El juicio que comienza el próximo sábado sienta en el banquillo a Paolo Gabriele, otrora hombre de confianza de Benedicto XVI, acusado de filtrar documentos secretos de la Curia
Desde hace seis años, cada día, antes del alba y después del atardecer, Paolo Gabriele, de 46 años, casado y padre de tres hijos, cubría a pie la distancia entre su vivienda y el apartamento de Benedicto XVI. A la ida y a la vuelta, el mayordomo del Papa pasaba junto a un cajero automático muy peculiar. El fondo de pantalla reproduce La creación de Adán, el fresco pintado por Miguel Ángel en el techo de la Capilla Sixtina, y entre las lenguas que invitan a introducir la tarjeta y sacar euros se encuentra el latín: “Inserito scidulam quaeso ut faciundam cognoscas rationem” (Inserte su tarjeta para realizar sus operaciones). Hace cuatro meses justos, Paolo Gabriele dejó de pasar junto al cajero del banco del Vaticano. El 23 de mayo, la Gendarmería lo detuvo acusado de robar y filtrar a la prensa la correspondencia privada de Joseph Ratzinger. Gabriele, también conocido por Paoletto, aseguró que su única intención fue ayudar a la Iglesia y al Papa sacando a la luz las intrigas palaciegas. El juicio que comienza el próximo sábado en la ciudad del Vaticano deberá aclarar si, como en el cajero, la religión, el arte y el latín solo sirvieron de envoltorio a un móvil mucho más terrenal.
La primera parte de la historia es bien conocida. Hace un año, un buen número de documentos confeccionados para ser leídos en exclusiva por Benedicto XVI empezaron a filtrarse a los medios de comunicación. El primero fue una carta del arzobispo Carlo Maria Viganò advirtiendo al Papa de diversos casos de corrupción dentro del Vaticano. Enseguida se conoció otro informe, elaborado por el cardenal colombiano Darío Castrillón, en el que se hablaba de una extraña conjura para matar a Ratzinger —“el Papa morirá en 12 meses”— y de las malas relaciones entre el sucesor de Pedro y su secretario de Estado, monseñor Tarcisio Bertone. Un topo, no se sabe con qué intereses ni a qué precio, siguió suministrando documentos cuyo denominador común eran las descarnadas luchas de poder en el seno de la Curia. Tras una temporada encerrado en el silencio, el portavoz del Vaticano, Federico Lombardi, terminó por admitir que la Iglesia estaba sufriendo su particular Vaticanleaks y el diario L’Osservatore romano publicó un editorial en el que, de forma muy gráfica, retrataba la situación de un Papa anciano, enfermo y solo: “Un pastor rodeado por lobos”. La secretaría de Estado vaticana reaccionó finalmente encargando al cardenal español Julián Herranz que buscara al presunto culpable, y a finales de mayo saltó la sorpresa: el traidor, el topo, el cuervo, era el fiel Paoletto. El mayordomo del Papa. El que lo despertaba a las 6.30, lo ayudaba a vestirse, a decir misa, le servía el desayuno y el almuerzo, el que —al filo de las nueve de la noche— le preparaba una infusión y lo ayudaba a desvestirse para irse a la cama…
La segunda parte de la historia ya no es tan conocida. Sí que Paolo Gabriele pasó los dos primeros meses de cautiverio en un calabozo y que, desde el 21 de julio para acá, ha esperado el juicio en arresto domiciliario. También que, junto a una multitud de documentos, los agentes de la Gendarmería encontraron en su vivienda del Vaticano una pepita de oro, una edición ilustrada de la Eneida de Annibal Caro, de 1581, y un cheque sin cobrar de 100.000 euros que José Luis Mendoza, el presidente de la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM), le había enviado al Papa. Se ha sabido además que Joseph Ratzinger está apenado y que Paolo Gabriele le ha perdido perdón. Incluso que, junto a él en el banquillo, se sentará Claudio Sciarpelletti, un técnico informático que al parecer lo encubrió. Lo que no se sabe es lo fundamental. ¿Por qué lo hizo realmente? ¿Fue un arma contra el Papa en manos de otros? ¿De quiénes? ¿Actuó en solitario o el Vaticano es todavía un nido de cuervos? ¿Solo lo movió un extraño deseo de limpiar la Iglesia de intrigas o, por el contrario, fue el vil metal el que lo llevó a traicionar al Papa? Y, sobre todo, ¿qué relación tuvo su detención con la sustitución fulminante de Ettore Gotti Tedeschi al frente del Instituto para las Obras de Religión (IOR), el banco del Vaticano?
Porque Paolo Gabriele y Gotti Tedeschi, el mayordomo y el banquero, ambos muy cercanos a Joseph Ratzinger, cayeron al mismo tiempo. Sobre el primero, el Vaticano echó a la Gendarmería. Sobre el segundo, el descrédito. Se criticó ferozmente su gestión e incluso se puso en duda su capacidad psicológica, hasta el punto de que Gotti Tedeschi, de 67 años, presidente además de la filial italiana del Banco de Santander y viejo amigo del Papa, estuvo a punto de contar lo que había visto en los abismos del dinero de la Iglesia. “Prefiero no hablar”, concluyó, “si lo hiciera, solo diría palabras feas. Me debato entre el ansia de explicar la verdad y no querer turbar al Santo Padre”. Pero sí habló. Dos semanas después de su despido, la policía se presentó por sorpresa en su casa de Piacenza y en sus oficinas de Milán. Un agente de los Carabinieri le informó que su presencia allí no obedecía a ningún asunto relacionado con el banco del Vaticano, sino con una investigación antigua sobre comisiones ilegales en la venta de unos helicópteros a India. El banquero reaccionó con alivio: “¿A un registro? He pensado que veníais a pegarme un tiro”. Lo curioso es que los agentes, que en teoría iban por otro tema, se terminaron llevando documentación sobre supuestas operaciones de lavado de dinero en el banco del Vaticano. Los medios italianos publicaron que, entre las anotaciones intervenidas, había detalles muy precisos sobre operaciones ilícitas llevadas a cabo por prelados, hombres de negocios más o menos sucios —lo que en Italia se viene en llamar faccendieri—, políticos de alto rango y hasta jefes de la Mafia. El escándalo estaba a punto de rebasar todos los límites cuando se produjo un hecho muy significativo.
