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Aunque sobre el sentido y alcance del término “blasfemia” hay tantas divergencias que la discusión podría hacerse interminable, no resulta un mal punto de partida la definición que ofrece la RAE: “Palabra o expresión injuriosas contra alguien o algo sagrado”. Por extensión, suele entenderse por tal cualquier agresión, sea verbal o simbólica, a los sentimientos de los creyentes. En el uso cotidiano, el vocablo no es nada unívoco y menos si se extiende a la subjetividad de los sentires de cada cual.
Una noción harto difusa
Qué se entiende por blasfemia no es algo objetivo, sino que depende de la perspectiva confesional o la falta de ella que uno tenga. La injuria a la divinidad carece de sentido para quien no admite su existencia. Opuesta sería la posición de aquellos para quienes lo sagrado es lo que da sentido a la propia existencia. Pero también entre estos últimos hay quienes consideran que lo trascendente está muy por encima de las palabras que puedan proferir unos simples mortales.
Para que una reglamentación de esta materia resultara equitativa tendría que regular también las expresiones de los creyentes que pudieran ofender la sensibilidad ética o las convicciones ideológicas de los no creyentes o de los adeptos a otros credos.
Lo expresable –y, a larga, también lo pensable– se limitaría entonces peligrosamente y sería arduo complejo saber cuándo algo puede molestar. Tan difícil es determinar cuándo y de acuerdo con qué criterio se produce una ofensa del sentimiento religioso que prácticamente con cualquier tentativa se estarán brindando las condiciones para que el Estado devenga en policía de la moral confesional, del sentir y el pensar de una parte de la población.
Manipulación de las conciencias
La categorización de la blasfemia es factible solo si existe un monopolio de la ortodoxia, de la interpretación de lo correcto y aceptable. De ahí que su criminalización sea algo típico, aunque no exclusivo, de las teocracias, en donde jerarquía política y religiosa van de la mano. Mundialmente conocida es la fatwa del ayatolá Jomeiní contra Salman Rushdie a raíz de la publicación de Los versos satánicos. Estas condenas públicas son un palmario ejemplo de manipulación de las conciencias para imponer una homogeneidad de pareceres y formas de vida.
Mediante la persecución de la heterodoxia se busca conformar sociedades monoconfesionales, monocordes en el pensar. Si esto acaso era viable en tiempos premodernos, resulta asaz violento en la mayoría de las sociedades contemporáneas, con una composición marcadamente plural en lo cultural y, específicamente, en lo religioso.
Con frecuencia, la criminalización del escarnio de lo religioso, una medida penal vigente aún en numerosos países del mundo, incluso en democracias liberales como la española (artículo 525 del Código Penal), tiene una función disuasoria, con el fin de encerrar a la población en una espiral de silencio. La prohibición triunfa realmente cuando logra que la gente se muerda la lengua y se autocensure.
La legitimidad de determinadas restricciones vendría únicamente de la aplicación coherente e imparcial del principio de evitación de graves daños a terceros. Este no es el caso, en principio, de la blasfemia, que no ha de confundirse con los denominados delitos de odio. A diferencia de estos últimos, no persigue la generación de un ambiente de hostilidad contra determinadas personas o grupos, y menos aún una incitación a agredirlos violentamente. Por más que se quiera equiparar, los delitos de odio constituyen una conducta claramente diferenciada y merecedora de censura jurídica.
Derecho a no ser castigado por blasfemar
Probablemente no haya un derecho a blasfemar ni un derecho a mostrarse irreverente, pero sí que hay un derecho a no ser castigado por blasfemar. El punto crucial aquí es si la blasfemia debe ser criminalizada o no.
La oportunidad o inconveniencia de multiplicar expresiones blasfemas podría ser objeto de escrutinio público, pero no de regulación jurídica. Fuera de toda discusión estaría, sin embargo, el derecho a criticar los dogmas confesionales y denostar las prescripciones religiosas, al igual que a cuestionar cualquier otra forma de ver el mundo.
Determinadas palabras y ademanes o algunas manifestaciones artísticas, incluidas ciertas sátiras y caricaturas (como las divulgadas por el semanario Charlie Hebdo o las protagonizadas por el cómico Leo Bassi), pueden ser entendidas eventualmente como expresiones de mal gusto, como provocaciones para la sensibilidad religiosa, pero eso no los convierte per se en un hecho delictivo.
Un código de buenas prácticas
Con todo, y aunque invectivas y sátiras –como las “procesiones del coño insumiso” que se han multiplicado a lo largo de la geografía española– estén amparadas legalmente en una sociedad en donde coexisten múltiples filiaciones culturales y religiosas, no estaría mal atenerse a un código de buenas prácticas que desechara provocaciones incendiarias. Que se tenga el derecho de hacer algo no significa que ese algo sea sensato o deseable.
A diferencia de sistemas totalitarios como los teocráticos, las sociedades abiertas no se pueden permitir restringir la libertad de expresión (y blasfemar no es más que uno de sus posibles contenidos). La libre expresión es signo de la autonomía personal y de la consiguiente capacidad de autogobierno. La criminalización de delitos de opinión conduce a una pendiente resbaladiza que lleva a más censuras. Cualquier mordaza a la libertad de expresión implica una grave traba para la conformación de los debates públicos, consustancial con la democracia.