta por el Tribunal Supremo, por bromear con Carrero Blanco.

El intento de acabar con las discusiones agrias es igualmente perjudicial. La semana pasada, Adriana Lastra, la número dos del PSOE, se reafirmó en que el Gobierno formado por su partido y Unidas Podemos pretende introducir en el Código Penal que “la apología y la exaltación del franquismo sean al fin un delito”. “En democracia —dijo– no se homenajea a dictadores y tiranos.” No hay que descartar que no sea más que una maniobra politiquera: al PSOE le interesa polarizar y transmitir que cualquier cosa que esté a su derecha es franquista, que ahora la democracia española solo puede optar por el regreso del franquismo a través de Vox o por la opción democrática de la izquierda. Tal vez funcione electoralmente. Pero si la propuesta va en serio es una pésima idea. Aunque resulte extremadamente desagradable, uno de los rasgos que caracteriza a muchas democracias es que permiten homenajear a dictadores y tiranos. Gracias a eso, algunos miembros de Podemos e Izquierda Unida lo han hecho reiteradamente.

Soportar sin reprimir

Las bromas de mal gusto pueden producir repulsa o sentimientos de ofensa. La exaltación de un dictador es un insulto deliberado a todas sus víctimas. Pero me temo que deberíamos soportar esas cosas sin reprimirlas penalmente. No lo digo con gusto: soy consciente que si proliferaran ambas prácticas, nuestra sociedad sería mucho peor. Entiendo también otros peligros: vivimos en un tiempo en el que muchos quieren apurar al máximo sus derechos. Si saben que pueden bromear sobre una víctima del terrorismo, o celebrar a Franco para hacer rabiar a los progres, lo harán con frivolidad y con el único objetivo de producir daño. A pesar de eso, debemos correr el riesgo. Las leyes mordaza son un error. Decirle a la gente que no puede decir en público que es partidaria de Franco, también.

Por supuesto, ningún Gobierno afirmará jamás que quiere limitar la libertad de expresión. Lo que suelen decir es lo que dijo Donald Trump en julio de 2019 en una cumbre con representantes de las grandes redes sociales: “Por supuesto, no queremos reprimir la libertad de expresión, pero eso [las críticas que recibe] ya no se trata de libertad de expresión. […]. Mirad, no creo que los medios generalistas sean tampoco libertad de expresión porque son muy tramposos. Son muy deshonestos. Para mí, libertad de expresión no es cuando ves algo bueno y después escribes a propósito como si fuera malo. Para mí eso es un lenguaje muy peligroso y te enfadas con él. Pero no es libertad de expresión”.

Demasiadas veces la libertad de expresión se considera, en la disputa política, el derecho de mis amigos a decir cosas con las que estoy de acuerdo. Lo demás, como dice Trump, es peligroso y no es libertad de expresión. Es tentador adoptar la misma postura, sobre todo porque incluso los más libertarios —y en este aspecto lo soy bastante— reconocerán que la libertad de expresión está llena de zonas grises y es imposible que carezca de restricciones. Lo difícil no es estar a favor de la libertad de expresión, sino decidir dónde poner la línea roja.

Esa línea roja hay que ponerla lo más lejos posible. Como decía el viernes pasado en su columna Daniel Gascón, “cuando prohíbes una opinión porque te parece peligrosa para la democracia ya has empezado tú mismo a degradar la democracia”. Cuando prohíbes a los demás expresar sus opiniones, por desagradables o chuscas que sean, estás invitándoles a que hagan lo mismo con las tuyas cuando sean ellos quienes lleguen al poder.

En otro chiste soviético, un fiel camarada le preguntaba a otro si, cuando por fin se alcanzara el verdadero comunismo tras el periodo de transición, sería necesario que siguiera existiendo la KGB, la temible policía secreta. El otro le respondía: “No, camarada. Cuando por fin lleguemos al verdadero comunismo ya no será necesaria la KGB porque la gente habrá aprendido a detenerse a sí misma”.

Estamos muy lejos de esa situación. Apuesto lo que sea a que no llegaremos a ella. Pero dejemos de jugar con la libertad de expresión. Sobre todo, claro, con la de nuestros adversarios.

Ramón González Ferriz

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Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.

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