La mayor garantía para que en una sociedad cada individuo -y cada familia- organice su vida de acuerdo a sus convicciones y creencias personales es fortalecer al Estado laico, que no puede promover – de forma directa o indirecta- la religiosidad o doctrinas no religiosas como el ateísmo, el panteísmo o el agnosticismo.
La laicidad estatal es poco comprendida y aun hoy podemos encontrar prácticas institucionales, normas jurídicas, decisiones administrativas, debates de temas públicos y contenidos educativos que responden a ciertas creencias religiosas, por ejemplo la definición de matrimonio; la prohibición del uso de células madre; la enseñanza -en la educación secundaria- del creacionismo al mismo nivel de la teoría de la evolución; sentencias judiciales sustentadas en normas religiosas; los argumentos que se esgrimen en el debate sobre la despenalización del aborto en la Asamblea Nacional; la invocación a Dios en documentos de instituciones públicas.
Defender, en todos los niveles de la actuación estatal, la neutralidad religiosa es un medio para garantizar la libertad de pensamiento, conciencia y religión de todos, una libertad que se ve amenazada en muchas ocasiones por la promoción oficial de una religión o una ideología en particular.
Apenas en la Constitución del año 2008 se estableció que el Estado es laico, una declaración que llegó 113 años más tarde que la revolución liberal lograra que la enseñanza oficial, y la costeada por las municipalidades, sea seglar y laica, pero esta declaración está lejos de ser una norma de conducta.
De hecho, todo el que critique el irrespeto -casi permanente- al laicismo en nuestro país por parte de entidades y funcionarios públicos se arriesga a ser etiquetado como enemigo de la religión, siendo tachado de intolerante, incluso de actuar por una suerte de ‘cristianofobia’ encubierta. Muchos a quienes les molesta las críticas al irrespeto de la neutralidad estatal parecen defender las ventajas de que gozan en el debate público ciertas ideas provenientes de su religión, parece que enoja la sola idea de perder los privilegios que ha hecho que el Estado se vuelva una caja de resonancia de ciertas convicciones personales.
Quien defiende estos privilegios pierde de vista que la no existencia de una religión oficial -y la defensa de un Estado laico- es la máxima garantía – a mediano y largo plazo- de que las personas puedan ejercer su libertad de creer o no creer.
Es un deber de los funcionarios públicos actuar con neutralidad absoluta en materia religiosa, incentivando el sentido y los valores del laicismo, no usando argumentos religiosos para tomar decisiones de carácter público.
El 93 % de los ecuatorianos tienen una religión, su opción debe ser defendida y protegida por medio de un Estado laico, no ateo como se dice, porque los derechos no están sometidos a los gustos, opciones o preferencias de las mayorías.
Farith Simon