Sigo reparando en el desprecio que la clase política muestra de forma ininterrumpida hacia la Constitución, esa carta magna que cada vez que la pronuncian se les hace la boca agua. Tanto constitucionalismo por aquí y tanta defensa de su marco constitucional por allá, ¿para qué? Para despreciarlo a la mínima ocasión disponible.
Y, si no, dígase ¿para qué sirve que la Constitución establezca que el Estado español es un Estado aconfesional si quienes deberían mostrarle más respeto que nadie lo único que hacen es ciscarse en él anteponiendo sus creencias religiosas a dicho marco constitucional?
Una y otra vez, se burlan de lo que ellos mismos han determinado que sea el cauce aconfesional por el que debe regirse el comportamiento público institucional de quienes son los representantes del Estado.
¿Cómo es posible que una ministra del Gobierno, un presidente de una comunidad autónoma y un alcalde de una ciudad, delegados eximios de un Estado aconfesional, se apresten a representar la ciudadanía, a todo el pueblo español, en materia religiosa? ¿Cabe mayor disparate? ¿Qué diríamos de un ateo asistiendo a un concilio vaticano representando las creencias de los católicos de una comunidad? Para colmo acompañados por el Jefe del Estado, como es el rey, aplaudiendo su ofrenda del pueblo español al apóstol Santiago. Quien mayor ejemplo tendría que mostrar como jefe de un Estado aconfesional es el primero en conculcar dicho principio constitucional. Alguien tendría que llamarle la atención por este mayúsculo desliz que, por cierto, se ha convertido en hábito detestable.
Fueron la ministra de trabajo, Nadia Calviño, el presidente de la comunidad autónoma gallega, Núñez Feijoo, y el alcalde de Santiago, Xosé Sánchez Burgallo, quienes, en esta ocasión, han acompañando al corifeo mayor de dicha ceremonia religiosa, llamado Felipe VI.
No hemos avanzado ni un milímetro con respecto al nacionalcatolicismo. Solo en cinismo, porque, durante el franquismo, el Estado era católico por la gracia de Dios y por decisión del golpismo; en cambio, ahora, el Estado es aconfesional. Y este detalle esencial se lo pasan por la gatera.
Tanto el rey como los representantes institucionales del Estado aconfesional la han vuelto a cagar y, al hacerlo, siguen cubriendo de mierda, no solo su congruencia política, sino, lo que es mucho peor, la pluralidad de la ciudadanía o, si lo prefieren, el pueblo español, en materia de creencias o de ausencia de estas, que de todo hay en la viña del señor.
Para colmo, el rey Felipe VI, en lugar de limitarse al contenido confesional del acto, que ya de por sí se las trae, lo ha aprovechado para deslizarse por la pendiente de la política, defendiendo “la Corona como puente entre pasado, presente y futuro; simbolizando la continuidad de nuestra Nación en la historia como comunidad política, cultural y humana”.
Era lo que nos faltaba por oír. No solo no se inmuta al cargarse el carácter aconfesional de la Constitución, sino que hace lo propio en materia política, borrando de un plumazo de la historia de España aquellos momentos en que su ciudadanía optó por formas de gobierno totalmente contrarias al sistema monárquico. Y, al parecer, eso mismo nos espera, porque, según la clarividencia de este borbón, la monarquía seguirá siendo forma política de los españoles por determinismo o fatalidad de la historia, pero no voluntad expresa y democrática del pueblo soberano.
Afirmar que la monarquía simboliza la continuidad de nuestra nación como “comunidad política, cultural y humana”, solo es fruto interesado y egoísta de un reduccionismo histórico tan miope como injusto y revela la falta de fundamentación democrática del pensamiento político del actual borbón.
Estaría bien que Felipe VI repasara la lección de historia en la que se cuenta cómo llegó él mismo a ser rey y cómo lo hizo su emérito padre. Solo por esta constatación debería ser más prudente a la hora de establecer aquellos principios regulativos de la sociedad española derivados de esa institución llamada monarquía. Y sería aconsejable que rebajara sus humos a la hora de santificar la institución que le da de comer tan regaladamente. La Monarquía solo representa históricamente una forma de gobierno absolutista impuesta manu militari, jamás por vía referéndum.
También, le vendría muy bien reflexionara en aquella afirmación de Nietzsche sobre el príncipe: “Ha heredado una riqueza adquirida por medios ilegales y reina gracias a las violencias de sus antepasados”. Una descripción que, como señala el filósofo alemán, es extensiva a todos los reyes habidos y por haber. Ya no digamos a los borbones y mucho más en concreto al jubilado king.
Nunca la sociedad española decidió democráticamente que un rey gobernase en España. Siempre lo hizo por vías autoritarias y militares. Así que no nos canten milongas acerca de los valores transmitidos por la Corona; menos aún, presentarla como fuente exclusiva y excluyente de una “comunidad unida por lazos políticos, humanos y culturales”.
Lazos políticos, humanos y culturales impuestos por reales órdenes y decretos. Jamás adoptados y adaptados por decisión voluntaria y libre de su ciudadanía, reducida bajo los reyes, borbones o no, a súbditos de tercera categoría, sin derechos de ningún tipo.
En fin. Si tanta es la fuerza de la Corona en crear afinidades y valores comunes políticos humanos y culturales, entre los ciudadanos, ¿por qué la clase política tuvo la desfachatez de meterla de matute en la Constitución y no la ofreció en paquete aparte para ser refrendada por vía democrática en un referéndum?
Si tanto amor, tanta admiración, despierta la monarquía en la sociedad, ¿por qué no preguntar a esta de qué modo se concretan estos sentimientos en términos prácticos y dejarnos de tanta floritura sentimental y fraseología barata como presentar la monarquía como hacedora de puentes, que eso es lo que significa Pontífice, curiosamente como se llama al papa? Hay coincidencias que dan mucho que pensar.