Activistas del grupo PowerHouse cubren con paraguas la entrada a la clínica de Servicios Sanitarios Reproductivos, el pasado viernes, en Montgomery (Alabama). A. MARS
El Estado sureño ha impulsado la ley más restrictiva del país, dentro de una ofensiva conservadora nacional, pero el viacrucis para las mujeres lleva ya muchos años
Son poco más de las 4.30 de la mañana, pero en el 811 de la calle South Perry de Montgomery ya ha empezado el trajín. Tres hombres rezan de rodillas en la oscuridad, de espaldas a un edificio bajo y envejecido, que alberga una de las tres únicas clínicas que practican abortos en Alabama. Llega un cuarto, David Day —según se presenta—, con una cámara Gopro adosada al pecho y el cartel con la imagen de un feto ensangrentado cargando en sus manos. Se queda de pie. En la casa contigua al centro médico, solo separada por un aparcamiento, los voluntarios del grupo Power House también han empezado su jornada. Bianca Cameron-Schwiesow y Margeaux Hartline se enfundan los chalecos de colores y sacan los paraguas al porche. Poco a poco van apareciendo los demás escoltas, más de una docena. Es viernes, único día de la semana de intervenciones, y se esperan 20 pacientes.
Aún de noche, a las 5.15, llega la primera. Sola. “¡Coche!”, avisa una de las voluntarias. Y todo el mundo sabe lo que debe hacer, la rutina de cada viernes; también para David. “Eso que va a hacer es matar un bebé, no dejen que maten un bebé, es homicidio…”, chilla en cuanto el vehículo entra en el aparcamiento, a donde él no puede cruzar. Bianca y otras dos escoltas acuden a recoger a la mujer, la cubren con grandes paraguas abiertos mientras sale del coche y caminan de su brazo hacia la puerta de la clínica, un trayecto de menos de 100 pasos durante los que David y otros compañeros de protestas no pararán de lanzar admoniciones hacia la nube de paraguas bajo la cual se oculta la joven. Graba con la cámara y en ocasiones retransmite la jugada por Facebook Live. Dos agentes de policía controlan que nada de se vaya de las manos. Para ahogar los gritos de los manifestantes, la gente de Power House responde con música a todo volumen. “And we gonna let it burn, burn, burn, burn…”, de Ellie Gouldin, se impone con mil decibelios sobre algo ininteligible que un recién llegado pronuncia sobre el Señor, pero no lo sofoca.
Otro coche. Esta vez va conducido por un hombre, con una mujer de copiloto y un niño en los asientos traseros. Se repite el proceso, salen los escoltas, más paraguas, más gritos. Sigue la batalla acústica. Rebel girl, de Bikini kill, suena a toda pastilla y David toma un altavoz. A la pregunta de si debería respetar la intimidad de las mujeres espeta: “¿Está matando vidas humanas y hay que ser discreto? Esto es como el Holocausto, es como la Inquisición española”.
En la acera de enfrente Robyn Blessing y un compañero acaban de aparcar, como cada viernes, una autocaravana que anuncia pruebas de embarazos y ecografías gratuitas. Una vez dentro, sin embargo, aparte de una camilla, Robyn no es capaz de mostrar ningún material médico con el que supuestamente realiza pruebas, sino decenas de folletos de organizaciones provida y un gran entusiasmo por asesorar a mujeres que —según dice—, no lo saben aún, pero sí quieren dar a luz un bebé.
Despunta el día y, junto a la autocaravana, 20 o 30 personas forma un círculo para rezar y cantar a Dios. La mayoría de los pacientes no llega a la clínica mucho más tarde del amanecer para reducir al máximo su visibilidad, por una parte, y porque hay quien viene de lejos, pues la de Montgomery no solo es una de las tres únicas clínicas de Alabama, con más de ocho millones de habitantes, sino que es la más cercana también para muchos habitantes de Mississippi o la parte continental de Florida. Por eso, dentro de la casa, hijos y acompañantes adultos de las mujeres que acuden a la clínica se refugian unas horas. Un chico, poco más que adolescente, duerme en el sofá con una niña de uno o dos años en los brazos.
