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«El pecado original»… y tan original

Crítica de la contradicción del llamado «pecado original» con el que todos habríamos nacido, pues, en cuanto el concepto de pecado hace referencia a una acción voluntaria en contra de la ley divina, en el momento de nacer nadie ha podido realizarla.

Desde el Concilio de Cartago a finales del siglo IV, la jerarquía cristiana afirma como dogma de fe la existencia de un “pecado” cometido por Adán y Eva, que se transmitiría al resto de la humanidad con la excepción de María, la madre de Jesús.

CRÍTICA: Lo más probable es que la idea de una falta o de un pecado como ése se debiese al hecho que el pensamiento de Israel y, como consecuencia, el cristiano se habían preguntado por la causa de sus continuos padecimientos en la vida (las enfermedades, el hambre, los conflictos bélicos y el sufrimiento en general) y por la causa de la muerte. El pensamiento de entonces, ligado a la fantasía, del mismo modo que había llevado a los hombres a una interpretación antropomórfica de toda esa serie de fenómenos considerando que estaban provocados por seres invisibles dotados de poderes extraordinarios, igualmente condujo al pueblo de Israel a pensar que el daño que sufrían debía de ser un castigo derivado de alguna ofensa contra Yahvé, considerando que sólo mediante determinados rituales y sacrificios podrían aplacar su ira y conseguir su perdón.

La absurda doctrina de la jerarquía católica, que considera que el supuesto pecado original se trasmite de padres a hijos desde Adán y Eva, de quienes descenderíamos todos, fue defendida inicialmente en el primer libro de la Biblia, en Génesis, donde se dice:

-“A la mujer [Yahvé] le dijo:

Multiplicaré los dolores de tu preñez, parirás a tus hijos con dolor; desearás a tu marido, y él te dominará.

Al hombre le dijo:

Por haber hecho caso a tu mujer y haber comido del árbol prohibido, maldita sea la tierra por tu culpa. Con fatiga comerás sus frutos todos los días de tu vida […] Con el sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste formado, porque eres polvo y al polvo volverás”[1].

Es evidente que lo que pretendía el autor de este pasaje era encontrar una explicación del hecho de los diversos sufrimientos que los seres humanos padecen a lo largo de su vida (dolor, hambre, lucha por la vida y la misma muerte como resultado último inexorable) y, por ello, ofreció una primera explicación, mítica sin duda, de los diversos males que padecía la humanidad y de la misma muerte, pero no porque la culpa de Adán y Eva se transmitiese al conjunto de su descendencia sino porque, como consecuencia de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, su descendencia ya no pudo gozar de los bienes que ellos habían disfrutado mientras vivieron en él.

El ser humano había tratado de encontrar una explicación para estos hechos que en apariencia al menos parecían tan incompatibles con la idea de un Dios protector, y, como pensaron que debía haber una explicación a tales hechos sin renunciar a sus creencias religiosas, elaboraron la mítica historia de Adán y Eva. Además, habituados como estaban a las costumbres y leyes tiránicas de los dirigentes de su pueblo y al proceder de un Dios que castigaba las ofensas no sólo en quien las cometía sino también en su descendencia “hasta la tercera y cuarta generación”, no les resultó difícil aceptar el pasaje bíblico que consideraba que Adán y Eva eran la causa inicial de todos los males de la humanidad, aunque su descendencia no hubiese cometido pecado alguno. No obstante, el hecho de que la humanidad en general pagase las consecuencias de la desobediencia de Adán y Eva no supuso que en el Antiguo Testamento se considerase que la humanidad naciera con ese mismo pecado. Así se reconoce en Eclesiástico, donde se llega a “afinar” un poco más a la hora de señalar al culpable absoluto de todos nuestros males, considerando de modo machista –que fue la perspectiva habitual a lo largo de toda la Biblia- que la culpa no fue de Adán y de Eva sino sólo de Eva. Se dice, en efecto, en dicha obra:

“Por la mujer comenzó el pecado,

por culpa de ella morimos todos”[2].

El mismo Pablo de Tarso siguió defendiendo esa idea, que expresó en frases como:

“por el delito de uno solo la condenación alcanzó a todos los hombres”[3],

Y entendieron que tal explicación de los diversos males humanos, a pesar de ser absurda porque, entre otros motivos, el conjunto de la humanidad no había cometido delito, ofensa o daño alguno, era la única que podían dar para no tener que negar la existencia de un Dios omnipotente y sumamente bueno,.

Un modo de pensar tan absurdo puede haber tenido también una base en la mentalidad de quienes escribieron el Antiguo Testamento, en donde se cuenta, por ejemplo, que en la última de las famosas plagas de Egipto y a fin de lograr que el faraón permitiese la marcha del pueblo de Israel, Yahvé, de manera despótica y absurda, castigó a los egipcios con la muerte de todos sus primogénitos. ¿Qué delito habían cometido tales primogénitos para merecer aquella absurda represalia? Simplemente se cumplía a nivel de fábula bíblica lo que parecía tan habitual en el contexto político-social de aquella cultura, en la que las culpas, aunque fueran individuales, iban seguidas de venganzas o castigos que tenían en muchas ocasiones un sentido colectivo, como puede comprobarse en la serie de ocasiones en que Yahvé castiga una ofensa “hasta la tercera y cuarta generación”[4], lo cual representa ya el mismo tipo de arbitrariedad que el condenar a todas las generaciones posteriores, como habría sucedido con el supuesto “pecado original”, aunque en este caso la injusta arbitrariedad divina quedaba elevada a la máxima potencia.

