El escándalo del clero francés está servido: 216.000 niños y niñas han sido víctimas de abusos clericales, desde 1950 hasta el día de hoy. Esto ha sido reconocido por el episcopado de Francia, que está dispuesto a vender sus bienes y propiedades para pagar a sus víctimas la multa que la Justicia les imponga.
Lo más grave, en este asunto, es que un escándalo como éste no sucede sólo en Francia. ¿Se puede pensar y decir, por ejemplo, que esto ocurre también en España? Me limito a relatar lo que yo tuve que vivir en los lejanos años 50 del siglo pasado. Cuando entré en los jesuitas (por 2ª vez), al día siguiente de la ceremonia de mis votos religiosos, recibí una llamada telefónica apremiante. El Superior Provincial de Andalucía me necesitaba con urgencia. ¿Para qué? Para mandarme al seminario Menor de una diócesis de Andalucía. El Superior Provincial se limitó a imponerme con firmeza sólo una cosa, que me sorprendió: “De tocar a los niños, NADA”. Al día siguiente, desde Córdoba (donde estaba entonces el Provincial) viajé a Granada, para estar un par de días con mis padres. Cuando me despedí del Rector de la Facultad de Teología de Cartuja, tuve que oír la mismo orden del Provincial: “De tocar a los niños, NADA”.
Ante el extraño mandato, doblemente repetido, me quedé tan desconcertado, que me fui derecho al despacho de un anciano jesuita (hombre muy tradicional, por cierto), que conocía los entresijos del clero en la región a donde iba a vivir y trabajar. El anciano jesuita no se anduvo por las ramas. Y me dijo sin rodeos: “¿Usted quiere saber lo que pasa en ese seminario? Se lo digo en pocas palabras: el Rector del seminario ha abusado de tantos niños, que ni se sabe, ni se puede saber, la cantidad de chicos y jóvenes que ese rector ha destrozado”. Y para colmo, el tal rector era un canónigo importante, un hombre bien conocido por toda la ciudad.
En semejante seminario, tuve que estar cuatro años. Y lo que más me impresiona, después de tanto tiempo,es que cada mes nos visitaba un mandatario del Superior Provincial para inspeccionar si todo estaba en orden y, sobre todo, para transmitirnos el mandato tajante que venía de Roma, concretamente del Vaticano, siempre con la misma consigna: “De lo que ha pasado con los niños, que no se sepa nada”. Una ingenuidad fabulosa. Porque, si de algo se hablaba en la ciudad (en bares y barberías, tiendas, tertulias y cualquier esquina donde había gente), el tema de todos los días era siempre el mismo: “los abusos de los curas con los niños”.
Pero en Roma, en la Conferencia Episcopal Española, ni en el palacio episcopal, se daban cuenta de que, con aquel gobierno de ocultamiento, lo que los curas le estaban diciendo a la gente era – y por desgracia son muchos los clérigos los que (sin darse cuenta) lo siguen diciendo – es que la dignidad del clero es más importante que los derechos de los niños. Y la consecuencia es patética: un “clero” que, en tantos y tan graves asuntos, procede con semejante criterio, ¿cómo se atreve a predicar el Evangelio? Y si lo predica, ¿qué le dice a la gente? ¿lo que necesita oír la gente o lo que a los curas les conviene? Esto es lo que más le hace sufrir al papa Francisco. Y sobre todo, esto es lo que ha vaciado los templos y lo que le ha quitado a mucha gente la poca fe en el Evangelio, que hasta hace poco quedaba.