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Estado laico, milagros y otras cosas

Uno de los países de América Latina en donde la Iglesia Católica y las congregaciones cristianas de diversas denominaciones tienen mayor influencia en los ciudadanos y los gobernantes, es Costa Rica. Y mucho de ello tiene que ver con factores culturales heredados, no por una acendrada fe en la doctrina de cada una de ellas, y mucho menos por el ejemplo de sus sacerdotes y pastores, que en realidad no son más que mercaderes de la religión.

Durante el transcurso de los últimos años se sucedieron en el país al menos tres momentos importantes a nivel de lo que importa a la sociedad en su conjunto: el planteamiento de eliminar la disposición constitucional que convierte a Costa Rica en uno de los últimos países “confesionales” en el continente, con la arremetida atrabiliaria de la Iglesia Católica, que veía la posibilidad de perder los beneficios económicos que le trae ello, y la solicitud de las congregaciones cristianas de obtener las mismas prebendas; la intromisión de las autoridades eclesiásticas católicas en las campañas políticas, como en realidad lo han venido realizando; y la reacción violenta, hipócrita y desmedida en contra de la posibilidad de considerarse en la Asamblea Legislativa algún proyecto de ley que reconociera los derechos civiles a uniones de personas del mismo sexo, hasta el punto de apoyar la iglesia católica y la mayoría de las congregaciones cristianas, por diversos medios, la convocatoria a un referéndum para dilucidar este asunto. Es decir, poner a una mayoría ignorante, manipulada por ello mismo, y homofóbica, a decidir los derechos humanos de una minoría. Lo cual la Sala Constitucional finalmente se lo trajo abajo.

Al final, se nos dio la razón a quienes expresábamos que los derechos humanos se aceptan, no se discuten, y mucho menos se decide su aplicación y reconocimiento a grupos minoritarios por una mayoría generalmente compuesta por fanáticos e incultos. Que la razón y la ley tenían que prevalecer sobre las consideraciones personales de cada quien, fueran cuales fueran los intereses en juego. 

Un grupo de diputados de diversas tendencias políticas, deseosos de eliminar una de esas “curiosidades” que se encuentran en la Constitución Política de la República de Costa Rica, propusieron tiempo atrás la eliminación de algo que casusa risa a través del mundo entero: que en el Artículo 75 se estipula “que la religión Católica, Apostólica y Romana, es la del Estado, el cual contribuye a su mantenimiento”. Es decir, que un ente jurídico, sin voluntad ni conciencia propia, tiene una religión, cosa absurda desde el punto de vista jurídico y político.

La propuesta fue elaborada por el Movimiento por un Estado Laico en Costa Rica,  que es una alianza informal que agrupa a la Escuela Ecuménica de Ciencias de la Religión de la Universidad Nacional, la Universidad Bíblica Latinoamericana, la Iglesia Luterana de Costa Rica, el Centro de Investigación y Promoción para América Central de Derechos Humanos (CIPAC), el Movimiento Diversidad, la Agenda Política de Mujeres, la Colectiva por el Derecho a Decidir y la Asociación Costarricense de Humanistas Seculares; así como a personas no organizadas formalmente y que han venido aportando de modo individual al grupo.

Esto produjo de inmediato una andanada de dimes y diretes, entre quienes defienden la postura de un Estado laico (no confesional) y la  jerarquía eclesiástica, pues saben que perderían lo único que les importa del artículo: que el Estado contribuye a su mantenimiento.

Pero antes de continuar nuestras consideraciones es indispensable aclarar ciertos términos. Por laicismo entiende la Real Academia la doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, de toda influencia eclesiástica o religiosa. El concepto de Estado laico se refiere, de modo propio, al Estado independiente de toda influencia religiosa, tanto en su constitución como en sus individuos. Este uso extendido de la expresión Estado laico parece que es el que se suele emplear.

