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España: Islam y Estado

El informe de la Comisión Stasi sobre la laicidad en Francia, presentado al presidente Chirac para su arbitraje en tanto que gran padre de la República o a manera de monarca ilustrado, ha llamado la atención estos últimos días en la prensa española, sin que se recuerde que no pocas de las propuestas con que concluye dicho informe fueron ya tratadas hace ahora once años en el «Acuerdo de Cooperación del Estado español con la Comisión Islámica de España», de 28 de abril de 1992, publicado en el Boletín Oficial del 12 de noviembre de aquel año.

Dicho acuerdo fue considerado modélico por algunos estudiosos europeos, pues su firma contribuyó a la federación de corrientes islámicas presentes en nuestro país en una unificada Comisión Islámica de España, intentando resolver así una de las cuestiones que más dificultan la relación con el Islam en las sociedades europeas, su diversidad, la ausencia de un centro único de dirección comunitaria. Desde entonces, si algo ha caracterizado la actuación de la Comisión Islámica ha sido su compromiso por lograr la plena integración de la comunidad musulmana en la vida y los valores de la sociedad democrática española, por conseguir la plena normalización del hecho musulmán en nuestro país, no habiendo recibido a cambio un pago por parte de la Administración española acorde con lo firmado en 1992.

Lo más llamativo del informe francés ha sido la sugerencia de prohibición en la escuela de los signos ostensibles de carácter religioso o político y la posibilidad de establecer como días de fiesta en la escuela pública las festividades religiosas del Aid al Kabir y el Yom Kippur, que el mundo de la empresa podría también incorporarlas a su calendario laboral, siempre en concertación entre los actores sociales. El acuerdo de cooperación español citado señalaba seis fiestas musulmanas: la del comienzo del año islámico (1º de Muharram, al-Hiyra), el décimo día de Muharram (Achura, conmemoración del martirio de Hussein, hijo de Alí), el nacimiento de Mahoma (Idu al-maulid), la noche de la escala o ascensión de Mahoma (Al isra wa-l-mi’ray), el Aid al Saguir o fin del mes de Ramadán (Idu al-Fitr) y el Aid al Kabir o fiesta del sacrificio (Idu al-Adha), fiestas todas ellas movibles, que se rigen por el calendario lunar islámico. Todas estas fiestas – según el acuerdo de 1992- pueden, a petición de los fieles musulmanes, sustituir, «siempre que medie acuerdo entre las partes, a las establecidas con carácter general por el Estatuto de los Trabajadores», considerándolas entonces retribuibles y no recuperables.

Más aún, los miembros de las Comunidades Islámicas en España podrán solicitar la interrupción de su trabajo los viernes de cada semana entre las 13.30 y las 16.30 horas para poder asistir a la mezquita, así como terminar su jornada laboral durante el Ramadán una hora antes de la puesta del Sol. Naturalmente, todo esto debe ser pactado entre patronos y obreros y las horas no trabajadas deben ser recuperadas sin compensación alguna.

Igualmente estas fiestas y estos horarios especiales permiten la dispensa de asistencia a clase y de celebración de exámenes para los alumnos cuyos padres lo soliciten. Referente a los centros docentes públicos y privados concertados, el artículo 14.4 del acuerdo establece que para los alumnos musulmanes que lo soliciten «se procurará adecuar (la alimentación) a los preceptos religiosos islámicos, así como el horario de comidas durante el mes de Ramadán».

No hay que olvidar que cuando esta ley se promulgó la comunidad islámica en España apenas contabilizaba entre 150.000 y 200.000 personas, casi la mitad de ellas en las ciudades de Ceuta y Melilla. Hoy se sitúan en torno al medio millón. La población escolar musulmana era muy escasa entonces, mientras hoy se acerca a los 50.000 niños en las escuelas españolas. Tiempo es, pues, de plantear un debate sereno en nuestro país que permita resolver mediante el diálogo las situaciones derivadas de este cambio cuantitativo de la comunidad musulmana, sin que sea necesaria una nueva ley, como en Francia, que haga resaltar las aristas que separan a unos de otros grupos humanos.

