Por su origen etimológico —procede de una voz griega que significa “costumbre”— se la entendió originalmente como la “teoría de las costumbres”. Aristóteles así la interpretó al distinguir las virtudes éticas de las dianoéticas. Las primeras se ponen en evidencia, según el filósofo griego, en la práctica de los actos humanos mientras que las segundas se refieren a principios abstractos, como la inteligencia, la razón, la prudencia, la sabiduría.
Los antiguos romanos recogieron este concepto como ethica, que para ellos era la parte de la filosofía que pertenece a las costumbres. Era la filosofía moral.
El concepto aristotélico ha pervivido. La ética es la teoría de la conducta humana vista desde la perspectiva moral. Teoría del fin al que deben dirigirse los actos humanos y de los medios para alcanzarlo. La ética intenta disciplinar el comportamiento para que el hombre busque, en conformidad con lo que es su “naturaleza”, es decir, con lo que le es esencial, el bien y la virtud.
No obstante, la ética ha sido comprendida de muchas y diversas maneras por las diferentes escuelas filosóficas. Unas la han entendido como dirigir la vida hacia dios, otras como el propósito de “vivir según la razón”, otras como alcanzar el placer, la felicidad o la utilidad; otras como el ejercicio de la solidaridad.
1. Etica y moral. Entre ética y moral existen ciertas sutiles diferencias. La ética, como parte de la filosofía, es un enunciado normativo general. La moral es una convicción y conducta personales: es la aplicación de los principios éticos a los actos particulares de la vida. La ética es un conjunto de valores comunitarios, aceptados como buenos por un grupo dado en un tiempo determinado. La moral es un valor personal. Se ocupa de la administración que cada cual hace de su propia vida. A diferencia de la ética, que es un principio general que pretende regir una comunidad, la moral es algo íntimo: es la concepción individual del bien y del mal. Escribió José Ortega y Gasset que “la moral es una cualidad matemática: es la exactitud aplicada a la valoración ética de las acciones”. Esta es, sin duda, una magnífica definición, como todas las que solía hacer el filósofo español, y pone en evidencia las relaciones entre la ética y la moral.
En todo caso la ética, lo mismo que la moral, es un valor muy relativo. Está supeditado a los estados de conciencia de los grupos sociales en un lugar determinado y en un momento dado. No contiene categorías eternas e invariables. La historia nos enseña cómo ellos se modificaron en el curso del tiempo y a lo largo del espacio. La noción de lo bueno, de lo justo, de lo debido ha cambiado. Incluso en una misma sociedad caben diversas concepciones éticas, que correponden a los “modos de ver la vida” de los diferentes estratos sociales. No me parece muy descaminada la afirmación marxista de que la ética, en cuanto superestructura, es un producto de los factores estructurales de la economía. En efecto, el lugar que cada persona ocupa en el proceso de la producción condiciona consciente o inconscientemente sus concepciones morales. Eso está muy claro. Al individuo que concentra ingresos le parece ético lo que está haciendo mientras que los que están situados en lugares inferiores del escalafón o los asalariados de base consideran que eso es una inmoralidad.
2. Etica e ideología. Las ideologías políticas, las teorías económicas y, por supuesto, las acciones que se cumplen en nombre de ellas poseen siempre una ética puesto que inevitablemente sus propuestas tienen destinatarios. Favorecen o perjudican a alguien concreto. Por eso todas las ideologías políticas llevan implícita una justificación deontológica de sus planteamientos. Hay una ética del poder y una ética de la distribución del ingreso. Hay una ética del mando político. El <fascismo, por ejemplo, benefició a determinadas <elites políticas y económicas puesto que, en su concepto, el mundo debía pertenecer a los mejores, a los más fuertes, a los mejor dotados. El >liberalismo y el >neoliberalismo privilegian los intereses de pequeños grupos económicos identificados e identificables dentro de la sociedad. Los >socialismos tienen también sus beneficiarios, que son los trabajadores intelectuales y manuales.