La Iglesia mandó callar. Un viernes, por la tarde, a una hora del todo inusual, el Vaticano emitió un duro comunicado en el que advertía a policías, periodistas, fiscales, jueces y políticos del Gobierno que el material intervenido en casa de Gotti Tedeschi era propiedad de la Santa Sede y que, si se seguían produciendo filtraciones de la investigación –un deporte nacional en Italia— se querellaría contra quien fuese menester. Mano de santo. Las filtraciones cesaron y, desde entonces, principios de junio, el caso fue languideciendo, tal vez ayudado por el verano —el Papa pasa tres meses descansando en su residencia de Castelgandolfo y la Curia trata de imitarlo— y el control férreo de la información.
El próximo sábado, pues, a las 09.30, Paolo Gabriele se sentará en el banquillo para hacer frente a la acusación de “robo agravado”. El presidente del tribunal será Giuseppe Dalla Torre, acompañado por Paolo Papanti Pelletier y Venerando Marano. Dirigirá la acusación el promotor de Justicia del Vaticano, Nicola Picardi, y la defensa del mayordomo estará a cargo de la abogada Cristiana Arru, después de que el otro abogado —Carlo Fusco, amigo de la infancia de Paoletto decidiera retirarse al mantener “divergencias” (no dio más explicaciones) con el procedimiento. Según el juez vaticano Paolo Papanti, el mayordomo puede ser condenado a un máximo de ocho años de cárcel, en función del Código Penal de 1889 vigente en el Estado de la ciudad del Vaticano. Otra cosa es que, una vez se celebre el juicio —que puede ser un visto y no visto—, el Papa opte por concederle la gracia del indulto. Eso sí, Gabriele no podrá volver a trabajar en el Vaticano. El reglamento general de la Curia Romana —aprobado en 1999 por Juan Pablo II— prevé “el despido de oficio” para quien comete graves actos de indisciplina e insubordinación. No es necesario ser un lince para intuir que la Iglesia quiere dar carpetazo al asunto cuanto antes, y si es el propio sábado mejor. Solo ocho periodistas —elegidos por la Sala de Prensa del Vaticano—podrán entrar en el juicio, pero sin material de grabación.
Si Paolo Gabriele acepta los cargos y la condena sin abrir la boca, sin contar el cómo y el por qué de las filtraciones, el Vaticano tal vez logre evitar un nuevo escándalo mediático, pero la verdad volverá a quedar oculta. La mancha de la sospecha —la que desde hace décadas envuelve al banco del Vaticano— no se lava con modernos cajeros adornados de arte y de latín: “Inserito scidulam…”.
En primer plano, Paolo Gabriele, mayordomo del papa Benedicto XVI (al fondo) en una imagen de 2006. / VINCENZO PINTO (AFP)
Gabriele se enfrenta a las hacinadas cárceles italianas
La Iglesia ya no tiene más prisiones que las del pecado. Si finalmente recayese sobre Paolo Gabriele una condena de cárcel, tendría que cumplirla en una prisión italiana. Y eso, en palabras de Benedicto XVI, supondría una doble condena. La pasada Navidad, el Papa giró una visita pastoral a la cárcel romana de Rebibbia y lo que vio allí le produjo tal espanto que, delante de la ministra italiana de Justicia, Paola Severino, advirtió: “El hacinamiento y el deterioro de las cárceles hacen más amarga la detención, suponen una doble pena”.
Las condiciones, desde entonces, no han mejorado, de manera que no parece previsible que Paoletto, pese a su culpa, pueda terminar recluido en el infierno de una prisión. Otra opción sería el confinamiento en un convento, al modo en que la justicia italiana —que nunca deja de sorprender— acaba de adoptar con Luigi Lusi, senador del Partido Democrático (PD, centro izquierda) y procesado bajo la acusación de haber robado 25 millones de euros cuando era tesorero de La Margherita.
Mientras tanto, el Papa busca sustituto. Bajo el título “Vaticano, se busca mayordomo”, el diario La Stampa informó hace unos días de que Joseph Ratzinger se llevó a Castel Gandolfo a Angelo Gugel, un mayordomo ya veterano, de absoluta confianza, mientras decide entre Sandro Mariotti, alias Sandrone, o Andrea Monzo, hijo de un ujier de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Visto lo visto, no es un asunto menor.
El mayordomo es una de las personas más cercanas al Pontífice. Forma parte de lo que en intramuros se da en llamar “la familia pontificia”, los habitantes del Apartamento. Se trata del padre Georg Gänswein, secretario personal de Ratzinger, el sacerdote maltés Alfred Xuereb, cuatro laicas consagradas —Carmela, Loredana, Cristina y Rosella— y una monja, sor Birgit Wansing, que le ayuda en los trabajos de estudio y escritura. Unos trabajos que, por cierto, reportan al Papa pingües beneficios.
Se acaba de saber que Joseph Ratzinger ya ha terminado su tercer volumen sobre la vida de Jesús, dedicado a los textos de Mateo y Lucas sobre las circunstancias del nacimiento en Nazaret, y que ha decidido que sea una editorial laica, Rizzoli, la encargada de su publicación. El contrato no está mal. Dos millones de euros.
Archivos de imagen relacionados