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En democracia no hay herejes

En medio de las polémicas en torno a la reforma de la legislación sobre el aborto vemos cómo a algunos no les caben democracia y religión, a la vez, en la cabeza. El fanatismo moral -como decía Gramsci- que se deriva de su dogmatismo intolerante lo pretenden llevar al ámbito del derecho, ignorando reglas elementales de la democracia. Caminos fundamentalistas van por ahí cuando contra la llamada ley del aborto se manifiestan voces eclesiásticas que condenan sin escuchar nada.
 
Las condenas episcopales sólo incumben a los miembros de la Iglesia católica, máxime si se habla de excomunión o se vierten anacrónicas acusaciones de herejía. Sin embargo, el tono conminatorio empleado en medios de comunicación social, al tratar como herejes a los diputados católicos que voten a favor de la ley, proyecta esas admoniciones fuera del círculo de una confesión religiosa. Tan excesivas declaraciones pretenden incidir en la opinión pública para incrementar la ilegítima presión sobre un parlamento democrático. Hay que recordar que en una sociedad pluralista ninguna confesión puede imponer su moral y que en democracia no cabe monopolio de la verdad. Quien opina en el ámbito público ha de someterse al debate propio de una sociedad abierta, tratando de hacer valer sus razones sin negación apriorística de las de los demás, que pueden ser distintas aun perteneciendo a la misma comunidad religiosa.

No es "anti-vida" una ley de plazos para regular el hecho social de los abortos que se producen en España -más de 100.000 al año, como ya ocurría cuando gobernó el PP, que nada hizo por cambiar la legislación vigente-. Establecer plazos para la interrupción voluntaria del embarazo, además de una mayor seguridad jurídica, implica una actitud de respeto a la vida como valor. De igual manera, al fijar condiciones y límites, atiende al mandato constitucional de protección de la vida del no nacido como bien jurídico. Una ley como ésta, que reforma la legislación que despenali-zó el aborto hace 25 años, tampoco induce a la interrupción voluntaria del embarazo. Se trata de un cauce jurídico para que muchas mujeres, sin que caiga sobre ellas el Código Penal, resuelvan desde su conciencia situaciones dramáticas de conflicto de valores.

¿Tan imposible se hace comprender que para defender la vida no hace falta calificar como asesinato todo aborto? ¿Dónde está la herejía al suscribir una aquilatada legislación que pueden apoyar incluso quienes no asuman la decisión de abortar, dado que hay motivos sociales, razones éticas y justificación jurídica a su favor? No vivimos en el mejor de los mundos posibles; nuestro mundo obliga a recordar que el trigo y la cizaña crecen juntos y que, como indicaba la parábola evangélica, no hay que precipitarse con farisaicas condenas desde una supuesta pureza moral. Quienes nos movemos entre los grises de nuestra realidad, compaginando militancia política y pertenencia a la comunidad eclesial, lamentamos las cerradas posiciones de quienes derriban puentes por donde transitar hacia una mejor convivencia en una sociedad pluralista y democrática.

La descalificación como herético de un comportamiento cabalmente democrático sólo puede estar en la cerrada mente de clérigos antidemócratas. Quizá haya que decir a quienes consideran herejes a cristianos que actúan en conciencia conforme a los procedimientos de la democracia aquello que el filósofo Ernst Bloch formulaba con ironía: "Lo mejor de la religión es que produce herejes". Está claro que forma parte de lo peor de la religión que produzca inquisidores, siempre dispuestos a arrojar la primera piedra. Hace dos mil años que estamos convocados a no apedrearnos y por ahí hay que empezar para aproximarnos a la situación ideal en la que ninguna mujer se vea en el trance de verse abocada a la dolorosa decisión de abortar.

Con todo, la cuestión relevante no es la consideración como "pecado mortal público" del voto favorable de legisladores cristianos a la norma que regula el aborto, sino que el problema de fondo es la no aceptación de la aconfesionalidad del Estado. Quienes dejan traslucir su pesar por no imponer su moral a través de la ley no sólo están lejos de la laicidad del Estado que la democracia exige, sino que ni siquiera valoran que ésta garantice su libertad de expresión. Por fortuna, en democracia, desde el común respeto a la ley, nadie es declarado hereje, lo cual es un logro civilizatorio que la Iglesia católica debería valorar en su justa medida.

Firman también este artículo Esperança Esteve Ortega, Ana Chacón Carretero y Óscar Seco Revilla, diputadas y diputados del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso.

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