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Espiritualidad y religión · por Antonio Pintor

​Descargo de responsabilidad

Esta publicación expresa la posición de su autor o del medio del que la recolectamos, sin que suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan lo expresado en la misma. Europa Laica expresa sus posiciones a través de sus:

El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.

El neurocientífico Michael S. Gazzaniga en su libro El cerebro social dice: “…Las creencias tienen una importancia fundamental para la persona y, como tales, pueden llevar a superar a las fuerzas que actúan sobre la misma producidas por las recompensas y los castigos a que se ve sometido su comportamiento.En mi opinión la presencia de creencias en nuestra especie se debe al modo como está organizado el cerebro humano. Con la aparición de sistemas como los del hemisferio izquierdo, que permiten hacer inferencias, capacidad que libera a los humanos del interminable aburrimiento de tener que avanzar por ensayo y error, el sistema se vio comprometido de forma ineludible a la construcción de creencias humanas. Un sistema cerebral que pueda hacer inferencias sobre los acontecimientos del mundo real también las hará, por definición, sobre sus propios comportamientos y sentimientos.

Una vez que las creencias entran en escena, el organismo deja de vivir únicamente en el presente. El sistema de respuestas condicionadas que había gobernado desde siempre a las criaturas biológicas pasa ahora a formar parte de un sistema cerebral capaz de controlar su poder.”

Como dijo el biólogo evolucionista y creador de la “Sociobiología” E.O. Wilson:

La predisposición para la creencia religiosa es la fuerza más compleja y poderosa en la mente humana y con toda probabilidad una parte imborrable de la naturaleza humana”.

Quizás sería más correcto, y esperanzador, referirse a “la predisposición para la espiritualidad” que constituye el sustrato cerebral de la religiosidad pero que no necesariamente aboca a ella. Esta condición nos abre una puerta a la esperanza de una sociedad en la que la experiencia espiritual, en el sentido que desarrollamos en el texto, no se vea contaminada o sustituida por la narrativa religiosa.

Un error frecuente, causa de muchos malentendidos en este debate, consiste en confundir la “experiencia espiritual” con la “experiencia religiosa”. Si bien es cierto que la religiosidad está basada en la espiritualidad (que es anterior y tiene un sustrato cerebral) y no se concibe sin ella, la espiritualidad sí puede darse sin religión, como es el caso de personas que pertenecen a corrientes filosóficas o morales que al carecer de dioses no pueden llamarse religiosas (agnósticos, ateos, budistas, taoístas, jainistas, confucionistas, etc.). En estos casos podemos encontrar espiritualidad sin que exista religión al no darse las condiciones, ni etimológicas (religión procede del latín religare, unirse a un dios), ni de sus prácticas al considerar la “religión” como la reverencia compartida por lo sagrado entendido como algo sobrenatural y que se asocia a diversos símbolos, rituales, y cultos.

Al ser la espiritualidad la base sobre la que se eleva el edificio de las religiones, es importante conocer las explicaciones sobre su génesis.

El proceso consistiría en el desarrollo de una circuitería cerebral, resultado del proceso evolutivo, que posibilita la experiencia personal de los estados alterados de conciencia y las experiencias místicas de los chamanes y sujetos susceptibles.

Estas vivencias dieron origen a las teorías vitalistas y/o animistas que son la fuente de toda religión, que comienza siendo individual para con posterioridad trasladarse a la sociedad. De manera que la experiencia espiritual/religiosa personal fue, en sus inicios, anterior a la religión institucionalizada. Esta situación cambió, como nos dice Martin W. Ball en su libro “La evolución enteógena”, cuando “Con el surgir de la Iglesia Católica romana y otras sectas de la cristiandad ortodoxa, la importancia de la experiencia espiritual inmediata fue sometida a la casta sacerdotal de autoridades masculinas que reivindicaban la conexión exclusiva con lo divino, desautorizando las practicas que permitirían a sus seguidores experimentar directamente lo divino de manera inmediata”.

En la actualidad sabemos, gracias a la neurociencia, que la única realidad que conocemos y experimentamos es la “realidad cerebral”. De manera que,tanto si nos referimos a aquellos aspectos de la realidad ordinaria y cotidiana como a la que podríamos denominar “segunda realidad” o “realidad espiritual o trascendente”, es en la actividad de ciertos circuitos cerebrales que denominamos “cerebro espiritual” donde se generan las experiencias místicas o espirituales. Estas experiencias se pueden producir, en algunas personas susceptibles, de manera espontánea y de manera más habitual mediante el uso de técnicas como la meditación o ingiriendo sustancias alucinógenas o enteógenas (etimológicamente “dios generado dentro de nosotros”).

Desde una perspectiva neurocientífica, diríamos que los fenómenos sobrenaturales surgen de la interpretación errónea que nos aporta el circuito denominado “interprete cerebral” de una realidad, que suponemos externa al proyectar hacia fuera algo que se genera, como la mayor parte de la realidad que conocemos, en nuestro cerebro. No existe ninguna prueba que nos lleve a pensar en la existencia, fuera de nosotros, de un mundo espiritual en contraposición al mundo material, por ello cuando usamos la palabra “espiritualidad”, aunque lastrada por las connotaciones del pensamiento dualista que la asocia a seres inmateriales o espíritus (aliento de vida), lo hacemos en el sentido de tener experiencias que nos conmueven en lo más profundo y que se diferencian de las cotidianas.

Al no disponer de una palabra alternativa con la que referirnos al concepto de espiritualidad libre de las connotaciones religiosas nos vemos en la necesidad de redefinirlo usando los conocimientos procedentes de las investigaciones neurofisiológicas, como la aportada por Francisco J. Rubia, catedrático de medicina, escritor e investigador, en su libro “El cerebro espiritual”, según la cual “espiritualidad” podría definirse como “El sentimiento o impresión subjetiva de alegría extraordinaria, de atemporalidad y de acceder a una segunda realidad que es experimentada más vívida e intensamente que la realidad cotidiana y que está producida por una hiperactividad de estructuras del cerebro emocional.

Esta conceptualización del término “espiritual”, además de mayor rigor científico, resulta más integradora, ya que incluye lo que entendemos por las experiencias místicas de personas religiosas, pero también otras que no lo son. El hecho de que estas experiencias sean resultado de la actividad cerebral señala, que la llamada espiritualidad no es algo distinto de, o contrario a, la materia de la que el cerebro está compuesto.

En opinión de los expertos en el estudio de poblaciones primitivas, las creencias espirituales aparecen en todos los grupos estudiados, no así las creencias religiosas, de manera que son consideradas componentes de la naturaleza humana y sobre esta base biológica asientan las diferentes religiones. A este respecto la antropóloga Bárbara King ha publicado que en estudios con gemelos se ha demostrado de manera significativa que la espiritualidad, pero no la religión, es heredable. Y el genetista Dean Hamer dice: “La espiritualidad viene de dentro. La semilla tiene que estar ahí desde el comienzo. Tiene que ser parte de nuestros genes”.

De manera que sobre la espiritualidad, que es una experiencia subjetiva e individual, se eleva un edificio de normas, dogmas, rituales, etc., que conforman las diversas religiones, convirtiendo su origen en multifactorial en función del contexto social en el que aparezcan.

Antonio Pintor Álvarez.

Almería. Septiembre de 2024

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