Las ideologías, al definir la organización social, señalar el papel del Estado, establecer las relaciones de producción y de propiedad, fijar los límites de la autoridad pública y los linderos de la libertad personal, no pueden dejar de tener una ética. Esa ética radica en el “para quién se gobierna” o en “favor de quién se hacen las propuestas económicas”. ¿Entrañan ellas solidaridad social, llevan a la justicia, precautelan la libertad, defienden la dignidad humana? Allí reside la ética de las ideologías políticas y de las teorías económicas.
No sé de dónde ha surgido el criterio, por desgracia muy extendido, de que la actividad política está exenta, o debe estarlo, de limitaciones éticas. El divorcio entre la ética y la política ha causado mucho daño a las sociedades. Si hay una acción humana que, por su trascendencia social, debe estar rigurosamente sometida a la ética, esa es la política. Todas las acciones humanas deben estarlo, pero con mayor razón la de conducir los destinos de los pueblos.
Ciertas corrientes del pensamiento político defienden la idea de que hay una ética individual y una ética de grupo, o sea una ética de las personas y otra de las colectividades organizadas. La primera es una ética privada y la segunda, una ética política. Esta concepción dualista invocan Nicolás Maquiavelo, Martín Lutero, Friedrich Meinecke, Max Weber y los seguidores contemporáneos de todos ellos, que sugieren que los líderes políticos en sus actuaciones públicas deben regirse primordialmente por principios de utilidad y eficacia. Consecuentemente, para ellos la ética política es más amplia y relajada que la ética privada, puesto que sus normas se justifican en función de los resultados. La consecución de los objetivos del grupo —Estado, partido, clase social, comunidad, corporación— cohonesta los medios empleados. Medios que, por tanto, no deben evaluarse en función de la moralidad sino de la eficiencia, en forma tal que no existen medios morales o inmorales sino efectivos o no para conseguir los fines propuestos. Sostienen, en consecuencia, que el político debe pensar en términos de eficacia antes que de moralidad; y llegan incluso a sostener que lo inmoral es no conseguir, por la interposición de escrúpulos de conciencia, los objetivos anhelados por el grupo.
En la otra orilla, mahatma Gandhi sostenía que “lo que es éticamente malo para un individuo es igualmente malo para una comunidad o una nación”, porque hay una sola ética general llamada a regir todos los actos humanos, sean individuales o colectivos.
Que el hombre es un “animal político”, o sea un ser destinado a vivir en comunidad porque sólo en la polis puede satisfacer sus necesidades materiales, intelectuales, morales, afectivas y emocionales, lo sabemos desde los tiempos de Aristóteles. Y es muy antiguo también el debate —todavía inconcluso— acerca de la mejor forma de organizar la vida social. En el mundo helénico las reflexiones en torno a la ordenación de la sociedad no estuvieron desligadas de los principios éticos. En esos tiempos ni siquiera se distinguía con claridad lo social de lo ético ni de lo religioso. Platón decía que la política es “el arte de la custodia responsable de toda una comunidad” y Aristóteles sostenía que la finalidad de la polis es posibilitar la felicidad del hombre en la práctica de la virtud. De modo que las relaciones entre la política y la ética vienen desde los más remotos tiempos. Sin embargo, ha habido siempre dos formas de afrontar el tema: una que intentó separar las cuestiones deontológicas y el ejercicio real del poder y otra que se empeñó en someter la política a la ética.
La primera generalmente ha invocado el realismo político para prescindir de las consideraciones morales en el ejercicio del mando público. Ha considerado que el realismo político no tiene algo que ver con el idealismo moral, que es una irrealidad. Y por eso ha postulado, como Maquiavelo, que “un hombre que quiera hacer en todos los puntos profesión de bueno labrará necesariamente su ruina entre tantos que no lo son” y que por ello “es necesario a un príncipe, si se quiere mantener, que aprenda a no ser bueno y a usar o no usar de esta capacidad en función de la necesidad”. La conclusión a que ha llegado esta corriente de opinión es que la moral pertenece al ámbito de lo privado mientras que la política se inscribe en lo público y que entre lo moral y lo político hay total incompatibilidad, hasta el punto de que quien actúa en el campo público ha de prescindir de las limitaciones morales.
