«Quieren encerrarnos en el pasado, pretenden que nos autocensuremos y hacer de la educación bandera de lo retrógrado», reflexiona Noelia Isidoro.
Creo que fue Cortázar quien dijo que no había que confundir lo actual con lo moderno. Lo de esta semana en Murcia lo ha dejado claro. También insisten las abuelas en no confundir lo urgente con lo importante, pero a veces, como en días en los que se entrega la educación al partido que alardea del atraso y lo impone desde las instituciones, eso es tarea complicada. Tal vez el PIN parental no sea lo más relevante. Pero puede que sí. Más allá del mercadeo de las consejerías y los tránsfugas, está el entregar la educación a partidos que la maltratan y que presumen de ello. No llega así el final de una negociación política, llega la victoria. La suya.
El triunfo de VOX y sus ideas macabras en la enseñanza ha sido paulatino y tiene mucho que ver con lo material y menos con lo simbólico. Que te quiten sitio en clase no es simbólico, es material. Que te priven de conocimientos no es simbólico, es material. Que quien no es ni siquiera experto en una materia indique qué es lo que está prohibido en ella no es simbólico, es material. No hay nada más material que quitarle a los y las menores su derecho a tener posibilidades.
La escuela, especialmente la pública, ha sido durante décadas garantía –o espejismo– de ascensor social. El único al que subirse en una sociedad donde los contactos y el capital determinaban el futuro. Durante años, estudiar era en muchas familias motivo de orgullo y nido de posibilidades. Pero llevamos tiempo con el ascensor roto y sin nadie que lo arregle: a la masificación en las aulas y el recorte de recursos que conllevan la privatización y el abandono, se une la evidencia de que estudiar no salva. Los hijos no viven ya mejor que sus padres. La universidad ha dejado de ser accesible y, además, tener carrera no garantiza ninguna prosperidad.
Si el ascensor no funciona, lo intentamos por las escaleras. Pero es que el pavimento ya tampoco se sostiene. La escuela era casa del conocimiento. Antes. Ahora que todo es relativo, que no hay tiempo para desmentir bulos y que cualquiera accede a supuestas noticias con el pulgar, la educación nos habla cada vez más alto de emociones. No son nuevas las incursiones de la empresa privada en la escuela pública, como tampoco lo es que el sistema educativo esté imbricado en un sistema sociopolítico que reproduce, así que no: no se transforma el mundo desde una clase.
Lo que sí pueden cambiar las tizas es la forma de pensar. Pero es difícil hacerlo cuando se habla de lo emocional, simplificándolo y mercantilizándolo, y se lanzan mensajes de misterwonderful al tiempo que se deja de lado el conocimiento. Si llenamos las aulas de mensajes que digan que soñando fuerte se consiguen cosas mientras bloqueamos los conocimientos para supuestamente atender la diversidad del grupo, infantilizamos a los y las estudiantes. En un mundo donde han desaparecido los expertos, el conocimiento pierde valor. Si prima la emoción, ganan las vísceras frente a la razón. Ya no hay refugio donde hay pizarras.
Cuando el currículo es inabarcable, repetitivo y está desvinculado de la realidad bajo una apariencia de neutralidad, solo nos quedan los contenidos transversales. En realidad, estos contenidos que cambian de nombre en las distintas leyes educativas siempre estaban ahí. Estaban en la Filosofía, en la Historia, en las Ciencias Naturales y en la Literatura, por ejemplo. Estaban también cuando el profesor de Física nos explicaba los avances científicos, cuando la de Griego nos contaba cómo se negaban los troyanos a escuchar a Casandra. Igual que estaban en las excursiones que hacíamos antes de la pandemia o en las charlas de profesionales que venían a hablarnos de sus proyectos, de sus trabajos, de cómo luchar contra el racismo, identificar el maltrato a un compañero, prevenir embarazos no deseados o denunciar abusos en las relaciones de pareja.
Las actividades complementarias son educación no formal. A medida que se han ido dotando de contenido (ya no vamos a la fábrica CocaCola de excursión, como en los 80) se ha ido demostrando que esa educación es en muchos casos una herramienta válida e imprescindible para la formación de los y las menores. Hay un abismo entre leer teatro en clase y asistir a su representación. No es lo mismo salir al campo que ver plantas y animales en su ecosistema que verlos solo en imágenes. Igual que no es lo mismo escuchar en casa comentarios homófobos sin más rigor que el odio que poder plantear tus dudas y deseos ante psicólogos especializados si tienes la suerte de recibirlos en tu instituto.
Nada de eso es nuevo. Como tampoco lo es el hecho de que conocer más realidades es el camino para dejar de ser manipulable. Una realidad tan evidente como el que tener distintos puntos de vista es, precisamente, lo contrario al adoctrinamiento. Las maestras en este país siempre han sido cuerpo degradado, sujetos vulnerables en un sistema educativo que intentaba avanzar pese a todo. Ahora, bajo un paraguas de excusas aberrantes, los de siempre intentan lo de siempre: vetar a menores el conocimiento de los Derechos Humanos. Porque conocer es cuestionar y es de ahí desde donde una sociedad se remueve y avanza.
Hablan de adoctrinamiento quienes pretenden vetar las ideas en la escuela mientras en cuanto tienen ocasión meten Religión como materia en cada curso. Su radicalidad, su fanfarronería al proponer el PIN y gobernar para hacerlo es una muestra más de esa seguridad que solo tienen los necios. Quieren encerrarnos en el pasado, pretenden que nos autocensuremos y hacer de la educación bandera de lo retrógrado. Tomar conciencia y defender sus avances es urgente, importante y necesario. Cualquier abuela nos lo diría.