No es fácil tomar una postura ante la presencia del velo islámico en las aulas de colegios públicos. El más mínimo respeto a la laicidad de los centros, que no pueden permitirse, en su condición de aconfesionales, la concesión a una evidencia tan clara, les obliga a tomar medidas para que la religión no se exhiba explícitamente. Hasta aquí, la teoría. En la práctica, no está tan claro, siempre que un hiyab sea una ofensa a la neutralidad. Francia, con mucha más experiencia en el tema, los prohibió hace tiempo, aunque tras un debate intenso y agrio, a veces violento. Además, la República tiene una larga tradición ilustrada que establece no solo el rechazo del velo, sino de cualquier otra manifestación ideológica o confesional. En España, y seré suave, no puede decirse que esta manera de entender la religión y la educación sea tan antigua en el tiempo. Si aún hay crucifijos en algunas escuelas, si aún se plantea su desaparición como un pecado mortal, ¿con qué derecho podemos negar a una niña la posibilidad de que vaya a aprender matemáticas con un pañuelo en la cabeza?
Hace una semana, di una charla sobre Salvador Espriu a unos niños de primaria. Entre los alumnos había dos niñas con hiyab. Puedo asegurar que no estuvieron muy atentos a mis explicaciones cuando hablé de aquello tan manido de los «puentes del diálogo». Pero con la misma contundencia puedo asegurar que la presencia de ese velo no intimidaba ni ofendía ni atentaba contra ningún principio de la moral laica. Y no vi a sus compañeros indignados o heridos, sino indiferentes ante la voluntad de las niñas de asistir a clase con pañuelo. Los sucesos de la comunidad de Madrid, esperpénticos, repletos de demagogia, son, como mínimo, exagerados. A ver si releemos a Espriu con nuevos parámetros.