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El por qué de un Estado laico

1.- Laicidad; una definición

¿Para qué queremos un Estado laico? A veces su necesidad se hace tan obvia, que se nos olvida la razón de su existencia. Y sin embargo, pocas creaciones del mundo moderno se han vuelto tan indispensables para que las sociedades plurales y diversas se desarrollen en un marco de libertades y pacífica convivencia. A pesar de ello, existe una enorme ambigüedad e incertidumbre a su alrededor, pues por un lado la laicidad aparece emparentada al respeto de los derechos humanos, pero por el otro se le quiere identificar como un modelo específico del mundo occidental o incluso como una excepción del mismo.

En México, el Estado laico se ha constituido en el garante de muchas libertades que antes no existían. Pero a pesar de este hecho, en la actualidad más de alguno cuestiona su importancia como modelo político y, como consecuencia, en ocasiones se pone en entredicho su validez social. De allí que, antes de emitir juicios de valor, resulte imprescindible saber qué significa, cuál es su contenido y sobre todo, para qué sirve.

Comencemos por una definición y una explicación de la misma. En otro texto definí la laicidad como “un régimen social de convivencia, cuyas instituciones políticas están legitimadas principalmente por la soberanía popular y (ya) no por elementos religiosos”.1 Es decir, hay un momento en la historia de Occidente que el poder político deja de ser legitimado por lo sagrado y la soberanía ya no reside en una persona (el monarca). En ese proceso, las monarquías dejan de ser absolutas y pasan a ser constitucionales. En otros casos se establecen las repúblicas, como en Estados Unidos, en Francia o en México. De cualquier manera, los reyes pasan a ser figuras prácticamente decorativas o desaparecen y en su lugar la soberanía pasa al pueblo. Esa es la razón por la cual la democracia representativa y la laicidad están intrínsecamente ligadas.

La anterior definición de laicidad centrada en la idea de la transición entre una legitimidad otorgada por lo sagrado a una forma de autoridad proveniente del pueblo nos permite entender que la laicidad, como la democracia, es un proceso más que una forma fija o acabada en forma definitiva. De la misma manera que no se puede afirmar la existencia de una sociedad absolutamente democrática, tampoco existe en la realidad un sistema político que sea total y definitivamente laico. En muchos casos, subsisten formas de sacralización del poder, aún bajo esquemas no estrictamente religiosos. Por ejemplo, muchas de las ceremonias cívicas, en el fondo no son más que rituales sustitutivos para integrar a la sociedad bajo nuevos o adicionales valores comunes. De allí que algunos pugnen por una laicización de la laicidad.

Definir la laicidad como un proceso de transición de formas de legitimidad sagradas a formas democráticas o basadas en la voluntad popular nos permite también comprender que ésta (la laicidad) no es estrictamente lo mismo que la separación Estado-Iglesias. De hecho, existen muchos Estados que no son formalmente laicos, pero establecen políticas públicas ajenas a la normativa doctrinal de las Iglesias y sustentan su legitimidad más en la soberanía popular que en cualquier forma de consagración eclesiástica. Países como Dinamarca o Noruega, que tienen Iglesias nacionales, como la luterana (y cuyos ministros de culto son considerados funcionarios del Estado), son sin embargo laicos en la medida que sus formas de legitimación política son esencialmente democráticas y adoptan políticas públicas ajenas a la moral de la propia Iglesia oficial.

El criterio de la separación entre los asuntos del Estado y los de las Iglesias es confundido con el de laicidad, porque en la práctica los Estados laicos han adoptado medidas de separación. Pero hay Estados que no conocen la separación formal y sin embargo sus formas de gobierno son esencialmente democráticas, por lo que no requieren de una legitimación eclesiástica o sagrada. De hecho, la mejor prueba de que puede darse alguna forma de laicidad sin que exista la separación nos la ofrece el mismo caso francés, pues la escuela laica se desarrolló en el último tercio del siglo XIX y la separación entre el estado y las Iglesias tuvo lugar hasta 1905. Así que puede haber países laicos sin formalmente serlo o sin siquiera tener una separación entre el Estado y las Iglesias.

Lo anterior significa también que puede haber países formalmente laicos, pero que sin embargo todavía estén condicionados por el apoyo político proveniente de la o las Iglesias mayoritarias del país. Y por el contrario, existen países que no son formalmente laicos, pero que en la práctica, por razones relacionadas con un histórico control estatal sobre las Iglesias, no dependen de la legitimidad proveniente de las instituciones religiosas.

Otro error común, proveniente de la tradición francesa, es equiparar el Estado laico a la República. En realidad, ese fue el caso de la experiencia francesa, donde la Revolución y luego la República se contraponían al Antiguo Régimen representado por la monarquía. La lucha por la laicidad, después de la caída de Napoleón III en 1870, como producto de la guerra franco-prusiana, se dio al mismo tiempo que la batalla por la consolidación de la llamada Tercera República. Luego entonces, para los franceses es casi imposible separar la laicidad de la República y eso les ha dificultado entender la posibilidad de la existencia de la laicidad bajo formas no republicanas, aunque democráticas, como es el caso de muchas monarquías constitucionales.

Esta definición amplia de la laicidad nos permite observar cómo, independientemente del régimen legal que tienen algunos países, sus Estados, es decir el conjunto de instituciones por las que se gobiernan, dependen en cierta medida, mayor o menor, de la legitimidad proveniente de las instituciones religiosas. De esa manera, por sus propias trayectorias históricas los países de implantación protestante son bastante laicos, a pesar de tener Iglesias nacionales u oficiales. Por su parte, allí donde las Iglesias ortodoxas están arraigadas, como Grecia o Rusia, el Estado es menos laico, ya que depende todavía en buena medida de la legitimidad proveniente de la institución religiosa. El caso de los países mayoritariamente católicos presenta una tercera variante, en la que generalmente se dan diversos grados de separación y una relación tirante entre el Estado, que busca una autonomía de gestión y la Iglesia mayoritaria, que pretende moldear la política pública. El Estado es más o menos laico, según el grado de independencia y el requerimiento de la legitimidad proveniente de la institución eclesiástica.

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