La neurología no puede -tal vez tampoco quiere- confirmar o desmentir la existencia de Dios. Sin embargo, mediante técnicas de neuroimagen tales como la resonancia magnética o la tomografía por emisión de fotón único, ha podido demostrar que determinadas experiencias de las llamadas espirituales activan ciertas áreas cerebrales. Por ejemplo, una persona que practica meditación con asiduidad consigue apagar circuitos relacionados con el tiempo y la autoconciencia, de modo que puede llegar a sentir algo parecido a existir fuera del tiempo y del espacio. Aunque, desde luego, lo que no aclara la ciencia es si es preciso creer en algún dios para desarrollar esa sensación de comunión con el universo o bastaría simplemente con adiestrarse en el arte de meditar.
Por otro lado, la neurología también ha comprobado que en los cerebros de las personas creyentes y las no creyentes se activan estructuras distintas cuando, por ejemplo, leen un mismo salmo. Parece lógico, ya que los creyentes han hecho un aprendizaje social, emocional, cognitivo… que, forzosamente, ha tenido que producirles cambios cerebrales; de la misma forma que a un pianista se le activan circuitos que a quienes no sabemos tocar el piano no se nos ponen en marcha.
En cualquier caso, los sujetos tienden a relacionar sus experiencias místicas con lo transmitido por su propia cultura o religión. Así, por ejemplo, ante un arrebato de euforia religiosa un católico hablaría de Dios, mientras que un vaishnava se referiría a Vishnú.
Y es que, como cuenta Jesús Mosterín en su libro La naturaleza humana, para llegar a aceptar y creer unas ideas religiosas se necesita un adoctrinamiento solo posible en el seno de la comunidad que las mantiene: "Las capacidades cognitivas universales no bastan para aceptar ninguna doctrina religiosa particular; en la mayor parte de los casos se requiere el adoctrinamiento previo en la infancia o bien la espada en el cuello".
Así, es imposible (a no ser que se recurra a la guerra santa) imponer otra religión a un creyente; pongamos por caso, obligar a un obispo católico a abrazar el islamismo. O exigir que una persona atea crea en Dios.
Afortunadamente, en nuestras latitudes, la religión no es algo que pueda imponerse; los tiempos en que los súbditos profesaban, por real decreto, la de sus príncipes han pasado a la historia. Aunque todavía conservamos rémoras que es preciso eliminar. Esta semana la Conferencia Episcopal ha advertido de que la nueva ley de interrupción voluntaria del embarazo es "objetivamente incompatible con la recta conciencia moral", confundiendo, así, una vez más sus creencias con las de la totalidad de la ciudadanía. Los obispos siguen considerando que la legislación en democracia debe someterse a los dictados de la Iglesia.
Sin embargo, no todos los y las creyentes son de esta misma opinión. Así, en el blog Católicas y disenso se puede leer: "Como católicas podremos serle fieles a nuestra tradición y regirnos por los mandatos de nuestra conciencia cuando tengamos que tomar decisiones respecto a un embarazo no deseado".
Y es que, afortunadamente, hay creyentes que abundan en la idea de separar Iglesia y Estado, de acabar con los privilegios del Concordato con la Santa Sede y de afianzar un Estado laico como garantía para construir una sociedad libre y plenamente democrática, cuya base sería idéntica e igualitaria para toda la ciudadanía, con libertad de culto para los individuos.
Estos mismos objetivos son los que persigue el Moviment Laic i Progressista al promover, para antes de las elecciones al Parlament, que todos los partidos políticos que concurren a las urnas firmen el Pacte Nacional per a la Laïcitat. Un pacto de este tipo sería una garantía para creyentes y ateos y, a la vez, establecería para todos unas mismas reglas del juego: los derechos humanos.
Los Estados laicos son un logro del Siglo de las Luces, que, en España, desgraciadamente iluminó poco. Necesitamos que Rouco Varela y muchos más desempolven a Voltaire.