El “realismo político” conduce a la postre a la amoralidad, a la inmoralidad o a la doble moralidad. La primera es la ausencia de principios éticos, la segunda es su transgresión deliberada y la tercera es la doblez y la hipocresía. El realismo político tiende a suprimir la ética de la vida pública. Sostiene que quien invoca la ética en la acción política terminará por soñar utopías impotentes y fracasadas. En suma: que la política y la ética no son compatibles y que la exigencia de los imperativos éticos sobre los políticos conduce a la inmolación de los actores públicos y al fracaso de sus empeños.
Eso llevó al filósofo español José Luis Aranguren a denominar “relación trágica” a la que existe entre la ética y la política: porque si el político somete sus acciones a los mandatos éticos corre el riesgo de fracasar irremisiblemente y si no lo hace se convierte en un ser inmoral.
Pero, con esta lógica, lo mismo podría decirse de todas las demás actividades humanas: económicas, profesionales, científicas, deportivas o de cualquier naturaleza, respecto de las cuales el “realismo” parece considerar incompatibles la eficacia y el éxito con los cánones de la ética. La verdad es que quienes actúan al margen de las limitaciones éticas, en cualquiera de las actividades humanas, tienen un mayor radio de acción que les puede posibilitar éxitos inmediatos, pero la moralidad de las acciones, a largo plazo, es más rentable.
Esto nos lleva a considerar el también viejo tema de las relaciones entre el fin y los medios para alcanzarlo. Es la antigua discusión de si el fin justifica los medios, como sostenía Maquiavelo con su lógica de malos medios y fines buenos, en la que hay mucha confusión conceptual porque generalmente en la compleja trama de los designios humanos los medios son fines de acciones anteriores y los fines próximos están llamados a convertirse en medios de acciones posteriores. O sea que todo medio —que es fin con respecto a acciones anteriores— y todo fin —que es un medio para alcanzar fines futuros— son actos que valen por sí mismos, cuya moralidad debe serles intrínseca. Por lo que, para decirlo en palabras de Hannah Arendt, “el significado específico de cada acto sólo puede basarse en su propia realización y no en su motivación, ni en su logro”.
4. Ética y economía. Afirmé antes que hay una ética de las ideologías y una ética de las propuestas económicas y, por supuesto, una ética de la acciones que se cumplen en su nombre. Y que esta ética está vinculada a los beneficiarios de ellas dado que los arbitrios políticos o las medidas económicas siempre favorecen o perjudican a alguien en concreto. La economía fundada en las fuerzas del mercado —que son la oferta y la demanda, la libre competencia, la iniciativa privada, la libertad de emprender, el apetito de lucro— produce una mediatización de la acción estatal y el protagonismo de los agentes económicos privados en la planificación de la producción, en la distribución y circulación de los bienes y en la asignación de recursos a las diversas áreas productivas. Este sistema económico ha interpuesto enormes distancias con la ética. Ha proclamado el derecho del más fuerte o el mejor dotado para imponerse en las relaciones de producción. Es un sistema dirigido por las fuerzas del mercado. Y las fuerzas del mercado, que no tienen que ver con la moral, son insensibles a las disparidades económicas, a la injusticia social y a los quebrantos de la gente. Ellas imponen una peculiar racionalidad: la racionalidad egoísta. Y todo lo demás les resulta “irracional”: el altruismo y la solidaridad son “irracionalidades” incompatibles con el código de conducta del >homo oeconomicus, que subordina todos sus valores al afán de lucro y a la acumulación de bienes materiales.
La libre competencia, que es una de las deidades del sistema, no se detiene sino cuando los poderosos han expulsado del mercado a sus contrincantes, en una implacable lucha de poderes. Y con frecuencia no sólo son empresas las excluidas sino países enteros bajo el imperio del darwinismo económico que postula cínica y descarnadamente el predominio del mejor dotado.
El Estado tiene que mirar cruzado de brazos este espectáculo. Se le ha prohibido intervenir. Con la suplantación del Estado por el mercado, sus facultades de programar, orientar y regular la economía han sido transferidas a los agentes económicos privados.
