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El rol de la Iglesia en la Operación Independencia

Los militares represores no estaban solos en Tucumán: el apoyo espiritual de la Iglesia Católica fue decisivo para su moral.

La Iglesia Católica desempeñó un papel central en la Operación Independencia, ejecutada por los militares a partir de febrero de 1975 en la provincia de Tucumán. Su jerarquía, a nivel nacional y local mantuvo estrechos vínculos con los militares comandados por Vilas en su primera etapa y por Bussi después. Sus integrantes fueron confidentes y asesores de los uniformados y muchísimos sacerdotes tuvieron acceso permanente a los campos de concentración.

Los testimonios de los sobrevivientes confirman que los sacerdotes, en los centros clandestinos de detención, justificaban a los torturadores y asesinos y presionaban a los prisioneros para ser delatores de compañeros, amigos y familiares. También existen relatos de familiares de secuestrados que ingresaron a campos de concentración acompañados por sacerdotes que se movían allí con absoluta libertad y tenían acceso a los prisioneros que estaban aislados, encapuchados, salvajemente torturados.

Un escandaloso episodio, revelado por un sobreviviente, involucra al Nuncio Papal en la Argentina, monseñor Pío Laghi, quien en declaraciones públicas dijo que había que “respetar el derecho hasta donde se pueda”. El arzobispo de Tucumán, Blas Victorio Conrero, tenía entrada libre al campo de concentración que funcionaba en la Jefatura de Policía provincial.

Dos sacerdotes que ocuparon las más altas jerarquías de la Orden de Predicadores (dominicos), Fray Aníbal Fósbery y Fray Alberto Quijano, formaron parte del aparato de propaganda e inteligencia de los militares de la Operación Independencia. Fósbery, rector de la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (Unsta) hizo designar al frente de la corresponsalía de la agencia estatal de noticias Télam en Tucumán a un discípulo suyo, Oscar Cacho D’Agostino. Él, junto a dos oficiales de la inteligencia militar, tuvieron a su cargo la tarea de desinformar a la ciudadanía argentina con despachos plagados de mentiras, ocultamientos e invenciones.

Fósbery, junto a D’Agostino y un grupo de fieles enrolados en el integrismo católico y en su mayoría vinculados a familias “tradicionales”, fundaron Fasta (Fraternidad de Agrupaciones Santo Tomás de Aquino). Esta organización y sus integrantes manejaron la Unsta durante dos décadas y crearon un colegio secundario (Boisdron), donde impusieron los lineamientos educativos e ideológicos del integrismo católico.

Fósbery fue acusado de haber sido el “número dos” del gobierno dictatorial de Antonio Bussi, tal era el poder que detentaba y ostentaba públicamente. Varios militantes de Fasta y alumnos de la Unsta fueron citados en distintos testimonios de sobrevivientes como integrantes de las patotas secuestradoras y activos participantes en las sesiones de torturas junto a los interrogadores en los campos de concentración.

Sobre Fósbery pesa también una denuncia pública efectuada por un ex diputado nacional, quien lo acusó de haber participado en las reuniones que se realizaban en el Comando de la Quinta Brigada de Infantería para decidir la suerte de personas que estaban en cautiverio o marcar a las que había que secuestrar. Fósbery nunca lo desmintió.

El cura Quijano encabezaba un equipo de comunicación social (Comisión Arquidiocesana para los Medios de Comunicación) que prácticamente se adueñó de los medios, particularmente la televisión, para realizar desde allí la acción psicológica diseñada por la inteligencia militar. También participaban en programas de radio y el propio Quijano escribía en diarios tucumanos. Durante el gobierno de Bussi (1976-1977) este equipo fue clave para despojar a la Universidad Nacional de Tucumán de su canal de televisión y ponerlo al servicio del dictador.

La Universidad Católica y su rol en la represión. La Unsta fue un centro emisor de ideas y promotor de personas que sirvieron para pregonar y justificar la represión y el genocidio desde varios años antes de la Operación Independencia. Una vez instaurada la dictadura se la recompensó económicamente y fue partícipe de un complot para desviar a sus aulas alumnos a los cuales se les impidió ingresar a la Universidad pública. También se le otorgó subsidios que la colocaron entra las más favorecidas del país. La dictadura, al fundamentar un subsidio otorgado a la Unsta en 1981, afirmó que “ello conviene al interés nacional”.

