Desafortunadamente, vivimos en un Estado que tiene una laicidad no cultivada fruto de nuestra historia reciente y en el que se admite una relación de privilegio de una religión frente al resto, y la cuestión religiosa no está fuera del espacio público
Hace dos décadas iniciamos un vertiginoso cambio en la composición étnica, cultural y religiosa de nuestra sociedad. En este tiempo, ésta ha ganado en color, sabor y matices. Oímos lenguas distintas e interactuamos con personas de doscientas nacionalidades diferentes que nos aportan su acervo, su idiosincrasia, su forma de ser, de pensar y de sentir. Casi nada…
Hoy las sociedades modernas se caracterizan por ser sociedades multiculturales y multiconfesionales. Ese pluralismo cultural/religioso es entendido básicamente por la presencia/coexistencia de personas provenientes de diferentes culturas/religiones en un mismo espacio físico sin conferir con ello una mayor caracterización.
Una definición no excesivamente académica del término cultura y que nos podría servir para contextualizar la cuestión podría ser que ésta es un conjunto de normas, costumbres, formas de vida y pautas de conducta de personas que forman un grupo que conviven en un mismo espacio. Ésta se aprende, transfiere, interpreta la realidad, es compartida de distinta manera o gradientes, tiene su propia simbología, etcétera.
A unos nos costó más o menos darnos cuenta de esta nueva realidad, aunque quizás menos de lo esperado. Poco a poco, nos fuimos abriendo; en la calle, en los centros de trabajo, en las escuelas, en el mercado o en plazas y parques, espacios de ocio y disfrute. Quizás nos costó más al principio. Sentíamos curiosidad por el otro, por el de fuera, pero a la vez reservas y respeto a lo desconocido. Lo de siempre, el miedo a lo nuevo. Con todo y con ello, nuestra sociedad adoptó una posición neutra o positiva hacia la integración de éstos en su mayor parte. Tanto es así y nada es mejor reflejo de esto, que muchos de nosotros les confiamos a su cuidado lo que más queremos, nuestros mayores y menores, les abrimos las puertas de nuestra casa, y eso es un signo inequívoco de un proceso de maduración social y de acomodación mutua.
Otros por el contrario hicieron/hacen el camino inverso. Azuzan los miedos en una sociedad ávida de respuestas y certezas. Se dedican a levantar sospechas, a poner bajo el punto de mira al de fuera, le otorgan la paternidad de todos los males que nos asolan, agitan la bandera de la intransigencia, del racismo, xenofobia o islamofobia. Promueven la confrontación pública de las cuestiones que conforman el imaginario más personal y por tanto privativo de las personas, como son las creencias y las identidades, provocando un conflicto permanente sustentado en una visión de una cultura/religión predominante frente a las otras. Las crisis económicas son un buen canal de transmisión que inocula este virus a un número cada vez mayor de personas alimentando esta cosmovisión éticamente deplorable.
El principal rasgo que distingue la multiculturalidad de la interculturalidad es que la primera acentúa las diferencias entre los miembros que coexisten en un mismo espacio mientras que el segundo enfatiza en lo que tienen en común. Parece desde luego deseable y un estadio mayor de desarrollo social las sociedades interculturales.
Para evitar lo que algunos plantean como inevitable, debemos trabajar en favor de una sociedad intercultural que favorezca y promocione una interacción, intercambio, comunicación, desde la reciprocidad entre las culturas/religiones en contacto, manteniendo las señas de identidad de cada una de ellas, siendo la laicidad y los valores cívicos republicanos clásicos (libertad, igualdad, fraternidad) los que conformen el frontispicio que impere en la esfera pública y actúen como principios esenciales vertebradores de la convivencia. La laicidad en el espacio social compartido es la mejor garante de la libertad y respeto. Es el mejor árbitro para preservar el carácter universal de los derechos humanos, valores cívicos… La promoción de la igualdad de oportunidades, la integración sociolaboral, la lucha contra la desigualdad, la práctica política participada de toda la comunidad, etcétera, y la extensión/globalización de estos principios superarán un falso debate entre libertad y seguridad.
Solo desde este punto de partida podremos reconocer las diferencias entre grupos y personas (que no desigualdades) como valor positivo, enriquecedor de lazos sociales o favorecer el desarrollo de fuertes relaciones sociales (en parte, de tipo comunitario) en entornos diversos: trabajo, escuelas, barrios y generar un espacio público de carácter integrador y convivencial, expresión social de unas relaciones democráticas de calidad frente a los prejuicios y estereotipos de carácter religiosos, étnicos o culturales.
Desafortunadamente, vivimos en un Estado que tiene una laicidad no cultivada fruto de nuestra historia reciente y en el que se admite una relación de privilegio de una religión frente al resto, y la cuestión religiosa no está fuera del espacio público y en sus representaciones colectivas y comunitarias no siempre disociada de las instituciones/poderes del Estado. El art. 16 de la Constitución es esclarecedor en este sentido.
Muchas son las cosas que hemos visto, oído y leído a raíz de los atentados terroristas de París referidos a la integración del otro, del extranjero, del de fuera, del que procesa otra religión distinta a la mía, etcétera. Algunos se preguntaban si es posible el multiculturalismo; otros directamente ponen el ojo acusador a todo el que profesa la religión musulmana. Desgraciadamente, intransigencia y barbarie van una vez más de la mano ante la impotencia de la mayor parte de toda la Humanidad, que asiste atónita y con profundo dolor a todos estos acontecimientos.
El autor es sociólogo-director de la Fundación Anafe