Lo cual plantea la cuestión de las relaciones entre el Estado y el mercado. Más exactamente: entre el Estado democrático y el mercado. ¿Cuál es el límite de injusticia económica que puede tolerar la democracia sin desvirtuarse? ¿Cuánta desigualdad le es soportable? ¿Cuáles son los alcances admisibles del poder económico dentro del sistema democrático? No es verdad, como suele afirmarse con frecuencia, que la democracia y el mercado son enteramente compatibles. Es evidente que ellos tienen diferentes puntos de vista acerca de la distribución del poder político y del poder económico.
No comparto la afirmación de que el mercado abierto es el fundamento principal de la democracia. Esa es una de las tantas argucias con que nos envuelve la retórica interesada. En realidad, mientras la democracia busca la igualdad y la justicia como valores fundamentales del sistema social que auspicia, el mercado tiene otros valores éticos y distintos objetivos. No le importa que los individuos o corporaciones económicamente fuertes desplacen a los demás y los sojuzguen. Acepta como un derecho que los primeros expulsen a los incompetentes y les condenen a la extinción económica. La libre competencia consiste, en la mayoría de los casos, en arrebatar a los otros toda oportunidad de ganancia y condenarlos a la desaparición. Y esto es sólo el principio puesto que después el dinero genera más dinero y la riqueza acumulada abre oportunidades de ganancia que están fuera de las posibilidades de los que no la tienen. La <democracia no es compatible con estos procedimientos. Ella acepta la diferencia de opiniones y de creencias pero no las diferencias económicas. La libertad de la democracia es distinta de la libertad del zorro en el gallinero que implanta el mercado.
Amartya Sen, premio Nobel de Economía en 1998, afirma que se ha producido un grave distanciamiento entre la economía y la ética. Más exactamente: entre la economía de mercado y la ética. En su libro “Sobre Ética y Economía” (1989) sostiene que, en sus remotos orígenes, la economía era considerada como una rama de la ética. Ése fue el punto de vista de Aristóteles y de muchos otros pensadores a lo largo de la historia. Pero que con el pasar de los tiempos se ha dado un creciente divorcio entre estas dos disciplinas hasta el punto de que “la naturaleza de la economía moderna se ha visto empobrecida sustancialmente por el distanciamiento que existe entre la economía y la ética”. Profundizando en el tema, Sen afirma que la economía tiene dos partes: una parte logística y técnica y otra ética. Y que no se puede desatender a la segunda a pretexto de dar eficiencia a la primera. Sen sostiene que la ética debe orientar la toma de decisiones económicas y que la economía no puede ser un sucio juego de ganadores y perdedores.
Mucho menos distante de la ética está la economía de bienestar, tan combatida por los neoliberales, que se fija prioridades humanas y que considera que la economía no es una ciencia independiente sino que está vinculada a otras ciencias e inserta en la trama social. Este sistema económico rechaza el individualismo egoísta del homo oeconomicus, rehúsa la “racionalidad” de la búsqueda del propio interés con exclusión de todo lo demás y privilegia las consideraciones de la sociedad. Como bien dice Sen, “no hay ninguna justificación para disociar el estudio de la economía del de la ética y del de la filosofía”.
En el marco de la economía de bienestar, que tiene un abanico muy amplio de objetivos sociales, se han creado los conceptos de <desarrollo humano, entendido como la suma de libertad, dignidad humana, salud, estabilidad económica, seguridad jurídica y una amplia gama de otros valores, y de >índice de desarrollo humano (IDH), incorporado desde 1990 por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) como método para medirlo. Estos conceptos de reciente vigencia consideran que el desarrollo humano es más que el desarrollo económico, más que la mera acumulación de bienes monetarios y más que el consumo material y por tanto abarca una serie de bienes tangibles e intangibles que, en conjunto, determinan la calidad de vida de un pueblo.