El 14 de noviembre de 1978 la Unsta auspició una conferencia que brindó en sus instalaciones el coronel Agustín Valladares, impulsor de la Operación Claridad en los ámbitos cultural, artístico y educativo argentinos. En virtud de dicha Operación, tendiente a lograr la “depuración ideológica”, se produjeron despidos, censuras y desapariciones de escritores, artistas populares, docentes y estudiantes en escuelas, colegios y universidades. Valladares habló largamente sobre la necesidad de defender la civilización occidental y cristiana, la unidad de objetivos de la Iglesia y las Fuerzas Armadas y lo “inevitable” de algunos procedimientos que se ejecutaban en la “guerra sucia”. La charla se desarrolló en un salón colmado por docentes y alumnos de la Unsta. Al final, los organizadores entregaron a los docentes un folleto titulado “Subversión en el ámbito educativo (Conozcamos a nuestro enemigo)”, publicado y distribuido desde el año anterior por el Ministerio de Cultura y Educación, cuyo titular era entonces un tucumano, el doctor Juan José Catalán.

La jerarquía católica no respetó fronteras en su aporte y apoyo, en su colaboración y participación en la represión. Un ejemplo de ello es que sancionó, trasladó y silenció a todos los curas acusados por Vilas de pertenecer al Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo o ser, simplemente, “modernos”, al decir del jefe militar. Además, permaneció en silencio o fue cómplice de las persecuciones que sufrieron algunos religiosos, incluido el asesinato de uno de ellos.

La identificación de los represores con la Iglesia Católica fue total, llegando a justificar su accionar en una visión religiosa que tornaba inevitable la metodología criminal que estaban ejecutando.
El día anterior al inicio de la Operación Independencia, Vilas ofrendó su bastón de mando a la Virgen de la Merced, “generala del Ejército Argentino”. En realidad, fue un burdo plagio del gesto del general Belgrano, que tuvo esa actitud con motivo de la batalla que el 24 de setiembre de 1812 decidió el destino de la patria al vencer a los españoles en el Campo de Carreras, en las afueras de San Miguel de Tucumán.

En la Escuelita de Famaillá, emblemático campo de concentración de la Operación Independencia, los militares torturaban a los prisioneros con la “Misa Criolla” de Ariel Ramírez, interpretada por Los Fronterizos, puesta a todo volumen para tapar los gritos y lamentos de los allí martirizados.

En el Arsenal Miguel de Azcuénaga, campo de concentración y exterminio del que sobrevivieron muy pocas personas, los represores obligaban a los prisioneros a rezar para “agradecer” a Dios haber permanecido un día más con vida. En ese lugar era asiduo concurrente el sacerdote José Mijalchik, detenido y juzgado actualmente por su complicidad en los crímenes de lesa humanidad cometidos allí.
En el transcurso del juicio Jefatura I, el testigo Juan Carlos Clemente aportó valiosísima documentación probatoria de los secuestros y crímenes cometidos en Tucumán en el marco de la Operación Independencia. Varios de esos papeles prueban la colaboración de Mijalchik como delator al servicio de la represión. El cura, al ser consultado, dijo que eso era una “cuestión de los zurdos”.

En la Escuelita de Famaillá fueron vistos los sacerdotes Vecce y Alderete. Vecce, además, tenía una columna semanal en el diario Noticias, de San Miguel de Tucumán, que firmaba con el pseudónimo “Severo T Reta”. Allí desgranaba sus pensamientos integristas católicos.

Los actos organizados a diario durante toda la Operación Independencia por los militares, desde la donación de una bandera a una escuela rural hasta los pomposos homenajes a sus supuestos “héroes” muertos –la mayoría en accidentes–, tenían un tinte religioso exasperante, rayano con la locura fundamentalista.

Los llamados “comandos” del Ejército Argentino se ufanan de haber tenido su bautismo de fuego durante la Operación Independencia. En realidad, fueron vistos operando en numerosos allanamientos, cometiendo toda clase de tropelías contra ciudadanos indefensos. Sus víctimas sobrevivientes coinciden en que eran los más salvajes y sanguinarios y exhibían con orgullo su lema “¡Dios, Patria o Muerte!”. En su única participación en una escaramuza, en el pomposamente llamado “Combate de Pueblo Viejo”, fueron un fiasco que demostró la poca capacidad de estas “Fuerzas de Adiestramiento Especial”.