El laicismo, por su parte, se define como una doctrina que se contrapone a las doctrinas que defienden la influencia de la religión en los individuos, y también a la influencia de la religión en la vida de las sociedades. En cuanto tal debe considerarse una doctrina más, que no es religiosa porque se basa precisamente en la negación a la religión de su posibilidad de influir en la sociedad, pero no hay motivo para considerarla más que eso: una doctrina más, tan respetable como las doctrinas que sí son religiosas, pero no más. Por lo tanto, la cuestión es la posibilidad de que el Estado sea verdaderamente independiente de cualquier influencia religiosa.

Naturalmente, la independencia del Estado de cualquier influencia religiosa se debe entender en el contexto del derecho a la libertad religiosa. La Declaración de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, en su artículo 2, 1 establece que “toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración sin distinción alguna de (…) religión”.  El artículo 18, además, indica que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”. El artículo 30, que cierra la Declaración de Derechos Humanos, prohíbe que se interpreten estos derechos en el sentido de que se confiera derecho al Estado para realizar actividades o actos que tiendan a suprimir cualquiera de los derechos proclamados por la misma  Declaración.

Los constitucionalistas contemporáneos suelen poner el límite del orden público en el ejercicio de la libertad religiosa, y así ha sido recogido en la mayoría de las Constituciones en vigor. El orden público como límite al ejercicio del derecho a la libertad de religión -y de otros derechos- se puede interpretar como la garantía del respeto a los derechos humanos por parte de los fieles de una confesión religiosa. El límite del orden público no viene recogido en la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, pero no parece razonable constituir el derecho a la libertad religiosa como absoluto, sin los límites siquiera de los demás derechos humanos. Fuera de los casos en que el ejercicio de la libertad religiosa atente al orden público, el Estado debe garantizar el libre ejercicio del derecho a manifestar la propia creencia religiosa.

La Iglesia Católica, por su parte reconoce el derecho a la libertad religiosa en la Declaración Dignitatis Humanae, del Concilio Vaticano II, en su número 2: “Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, sea por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana; y esto, de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos”.

Por ambas fuentes -la eclesiástica y la civil- vemos que el papel del Estado en la libertad religiosa consiste en garantizar su ejercicio por parte de los ciudadanos. La libertad religiosa puede tener los límites del orden público, pero nunca se pueden interpretar en el sentido de obligar a nadie a obrar en contra de su conciencia. Una de las consecuencias más importantes es la regulación de la objeción de conciencia, pero su examen excede del objetivo de este artículo.

Libertades Laicas

Pero hay detrás de todo ello un tema de enorme importancia: el papel de la práctica religiosa en la democracia naciente desde finales del siglo XVIII. Y sobre ello debemos recordar que, dentro de su estructura moderna, la raíz inmediata de la democracia se puede encontrar en el protestantismo estadounidense, organizado para un «vivir juntos» más allá de la pluralidad de iglesias por una gestión compartida de la ciudad en común. Eso no se hará sin choques: comenzará en la Guerra de Independencia para llegar al siglo XX, pero desde el inicio, para los independentistas, la dimensión de la separación de las iglesias y del Estado es una adquisición no negociable. Cuando la Francia revolucionaria retomó este modelo estadounidense, chocó con una Iglesia, la Iglesia Católica, con la intención, contraria a las iglesias protestantes estadounidense, de unidad. Es este choque el que caracteriza al «laicismo a la francesa»: laicismo de tipo estadounidense en un contexto de combate contra una iglesia que reivindica el poder de una manera u otra.

Pues  bien, ante los olores de “cacho quemado” de la propuesta en la Asamblea Legislativa, surgió un obispo que no se ha caracterizado por ser –precisamente- mesurado, prudente y distante de esa actitud tan propia de la iglesia católica, cual es la de la explotación emocional de las masas con amenazas más propias de la edad media que del Siglo XXI; y que se encontraba profundamente afectado por el hecho de que perdió ese año las pingues ganancias económicas que le depara a su diócesis la peregrinación propia de la Virgen de los Ángeles, que se suspendió por causa de la gripe A1N1.