5. Etica y ley. El orden ético y el orden jurídico son distintos. Las normas jurídicas son bilaterales en cuanto ligan entre sí a más de una persona, atribuyendo a una el beneficio de la acción u omisión que imponen a otra. En toda relación jurídica hay por lo menos dos personas: una a quien se impone cierta prestación y otra a quien se atribuye el derecho de exigirla. La norma jurídica crea para cada individuo deberes con respecto a otros individuos mientras que la norma ética le crea además deberes para con su propia conciencia. Las normas éticas se limitan a recomendar un comportamiento al paso que las normas jurídicas imponen una conducta bajo la amenaza de un castigo. Lo ético no es necesariamente lo jurídico. Lo jurídico es lo que dispone la ley mientras que lo ético es lo que concuerda con algunos principios inspiradores de la ley. Lo deseable, sin embargo, es que ambos órdenes del deber ser estén de acuerdo: que la ley refleje los conocimientos éticos. Cosa que no siempre ocurre. Con frecuencia lo jurídico se divorcia de lo ético. Y la ley contradice los principios morales. Ella, hecha por personas que responden a determinados intereses, desoye frecuentemente los mandatos de la ética y sirve intereses que no son los de la colectividad.
6. Etica y religión. Tampoco la ética es lo mismo que la religión. Su primera gran diferencia está en que el comportamiento ético no se inspira en una gratificación ultraterrena ni en el temor a un castigo. Por tanto, la ética heterónoma, es decir, aquella cuyos principios se fundamentan en la idea de dios es una ética de inferior calidad. Cada hombre debe encontrar en su propia conciencia los consejos para vivir dignamente consigo mismo y solidariamente con los demás. La virtud de los que no pueden tenerla sino como resultado del miedo a lo desconocido o como una inversión usuraria para después de la muerte es una virtud de esclavos.
Existe una moral laica que no se funda en dogmas sino en observaciones racionales de la realidad. Cree que la ética y la moral deben ser objeto de un proceso permanente e ininterrumpido de reflexión y perfeccionamiento, como todas las ideas que se generan en el cerebro del hombre. La idea moral, según lo dice el filósofo argentino José Ingenieros, “significa perfectibilidad y ninguna perfectibilidad es compatible con el concepto mismo de dogma”. Por eso proclama una “moral sin dogmas”. El >laicismo busca la ética capaz de inducir al hombre hacia el bien y la virtud sin necesidad de una imposición exterior, sino como deducción intelectiva suya hecha con base en la observación del mundo. Sostiene que la moral es autónoma o no es moral. Por tanto, es contrario a la invariabilidad, imperfectibilidad e imposibilidad de crítica que el dogma impone.
El filósofo francés André Comte-Sponville, en su libro “El lma del ateísmo” (2006), afirma que “el comportamiento de quien sólo se prohibiera matar por temor de un castigo divino no tendría valor moral: no sería otra cosa que prudencia, miedo del policía divino, egoísmo. Y el que sólo hiciera el bien pensando en su salvación no haría el bien (porque actuaría en función de su propio interés y no por deber o amor) y no se salvaría”.
Con frecuencia los mandatos religiosos han chocado contra las virtudes y conveniencias sociales. La tenaz oposición del papado a las políticas de planificación familiar, que impide buscar una solución a un planeta superpoblado, o las “guerras santas” contra los “infieles” promovidas por los fundamentalistas árabes en nombre del Corán, son claros y recientes ejemplos de contradicción entre la ética social y el mandato religioso.
7. Axiología y deontología. Hay dos disciplinas que se relacionan estrechamente con la ética: la axiología y la deontología. La primera es la teoría de los valores. La segunda, la teoría de los deberes. El término axiología es muy usual en los ámbitos de la filosofía y, particularmente, en el de la ética. Designa la evaluación reflexiva de los valores éticos. El primero en utilizarlo, como traducción de la “teoría del valor” de los filósofos alemanes —la werttheorie— fue Wilbur M. Urban. A partir de él se lo ha usado especialmente con relación a los valores éticos y estéticos. Este es el sentido que la palabra tiene en el campo de la filosofía, aun cuando algunos han pretendido darle un alcance más general. La deontología, en cambio, es la teoría de los deberes. Es la evaluación reflexiva sobre lo debido, lo justo, lo solidario, lo bien intencionado. Ambos sistemas de ideas se encargan de lo ético si por ético hemos de entender la teoría de los valores y la teoría de los deberes.
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