Vilas, la iglesia y los siervos del señor. Al comenzar la Operación Independencia, Vilas arremetió contra los sacerdotes que en los años anteriores, a partir del cierre de los ingenios azucareros decretados por el dictador Onganía en 1966, habían tenido protagonismo en las luchas populares. Lisa y llanamente los acusó de apoyar a la “subversión”. Cayeron en la volteada los curas que habían participado en asambleas y marchas reclamando el mantenimiento de las fuentes laborales, los acusados de pertenecer al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y los que tenían “ideas modernas”.

A fines de febrero de 1975, apenas dos semanas después de iniciada la represión, Vilas se reunió con el arzobispo de San Miguel de Tucumán, Blas Victorio Conrero y con el obispo de Concepción, Juan Carlos Ferro, las dos mayores jerarquías de la Iglesia Católica en la provincia, a quienes les solicitó su “colaboración en la lucha”. Vilas les habló de lo negativo del accionar de los curas acusados y centró su ataque en dos de ellos: Raúl Sánchez y Amado Dip. Sánchez había dejado los hábitos, después de haber acompañado al pueblo del ingenio San Pablo en luchas memorables. Dip había facilitado su parroquia, San Pío X, en el populoso barrio de Ciudadela, para que funcionara allí la comisión de familiares de presos durante la dictadura de Onganía, Levingston y Lanuse. Otros curas sensibles a las luchas y padecimientos de los sectores más humildes del pueblo tucumano también fueron señalados por Vilas en su reunión con la jerarquía católica.

En su libro aún inédito, Vilas dijo que “para las tropas legales era de fundamental importancia que el sacerdocio localizado en la zona de operaciones no estuviese enrolado en el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, pues el progresismo católico es una de las más sutiles formas de agresión comunista”.

La respuesta de la jerarquía católica al pedido de Vilas fue inmediata: “Los altos prelados eclesiásticos accedieron a mi petición y algunos sacerdotes modernistas –esos que creen compatible a la Iglesia con la revolución– fueron retirados de la zona”.

A partir de la reunión de Vilas con Conrero y Ferro y de las decisiones adoptadas por la jerarquía católica, los represores y los sacerdotes iniciaron un trabajo conjunto que no tuvo límites. Los militares, que diariamente realizaban operaciones rastrillo en todos y cada uno de los poblados del interior tucumano, tuvieron la colaboración de los curas locales para marcar a los “sospechosos” de vínculos con la “subversión”, que podían ser luchadores sociales, activistas gremiales o simplemente padres que no enviaban a sus hijos a las parroquias.

Una de las primeras acciones encaradas por los militares en esta “guerra” fueron los controles poblacionales, que incluían la recolección de los datos personales de todos los integrantes de las familias residentes en la zona. De esos datos se desprendía nítidamente la información de que una enorme cantidad de personas no estaba bautizada y muchísimas parejas no se habían casado formal y legalmente. La solución adoptada por militares y sacerdotes fue simple y ejecutiva: los curas organizaban para un día determinado la ceremonia correspondiente y los uniformados armados arreaban como a ganado a las personas hasta las iglesias y parroquias, donde “voluntariamente” eran bautizadas y casadas.

Vilas no ahorró elogios al referirse a “la acción que desplegaron los capellanes militares o los simples curas de campaña”. Además de bautizar y casar a los infieles que no habían recibido esos sacramentos, los curas “aconsejaban –dice Vilas– a las almas desesperadas”. Se refería, sin dudas, a las personas que recibieron las visitas de sacerdotes en los chupaderos y campos de concentración, donde estaban atadas, amordazadas, encapuchadas, brutalmente torturadas.

El arzobispo Conrero mantuvo estrecha relación con Vilas y Bussi y con los responsables directos de la represión, particularmente con los jefes del campo de concentración de la Jefatura de Policía, que visitaba casi a diario.

Conrero apoyó la represión y negó toda posibilidad de investigación y denuncia posterior. Cuando en 1979 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos visitó la Argentina y le solicitó alguna institución de la Iglesia para funcionar durante su esta en Tucumán, se lo negó rotundamente.

La Conadep (Comisión Nacional por la Desaparición de Personas) elaboró un listado de 16 obispos y sacerdotes católicos mencionados por testigos y víctimas de la represión durante la dictadura militar. Al ser difundida, la Iglesia se apresuró a desmentir la denuncia contra el Nuncio Apostólico Pío Laghi, pero ni se preocupó en defender a alguno de los otros clérigos mencionados, entre los que estaba el arzobispo de Tucumán, monseñor Blas Victorio Conrero.

Apoyo. Las estructuras eclesiásticas católicas respaldaron sin vacilaciones las acciones represivas desde 1974 en adelante.

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