Así pues, en medio de una nube de “incienso”, realizó unas declaraciones de lo más desafortunadas: solicitando a sus feligreses abstenerse de votar por aquellos aspirantes que favorecieran la instauración de un Estado laico. Y llegó a decir cosas como: “estamos frente a una campaña política en donde debemos escoger muy bien a quienes van a gobernar. Candidatos que niegan a Dios y defienden principios que van contra la vida, contra el matrimonio, contra la familia, ya los estamos conociendo”. Es decir, se fue de la lengua y sacó a relucir cosas que nadie estaba planteando. (Vean Ustedes, lectores, lo que pasó luego, cuando el pueblo eligió a la “hija predilecta de María”, según palabras del mismo Obispo: una marejada de corrupción como no se había visto antes en este país).

Lo que parece que no tuvo en consideración el prelado es que estaba infringiendo el artículo 48 de la Constitución Política, que estipula que no se puede realizar en forma alguna propaganda política por clérigos o seglares invocando motivos religiosos.

Y lo que es peor: el Presidente de la Conferencia Episcopal, Arzobispo de San José, un señor de apellido Barrantes, al defender a su colega, citó el artículo 76 de la Constitución Pastoral “Gaudium et Spes”, como si ella estuviera por encima de la Constitución de la República de Costa Rica. Es decir, en medio del terror de perder los apoyos económicos, perdió el sentido de las proporciones.

Esto, a mi parecer, impactó colateralmente las posiciones de los candidatos presidenciales, quienes debieron manejar el tema con suma delicadeza, para no verse asfixiados por la mezcla de los olores de cacho quemado e incienso, pues cuando un pueblo entero que se declara católico (pero hasta allí) y vive como ateo, pero que en su ignorancia es susceptible de ser manipulado por este tipo de exabruptos, corren peligro sus candidaturas, en el sentido de que los ignorantes impresionables entiendan lo que el obispo desea y no lo que los candidatos expresan.

Ya es hora que, en vez de estar metiéndose en política, y cometiendo semejantes barbaridades, la iglesia católica se dedique a evangelizar, de palabra y con el ejemplo (que buena falta le hace después de todos los escándalos de pederastia y manejos financieros delictivos) tal como lo señaló ese maravilloso carpintero judío de Nazaret. No tenía el susodicho autoridad moral alguna para señalarle a nadie cómo deben votar en las próximas elecciones, mientras todos sabemos que su comportamiento no es precisamente “evangélico”.

Y ahora, en este momento en que se declara como “milagro” la curación de una ciudadana de un enfisema cerebral, el Arzobispo de San José –que gracias a normas vaticanas debe jubilarse, y así lo hará, gracias a Dios- se permitió hacer unas declaraciones de lo más absurdas.

Dijo, y cito: “si Juan Pablo II es el gran defensor de la vida (el milagro es atribuido a su intercesión ante Dios) ¡diay! Yo digo que nos está diciendo: por Dios respeten la vida… Luego: “me extraña que una corte de derechos humanos nos imponga una ley contra el derecho a la vida. A lo que le respondió Montserrat Sagot, politóloga y líder feminista: “una cosa es proclamar un milagro y que cada persona, de acuerdo a sus creencias, vea qué hace con esta información, y otra es usar esta historia para interferir en asuntos de política pública y en la que están involucrados derechos humanos.”

Y terminó diciendo el Arzobispo: “me duele escuchar que queramos un Estado laicista (leyó Usted bien, dijo laicista, no laico), que echemos a Dios de las leyes, en donde Dios pasa a lo privado. Esa gente lo que dice es saquémoslo de las escuelas y de la Constitución. Eso no lo podemos permitir.”

Mientras en la Santa Sede soplan vientos de modernización, acá soplan los gases mefíticos del más aberrante medievalismo. Es más, la misma iglesia y concretamente Benedicto XVI, señalaron que estaba bien el que los Estados fueran laicos. ¡En fin, tenemos una iglesia medioeval para una feligresía también medieval, campesina, ignorante, influenciable por los anatemas y la condenación eterna!

Como reza el adagio musulmán, nos sentaremos en la puerta de nuestra tienda y veremos pasar el cadáver del enemigo. Es decir: paciencia; ya se aclararán estos nublados de incienso y cacho quemado.

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