Las religiones, en especial las monoteístas judaísmo, cristianismo, islamismo—, han sido siempre reacias a defender la libertad religiosa, y si han alcanzado el poder político lo han utilizado para imponer sus ideas.
Llamamos ‘ética’ al conjunto de las mejores soluciones que la inteligencia humana ha inventado para resolver una serie de conflictos y alcanzar una serie de expectativas. No se trata, pues, de sustituir una fe por otra.
Hace unos días, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo, sentenció que el derecho de los niños a gozar de unaescolarización completa que permita la integración social prima sobre las prácticas religiosas. Creo que lo importante es el principio, más que su aplicación a un caso ligeramente estrambótico: la asistencia de una alumna musulmana a clase mixta de natación. ¿Y cuál es ese principio que me parece trascendental? La prelación en el ámbito público de los principios éticos sobre las normas morales religiosas. Es un debate de extraordinaria importancia para la convivencia de las culturas, que está planteado en todo el mundo, que se encona en vez de disolverse, y que en España surgió —y volverá a surgir— al tratar el tema de la enseñanza religiosa en las aulas.
Las personas religiosas consideran que la última fuente de la moral es su religión, y, por lo tanto, rechazan que una ética laica esté por encima de ella. En general, incluso desconfían de que esa ética sea posible. Se repite una y otra vez una bobada dicha por un genio literario, Fiodor Dostoievski: ”Si Dios no existe, todo está permitido”. Cuando las religiones se sienten atacadas —como puede ser en el caso sentenciado en Estrasburgo—, los ciudadanos afectados suelen apelar al “derecho a la libertad religiosa” o al de “libertad de conciencia”. Suelen olvidar que esas son normas éticas laicas, no religiosas.
Las religiones, en especial las monoteístas judaísmo, cristianismo, islamismo—, han sido siempre reacias a defender la libertad religiosa, y si han alcanzado el poder político lo han utilizado para imponer sus ideas. Basta comprobar las interminables guerras de religión. El Imperio romano persigue a los cristianos, que por boca de Tertuliano (s. III) se defienden: “Tanto por la ley humana como por la ley natural, cada hombre es libre de adorar a quien quiera”. En el año 313, el emperador Constantino reconoce legalmente a los cristianos, y un siglo después la Iglesia había llegado a aceptar el uso de la coacción punitiva contra los heterodoxos. Son entonces los paganos los que defienden la libertad de conciencia. El protestantismo ofrece un caso patéticamente claro. Lutero se rebela contra la Iglesia de Roma, y blande la libertad de conciencia como arma devastadora, pero unos años después se olvida de sus principios y pide a los príncipes que usen la espada contra los católicos. Melanchton enseñó que había que terminar con las sectas con penas de muerte, y Lutero lo ratificó.
El ejemplo musulmán
Un proceso parecido experimentó el islam. En sus comienzos, la religión musulmana era teológicamente liberal. Por eso no admitió una iglesia institucionalizada. Pero dos acontecimientos cambiaron su rumbo: el aplastamiento de los mu’tazilíes, y el final de la ‘iytihad’. Los mu’tazilíes defendían una interpretación racional del Corán. Pensaban, como pensó nuestro Averroes siglos más tarde, que “si hay una contradicción entre el resultado de una demostración racional y el sentido aparente del texto sagrado, este debe ser interpretado para que no haya contradicción”.
El racionalismo de Averroes fue condenado —no solo por sus correligionarios, sino también por las autoridades católicas—, de la misma manera que en el año 846 lo habían sido los mu’tazilíes. El segundo acontecimiento sucedió a mediados del siglo XIII, cuando los ulemas decidieron que se cerraba “la puerta de la ‘iytihad”, es decir, del esfuerzo por la reflexión. A partir de ese momento, los teólogos y filósofos musulmanes debían limitarse a repetir lo ya dicho.
De dónde parte la libertad religiosa
El derecho a la libertad religiosa es un producto de la Ilustración, que no fue un movimiento antirreligioso, sino que sirvió para purificar la religión de algunos excesos. Como saben los historiadores, la Ilustración surgió de una cultura cristiana. No ha habido nunca una defensa más poderosa de las religiones que la ejercida por la ‘Declaración de los derechos humanos’, que es una declaración laica. Por eso, me parece absolutamente imprescindible para la paz el reconocimiento de un marco ético, por ejemplo, el concretado en la declaración de los derechos humanos. Si alguna vez se emprende seriamente la elaboración de un pacto educativo, cosa que cada vez veo más lejana, espero que los defensores de la educación religiosa se den cuenta de que lo mejor que pueden hacer en beneficio de ella es ayudar a implantar una educación ética poderosa.
En términos telegráficos, explicaré lo que significa el término ‘ética’. Todas las sociedades han tenido que establecer sistema normativos, a los que llamamos ‘morales’. En la mayoría de los casos, derivaban de las religiones. Ha habido tantas morales como culturas: pagana, cristiana, budista, confuciana, musulmana, nazi, soviética, etc. Todas ellas intentan resolver problemas inevitables de la convivencia. Los problemas son universales, pero las soluciones son culturales. Eso permite comparar las soluciones, evaluarlas, criticarlas, seleccionarlas. Llamamos ‘ética’ al conjunto de las mejores soluciones que la inteligencia humana ha inventado para resolver una serie de conflictos y alcanzar una serie de expectativas. No se trata, pues, de sustituir una fe por otra.
Sorprendentemente, Santo Tomás de Aquino, el autor que influyó más en la formulación de la moral teológica cristiana, defendió que la “ley natural” era un ‘opus rationis’, una obra de la razón. En fin, creo que ya me he excedido en lo que da de sí un artículo de periódico. El tema es tan decisivo para el futuro, que me parecería prometedor que este artículo generara un debate serio. Los que leen esta sección saben con qué perseverancia intento que un foro como este sirva de espacio de reflexión, del que emerja una ‘inteligencia compartida’. Este asunto, que despierta emociones profundas, debe ser tratado como decían lo antiguos: ‘Sine ira et studio’, sin furia y con información.