Salen las primeras pacientes. “Ha matado a un bebé, usted ha matado a un bebé…”, es entonces el reproche. Un pasillo de paraguas protege su salida hasta la casa o hasta el coche. Pasado el mediodía ya ha acabado todo. La policía se va. Los manifestantes hacen lo propio, aunque luego aparece una nueva mujer, se arrodilla y empieza rezar.
“Las leyes han ido en la práctica haciéndolo más y más difícil, en los noventa había unas 20 clínicas que practicaban abortos, ahora, tres [las otras dos se encuentran en Huntsville y Tuscaloosa]. Y les ponen normas-trampa, requisitos sin sentido para forzar los cierres”, explica Mia Raven, directora de Power House.
La conservadora Alabama, uno de los bastiones del cinturón bíblico del país, ya es hoy por hoy uno de los Estados más restrictivos con el aborto. Cualquier mujer debe pasar primero por una ecografía y responder si la quiere mirar o no, recibir asesoramiento impuesto por las autoridades y aguardar un periodo de 48 horas. Nada tan radical como la ley de esta semana.
Salió adelante en el Senado estatal con el voto a favor de 25 hombres blancos republicanos, la nota dominante de dicha Cámara, frente a los noes de seis demócratas (solo dos mujeres). Pero la batalla del aborto es mucho más que una cuestión género en Alabama. En la cristalización del proyecto hay una mujer —la gobernadora, Kye Ivey, que firmó la ley, pudiendo haberla vetado— y en su origen hay otra, Terri Collins, quien la presentó en la Cámara baja, paso previo al Senado.
Este jueves se encontraba pletórica. Llevaba, dice, 40 años luchando por una ley. “El verdadero objetivo es que el Tribunal Supremo revise su criterio de que un bebé en el vientre no es una persona”, explicaba a este diario en su despacho de la Cámara, la suite 427. ¿Cuánto le influye la religión en su labor legislativa? “Dios me influye en todo lo que hago, pero mi objetivo con esto es sobre todo ayudar a las mujeres”, responde.
Alabama se ha sumado a una lista de varios Estados que han aprobado leyes muy conscientes de que serán batalladas ante sucesivos jueces —y probablemente suspendidas de forma cautelar— hasta lograr llegar al Supremo, con una mayoría de jueces conservadores, para intentar que reviertan la famosa sentencia Roe contra Wade, de 1973, que legalizó el aborto en todo el país. La llegada de Donald Trump al poder ha abonado esperanzas. Georgia, Kentucky, Ohio y Mississippi han aprobado las que se conocen como leyes del primer latido, es decir, que no se puede interrumpir un embarazo más allá de las seis u ocho semanas, es decir, cuando los ginecólogos pueden detectar la palpitación, pese a que una mujer puede no haberse enterado siquiera de que está embarazada. Al mismo tiempo, Estados más progresistas, como Nueva York, Rhode Island o Nuevo México, están impulsando otras normas con las que proteger este derecho, en una perfecta traslación de la creciente brecha política y social que parte al país.
“A los médicos nos ponen ante una elección imposible”, indica Janet Leftkowitz, directora médico para el Sureste de Planned Parenthood, cuando se le pregunta si seguiría ejerciendo en Alabama si entra en vigor la norma que puede hacer que entre en la cárcel. “Te arriesgas legalmente si rechazas a una paciente en riesgo y también si la tratas, esto va a disuadir a más médicos de ejercer en el Estado, que ya tiene un problema de carestía”, recalca.
Alabama es el quinto de Estado con mayor ratio de mortalidad en el nacimiento y, según los datos del Congreso Americano de Obstetricia, muchos condados carecen de ginecólogo. No hay nada, dice Terri Collins, que justifique lo que ella considera “matar un bebé”. Para Bob Singleton, senador demócrata de Alabama, “esto va más allá de la influencia de la religión, esto va de un partido republicano que ha decidido tomar este asunto como un mantra”. La batalla acaba de estallar, pero los paraguas llevaban ya años en el viejo Sur.