El apoyo del Papa al acto sobre la familia es parte de su contraofensiva en el sur de Europa
La mañana del domingo 30 de diciembre fue tan soleada en Roma como en Madrid, dos capitales unidas ese día por un mismo espíritu de batalla ideológica, por un puente verbal de viejos argumentos en defensa de la familia tradicional tendido entre la cúpula de la Iglesia católica española y el cuartel general del catolicismo mundial. De un lado, los cardenales Rouco Varela, Cañizares y García-Gasco, lanzando duras críticas contra el Gobierno socialista español. Del otro, el Papa Benedicto XVI con un discurso moderado, que contenía, no obstante, un rechazo total al divorcio, al matrimonio homosexual y a la eutanasia.
En la plaza de Colón de Madrid se escenificaba así una batalla de la guerra que el Papa se propone librar contra el laicismo galopante de las sociedades modernas. Su determinación no es de ahora. Desde sus años de cardenal y principal consejero de Juan Pablo II, el teólogo alemán Joseph Ratzinger tiene perfectamente identificado al enemigo y está decidido a combatirlo para reconquistar el terreno cedido por la Iglesia en Europa.
El domingo, el Papa defendió ante los fieles congregados en Madrid que la familia "fundada en la unión indisoluble entre un hombre y una mujer, constituye el ámbito privilegiado en el que la vida humana es acogida, desde su inicio, hasta su fin natural". ¿Era su mensaje un mero detalle de cortesía con la cúpula de la Iglesia española tan diligente a la hora de las movilizaciones de masas en defensa de las posiciones vaticanas? Todo apunta a que se trata, por el contrario, de una iniciativa en total sintonía con la Santa Sede, decidida a contraatacar en todos los frentes ideológicos abiertos en uno de sus antiguos feudos.
"Obviamente, las palabras de Su Santidad estaban preparadas desde mucho antes", responde en conversación telefónica el portavoz vaticano, Federico Lombardi. Aun así, reconoce que había algo "un poco diferente" en este mensaje de Benedicto XVI: su "considerable amplitud, mayor de lo habitual".
¿Pretendía el Papa con su alocución aprovechar las gigantescas dimensiones de la audiencia que le proporcionaba, una vez más, la Iglesia española, para lanzar su infatigable alegato en defensa de la familia tradicional? Eso parece. Su resignado análisis de hace años, cuando reconocía abiertamente que la Iglesia católica en el siglo XXI estaba destinada a constituir "un pequeño rebaño", contrasta ahora, convertido desde abril de 2005 en el sucesor de Juan Pablo II, con su afición a los baños de multitudes.
"A título personal, como profesor y estudioso, es una persona tímida y no se encuentra cómodo ante las grandes movilizaciones de masas, pero como pastor de la Iglesia, reconoce su importancia", explica José María de Vera, veterano responsable de comunicación de la Compañía de Jesús, en Roma, y un observador privilegiado de las relaciones Iglesia española-Vaticano. A De Vera, la intervención del Papa en la manifestación por la familia tradicional le pareció "una escenificación perfecta. Seguía una pauta bien concordada, era casi como una película", en la que, naturalmente, el cardenal Rouco llevaba la voz cantante. Sólo él tiene la llave de dos puertas fundamentales: la que le da acceso directo a Benedicto XVI, del que fue alumno, y con el que puede conversar en alemán; y la que le comunica con los grandes movimientos religiosos que, como el Camino Neocatecumenal, liderado por Kiko Argüello, son capaces de reunir casi de un día para otro masas oceánicas de fieles.
La prensa italiana no ha dudado en hablar de un millón de personas al informar de la concentración de la madrileña plaza de Colón. Una cifra exagerada, pero capaz de encandilar a cualquiera. Después de todo, Benedicto XVI sólo ha reunido a 2,8 millones de personas en total, sumando las audiencias y las celebraciones litúrgicas, en todo el año 2007. Animado por este despliegue de poder que le ofreció la Conferencia Episcopal Española, y por algunos signos de cambio que aparecen en el panorama político europeo -como la elección de Nicolas Sarkozy, en Francia-, el Pontífice ha decidido movilizar a sus huestes contra las fuerzas del laicismo.
"El Papa y el secretario de Estado quieren que haya mayor participación de los católicos en la vida pública. Benedicto XVI ha animado a todo el mundo a entrar en la dialéctica de la vida política y de la sociedad. De ahí su llamamiento a los profesionales católicos, farmacéuticos, médicos, políticos, para que se movilicen", reconoce el catedrático de Teología de la Universidad de la Santa Croce, del Opus Dei, Lluís Clavell. Clavell es miembro de la Academia Pontificia de Teología y lleva años en Roma, pero no se aventura a hablar del protagonismo vaticano en el evento.
Otros interlocutores, que prefieren mantenerse en el anonimato, consideran capital el papel del primer ministro vaticano, Tarsizio Bertone. "Un hombre que se ha ido escorando cada vez más a posiciones conservadoras, y que, junto al cardenal vicario de Roma, Camillo Ruini, forma parte del círculo de asesores más íntimo del Pontífice".
Ruini, precisamente, se ha lanzado a una campaña en pro de la revisión de la Ley del Aborto aprobada en Italia hace 30 años. El banderín de enganche se lo ha proporcionado el ex comunista y antiguo colaborador de Silvio Berlusconi Giuliano Ferrara, quien propone una moratoria para el aborto con el apoyo de los llamados laicos devotos, como el intelectual y senador de Forza Italia Marcello Pera.
La contraofensiva vaticana liderada también por el cardenal Bertone parece haber cobrado nuevo brío a raíz de la visita a la Santa Sede, el 21 de diciembre pasado, del presidente francés, Nicolas Sarkozy. Divorciado y todo, Sarkozy ha causado inmejorable impresión en el Vaticano, donde, para sorpresa general, coincidió con Benedicto XVI en defender la importancia de la religión católica en la vida pública y se permitió incluso alentar al clero francés a que intervenga más y con más valentía en los debates sociales y morales.
Toda una inyección de optimismo para la Santa Sede, que aspira ahora a reconquistar siquiera una parte de la influencia perdida en Francia, pero también en Italia y España, los tres feudos católicos del sur de Europa.