Las relaciones entre el Estado y la Comisión Islámica no están en el mejor de sus momentos. A pesar de la existencia del acuerdo, que garantiza el derecho a la enseñanza de la religión islámica a los alumnos musulmanes en los centros docentes públicos y concertados, apenas si hay en toda España 24 centros en los que se enseña, 4 en Madrid y el resto en Ceuta y Melilla, en clara discriminación con los que reciben la enseñanza católica. No sólo los musulmanes sufren esta discriminación, sino también las otras minorías consideradas de «notorio arraigo» en nuestro país, como la protestante o la judía. Según el Convenio de Designación y Régimen Económico de las personas encargadas de la enseñanza religiosa islámica, de 12 de marzo de 1996, el objetivo era atender a este derecho, cualquiera que fuera el número de los alumnos que lo solicitasen, comprometiéndose el Estado a compensar económicamente a las comunidades islámicas responsabilizadas de la  designación del personal competente para la enseñanza religiosa, buscando siempre agrupar de manera racional a los alumnos. Poco se ha avanzado en este terreno en los últimos ocho años, siendo evidente el bloqueo del desarrollo del acuerdo. No pienso que esta actitud discriminatoria, de desdén hacia justas reclamaciones de equidad, contribuya a otra cosa que a colmar un vaso que puede desembocar en tensiones en la convivencia.

En algunas localidades españolas se han desarrollado en los últimos tiempos conflictos entre la población musulmana y las administraciones locales por causa del establecimiento de una mezquita en barrios del centro o de un camposanto islámico en el cementerio municipal. Como era de esperar, no han faltado los explotadores de la xenofobia, que han indispuesto a los vecinos con los musulmanes de la localidad. En muchos casos, los políticos han terminado cediendo por electoralismo a una opinión envenenada de racismo, bien negándose a ceder locales municipales para enterramientos, bien alejando del centro de las ciudades los oratorios, instalándolos en los barrios industriales y en las periferias. Cuando, por falta de locales adecuados y para evitar lo que en Francia se llamó por el actual ministro del Interior un «Islam de los garajes», practicado en lugares poco convenientes, los musulmanes recurren a efectuar la oración de los viernes en las plazas públicas, terminan por provocar en la opinión pública un malestar que no siempre encuentra la respuesta adecuada en los representantes municipales, que deberían actuar de intermediarios en conflictos de convivencia ciudadana.

A otra escala, la recomendación de adecuación en las cantinas escolares de la comida a las peculiaridades religiosas del alumnado puede crear, para quienes no la entiendan, problemas innecesarios. Se ha llegado a plantear que comer cerdo en nuestros comedores escolares es para el inmigrante musulmán «un acto de respeto hacia la gente del país que lo acoge», una muestra de buena integración. Este solemne disparate lo es más si quien así razona es el presidente del Foro para la Integración Social de la Inmigración, Mikel Azurmendi. Nuestra sociedad necesita un debate sobre el derecho a ser diferente sin que ello presuponga que los intereses colectivos tengan que subordinarse a los privados. La mala prensa de la diversidad entre quienes dicen defender la libertad de enseñanza lleva a pintar un futuro en el que multiculturalismo, desorden, indisciplina, desinterés por el estudio y desprecio por el saber se conjugan, como hace la actual directora general de Ordenación Académica, Alicia Delibes, en sus intervenciones en la cadena Cope (y me remito a sus propias palabras, disponibles en los artículos en la Red que cualquier buscador puede proporcionarnos), para quien lo musulmán se reduce al pretendido y falaz derecho del varón a disponer de la voluntad y libertad de las mujeres de su familia.

Cuando vemos el cliché al que reducen a los musulmanes estos formadores de opinión, a quienes se les otorga la confianza para dirigir o mediar en cuestiones tan sensibles como la inmigración o la educación, vemos lejana la normalización necesaria del Islam entre nosotros. Un Islam que nada tiene que ver con un grupo cultural agresivo que amenaza nuestros valores, con una quinta columna de una fuerza exterior que pretende conquistarnos. Un Islam que en las sociedades europeas tiende a descomunitarizarse, convirtiéndose en un hecho individual, de conciencia, inscribiéndose cada vez más en el paisaje religioso cotidiano como las otras iglesias.

* Bernabé López García es catedrático de Historia del Islam Contemporáneo en la Universidad Autónoma de Madrid.

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