Es necesario que el Estado español cumpla con la Constitución y revise los acuerdos con el Vaticano
El nuevo portavoz de la Conferencia Episcopal Española, José María Gil Tamayo, cree que los experimentos hay que hacerlos con gaseosa y no con “las cosas que van bien”, en referencia a los acuerdos con el Vaticano que el PSOE ha prometido modificar. Tiene razón Gil Tamayo al afirmar que tales acuerdos van bien; sobre todo para la Iglesia católica. Los acuerdos de 1979 a los que se refieren Gil Tamayo y el PSOE fueron un paso importante, pero no el definitivo, para convertir a España, como mandata la Constitución de 1978, en un país aconfesional, con una clara separación entre Iglesia y Estado. Aquellos acuerdos otorgaban total independencia a la Iglesia para organizarse, pero obligaban al Estado a respetar ciertos privilegios y a garantizar la enseñanza católica en la escuela y el sostenimiento económico de la organización.
Aquellos acuerdos tenían vocación de ser transitorios. Véase, por ejemplo, el artículo II.5 del apartado económico: “La Iglesia católica declara su propósito de lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades. Cuando fuera conseguido este propósito, ambas partes se pondrán de acuerdo…”. Casi un cuarto de siglo después, ese momento no solo no ha llegado, sino que España ha retrocedido en vez de avanzar hacia la necesaria y más democrática laicidad del Estado.
Es inexplicable que este país haya acometido reformas arriesgadas y de gran calado para convertirse en una democracia europea en tiempo récord y no haya sido capaz, todavía, de liberarse de las insaciables y extemporáneas exigencias de la jerarquía católica. Ningún Gobierno se ha atrevido a intentar a avanzar en la laicidad del Estado, un principio que favorece al propio Estado al instituirse como Administración imparcial en asuntos íntimos, como la religión, y que favorece a la Iglesia porque la dota de la independencia del poder civil que la legitimaría definitivamente en el mundo de hoy. Así lo ve el papa Francisco, al que probablemente le convenza más el sistema alemán que este pacto antinatura que se perpetúa en España. En Alemania, país secularizado a principios del siglo XIX, a la potente Iglesia católica la sufragan sus fieles, que desvían para su iglesia el equivalente al 8%-9% de su retención salarial.
En España ni siquiera el Gobierno de Rodríguez Zapatero se atrevió a modificar la situación e incluso consolidó la financiación estatal de la Iglesia a través del 0,7% del IRPF (250 millones el año pasado). El de Rajoy no solo no camina hacia adelante en la laicidad, sino que hace retrógradas concesiones, como la de incluir el catolicismo como materia evaluable en el bachillerato o la de restituir la subvención a los centros que segregan por sexos.
Los políticos españoles se han amedrentado siempre ante la poderosa influencia del lobby católico. Pero la realidad es, según las encuestas, que hoy la mayoría de los españoles, incluidos los creyentes, están a favor de terminar con el trato preferente que recibe la organización. Y los nuevos aires de Roma soplan en dirección opuesta a la que defiende el inmovilista presidente de los obispos Antonio Rouco, que próximamente abandonará el cargo, y a la que inspira las leyes del Gobierno actual.
La Conferencia Episcopal Española, en plena renovación de cargos, defiende con uñas y dientes su arcaico estatus. Además, desoyendo los consejos de Francisco, sus cabezas visibles se van insistiendo en sus obsesiones doctrinales —matrimonio homosexual, aborto— y políticas —la unidad de España—. Pero no son ellos los responsables últimos de esta alianza desigual y desfasada entre Iglesia y Estado, sino los políticos que lo permiten y alientan pese a su capacidad de legislar respecto a la libertad religiosa, pero también a la Constitución. Es improbable que el PP mueva ficha; ni siquiera para ahorrar. El PSOE ha prometido revisar los acuerdos de 1979 y sacar el catolicismo de las aulas. Puede que cumpla su promesa, pero, para entonces habrá quedado en evidencia que perdieron la oportunidad en el pasado y que en el futuro tendrán que sumarse al carro de los nuevos aires que llegan de Roma. Paradojas de la historia.