La corrupción posee el magnetismo de la prohibición para el adolescente; como copiar en los exámenes o mentir sobre el motivo del retraso para llegar a casa. Sólo de este modo pueden entenderse las últimas encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas, hechas públicas el pasado viernes 5 de julio, según el cual la corrupción es la segunda preocupación de la sociedad española después del paro. Pura hipocresía. La mentira social envuelve los tabúes disimulados y queridos. Si la adolescencia se ha convertido en el imperativo categórico de la sociedad, la corrupción es su condición de posibilidad, la trama de su carácter, la verdad que le permite calmar el desconsuelo que provoca el encanallamiento cotidiano tolerante con la mediocridad de una prensa dócil financiada por el político de turno y con los privilegios otorgados al “bipartidismo del consenso” por parte de los poderes fácticos: Iglesia, Banca y Corona. ¿Quién dijo que el carlismo había desaparecido? Dios, Patria y Rey sigue siendo la Santa Alianza, que gracias a la estafa económica que padecemos, evidencia su inmunidad una vez más.
El imaginario social de la corrupción suele quedar vinculado a las tramas económicas de diverso tipo que, desde el cargo público se teje para conseguir beneficios económicos, electorales y/o, sobretodo, personales. La vileza y la mezquindad cívica se acrecienta con la percepción actual de la corrupción: “es el sistema”, “esto funciona así”, “no hacerlo es de gilipollas” y, además, “no te va a pasar nada”. Finalmente, la corrupción social se convierte en el entretenimiento de los “listos”, una especie resultado de la mezcla entre poder político, vanidad e ignorancia. Entretenimiento y contrapartida para la Santa Alianza. Por ejemplo, en España la Iglesia católica recibe en la actualidad unos 11.000 millones de euros al año de dinero público, sólo en las cantidades que pueden constatarse. La cifra podría duplicarse si se asume la deducción de su financiación oculta (véase “En el paraíso”); el poder financiero provoca crisis nacionales –las actuales en Europa no dejan de ser una broma comparadas con las hambrunas y las guerras de África- y resuelve los descalabros de su ansia crematística con el mismo dinero público; el enriquecimiento familiar es escandaloso en todas las monarquías aún existentes, un enriquecimiento que en España fue bendecido en la llamada “transición” como mal menor.
Con todo, el mayor perjuicio que la corrupción provoca en una sociedad por medio de sus distintas instancias vitales en las que se localiza, es la perversión de la razón pública. Por más que las razones de colectivos, más o menos numerosos, presenten argumentos o razonamientos en la esfera pública, dichas razones no son públicas si sólo son válidas para una asociación particular. Tomando la definición de John Rawls, razón pública es el conjunto de principios “morales y políticos básicos que determinan las relaciones de un gobiernos democrático con sus ciudadanos y de éstos entre sí”. Esos principios suponen los criterios de decisión que contribuyen tanto a dirimir los conflictos entre el ámbito público y el privado –pues lo “no público” puede reducirse a “privado” en tanto societario-, como a justificar las decisiones políticas. El laicismo es parte de estos principios de la razón pública. Por ello, es tan molesto a los particularismos de toda laya, quienes en nombre de una libertad usada para imponer verdades privativas, lo acusan de “relativista” y “totalitario” amparándose en un comercial multiculturalismo que es de todo menos universalista. Esta es la batalla de nuestro tiempo.
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