Las iglesias evangélicas protestantes pululan por toda América Latina. Hay al menos una en cada vecindario. Llegan un día cualquiera, se instalan y comienzan a captar feligreses de una forma asombrosa. Más asombroso aún el impacto político que están empezando a cosechar, cada vez de una manera más evidente.
El New York Times aseguró en uno de sus artículos, que tales iglesias “están transformando la política como ninguna otra fuerza”. Básicamente se han aliado con los sectores más conservadores y de esta feliz unión ha surgido una versión renovada de los viejos partidos políticos. Más eficaz que cualquier maquinaria, porque los votos de los creyentes son acríticos y cautivos.
El crecimiento de estas iglesias ha sido exponencial, a partir de los años ochenta. Se estima que en la actualidad podrían estar congregando al 20% de los latinoamericanos. No por nada resultaron decisivas en los resultados del plebiscito por la paz celebrado en Colombia y, más recientemente, en las elecciones presidenciales de Costa Rica. En ambos casos, sustentadas en un discurso altamente intolerante, que muchas veces recuerda las prédicas fascistas.
El homosexualismo y el aborto: factores aglutinantes
Actualmente hay miles de diferentes iglesias de este tipo. Casi cualquiera puede conformar un “culto” con una decena de personas. Tienen en común, por supuesto, el mensaje cristiano. También los rituales altamente emocionales y una concepción del bien y del mal extremadamente radical. En buena parte de ellas se habla frecuentemente de los milagros y también de los diezmos.
Las diferencias son básicamente formales y “organizativas”, por decirlo así. Sin embargo, en lo que todos son prácticamente idénticos es en su rechazo absoluto al homosexualismo y al aborto. Ambas categorías las asumen como “un peligro”. Para ellos los dos temas son el principio del fin, la patente de corso para la degeneración moral. Por eso, no dudan en condenar estas prácticas, en tono altamente fundamentalista.
Ese es su principal punto de unión con los políticos conservadores, que también fungen como “defensores de los valores tradicionales”. Esta alianza llama, sobre todo, a la intransigencia. Se asumen a sí mismos como garantes de la moralidad social. De ahí que sus posiciones sean tan obcecadas y sus actuaciones tan rígidas.
Finalmente su papel ha sido el de aportarle una base popular a los partidos más conservadores. Muchas personas pobres de Latinoamérica ya no se sentían ni atraídas, ni representadas por esos políticos tradicionales. Con las nuevas iglesias, ya no ven sus votos como un medio para participar y definir la política, sino como una misión en la cruzada contra el mal.
Las razones del éxito
Muchas de las iglesias evangélicas protestantes, dentro de las que también están las pentecostales, ofrecen a sus seguidores uno de los bienes escasos y valiosos: certezas. Justamente estamos en una etapa de la historia marcada por la incertidumbre. Los grandes modelos explicativos de la realidad ya no existen.
Los cambios son muy vertiginosos y las ideas también. Uno de los campos en los que más se manifiesta la volatilidad es precisamente el terreno sexual. Vivimos una explosión de alternativas sexuales. Estas son una amenaza real para la forma como está instaurada la familia tradicional y, por tanto, la sociedad tradicional. Por eso, las certezas incuestionables a veces se convierten en un poderoso bálsamo. Otorgan sentido y protegen de las dudas.
Al mismo tiempo, muchos políticos han visto en estas comunidades un valioso potencial. Saben que ya no pueden llegar a los electores con su discurso habitual. Su descrédito es enorme y sus planteamientos no seducen. Al aliarse con las iglesias cristianas, el político ya no es percibido como tal dentro de los feligreses. Se convierte más bien en la punta de lanza de un proyecto espiritual. Lo necesitan para evitar que avance la degeneración.
El dinero también atrae
Muchas de estas nuevas iglesias no solo atraen por sus convicciones morales y su gran consigna, que ya se ha vuelto continental: “Con mis hijos no te metas”. En el corazón mismo de esas sectas religiosas se ventila constantemente la idea, y la promesa, del éxito económico individual. De hecho, muchos ya le llaman a esto la “Teología de la prosperidad”.
No son solamente ilusiones. Estas iglesias también se comportan como una especie de gremio, en el que se obtiene y se prodiga solidaridad. Allí se consiguen trabajos, contactos, clientes, etc. Normalmente los pastores tienen también gran poder económico. Y, a veces, solo a veces, se comportan como mecenas o patrocinadores de los miembros de su culto.
Esta teología de la prosperidad es la misma que practican los sectores de la derecha. Este punto de coincidencia es también decisivo. Propiedad privada y libertad económica sin límite. Estamos ya muy lejos de esos tiempos de la “Teología de la liberación”, con su opción por la pobreza y por los pobres.
La libertad de conciencia es un derecho inalienable. También lo es la libertad religiosa. Lo que no podemos hacer es cerrar los ojos a ese matrimonio entre religión y política. Tampoco al discurso de intolerancia que promueven. A veces también es bueno recordar que por más que uno se considere depositario de la verdad, no le asiste el derecho de intentar imponérsela al resto de la humanidad.