Precisamente por ir en contra de esta idea del castigo colectivo en relación con un delito individual, los musulmanes rechazaron la existencia de tal “pecado original”.

Por otra parte, conviene tener en cuenta que en Génesis, libro en el que aparece el relato de aquella desobediencia, Dios castigó también a la pobrecita serpiente, que, por cierto, nada tiene que ver con el demonio, a pesar de la serie de imágenes religiosas en que aparece María aplastando la cabeza de la serpiente-demonio. Y Yahvé dijo a la serpiente:

“Por haber hecho eso, serás maldita entre todos los animales y entre todas las bestias del campo. Te arrastrarás sobre tu vientre y comerás polvo todos los días de tu vida. Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te herirá en la cabeza, pero tú sólo herirás su talón”[5].

Puede parecer asombroso que Yahvé, el Dios de Israel y el Dios del cristianismo, tuviera una actitud tan infantil y tan absurda con la serpiente, como si ese animal fuera responsable de sus actos y hubiera querido buscar la perdición para Adán y Eva, pero conviene tener en cuenta que en aquellos tiempos, anteriores a la aparición de la Filosofía y de la Ciencia, el ser humano necesitaba disponer de alguna explicación, por mítica que fuera que respondiese a sus inquietudes y misterios de que estaba rodeada su existencia. Y, en realidad, lo que se intenta hacer en la parte de este mito relacionado con la serpiente es dar una explicación de la causa por la cual esos animales se mueven de manera tan peculiar y distinta de cómo se mueven los seres humanos, quienes consideraron tal forma de desplazamiento como algo realmente incómodo y duro para la serpiente, como si se tratase de un castigo, sin comprender que tal modo de desplazamiento es adecuado para la constitución anatómica y fisiológica de este animal. Y, como debía de existir una explicación para un hecho tan negativo (?) como esta forma de desplazamiento, al igual que en el caso de los seres humanos al autor de este pasaje sólo se le ocurrió la explicación de que también la serpiente a su manera había pecado o había contribuido al pecado de Eva, y, por eso, hizo decir a Yahvé:

“por haber hecho eso, serás maldita entre todos los animales y entre todas las bestias del campo”[6].

Claro que, si Yahvé consideró que la serpiente había sido la culpable de la desobediencia de Eva y de Adán, en tal caso, no debió castigar a éstos. Pero la solución más fácil para el autor fue la de considerar culpables tanto a la serpiente como a Adán y a Eva, y ello hizo que Yahvé castigase a la descendencia de la serpiente y a la de Adán y Eva. De esa forma la presencia constante del mal en el mundo tenía ya una explicación y no se trataba de un castigo gratuito de Dios sino de un castigo que era consecuencia de una culpa, tanto en el caso de la serpiente como en el del ser humano. Era una explicación ridícula, infantil, absurda, pero fue la explicación que dieron de los males humanos y de la misma muerte. Parece que en aquellos remotos tiempos la humanidad no estaba preparada todavía para aplicar el rigor lógico a sus razonamientos explicativos de los complicados misterios de la existencia y, en consecuencia, mezcló tales razonamientos con fantasías muy alejadas de la racionalidad. Lo que luego sucedió fue que surgió una clase sacerdotal interesada en mantener esa serie de doctrinas míticas porque les habían servido para inventarse el rol social de intérpretes de todo lo relacionado con la divinidad, y, por tal motivo, les interesaba que los mitos del pasado perdurasen en el tiempo ya que vivían de comunicar al pueblo haciéndolas pasar por verdades, las diversas mentiras y las supuestas órdenes que recibían de Yahvé, que ellos transmitían a su pueblo para que éste obedeciera a Yahvé, pero ese “Yahvé” no era otra cosa que el invento de los inventos, que les sirvío para dominar a su pueblo a lo largo de muchos años. Posteriormente los dirigentes cristianos siguieron la misma táctica de los sacerdotes de Israel y así montaron el inmenso negocio de la actual Iglesia Católica. No les interesaba destruir mitos sino, si acaso, añadir algunos más y eso fue lo que hicieron y siguen haciendo en la actualidad para satisfacer las necesidades soteriológicas de sus seguidores, si no de un modo real, al menos de un modo fantástico.

Sin embargo, a pesar de que la conducta vengativa de Yahvé se extiende a la familia y a la descendencia de quien le haya ofendido, hay un texto en Ezequiel en el que de manera explícita se critica esta actitud y esta manera de aplicar castigos en cuanto no se hace exclusivamente al culpable sino también a la descendencia del culpable. El texto en cuestión dice así:

   -“Recibí esta palabra del Señor: […]

Vosotros decís: “¿Por qué no carga el hijo con la culpa de su padre?” Pues porque el hijo recta y honradamente ha guardado todos mis mandamientos y los ha puesto en práctica: por eso vivirá. El que peca es el que morirá. El hijo no cargará con la culpa del padre, ni el padre con la del hijo”[7]

La importancia de este texto es doble, pues, por una parte defiende algo que en la actualidad parece totalmente lógico: Es el culpable y no su descendencia quien debe ser castigado; pero, por otra, representa una nueva contradicción con respecto a otros textos bíblicos en los que Yahvé no tiene reparo alguno en castigar a culpables y a inocentes, a mujeres, ancianos y niños que nada tenían que ver con la teórica ofensa que se le hubiera podido causar.

Por otra parte, la expulsión del jardín de Edén fue una decisión divina para evitar que Adán y Eva comieran del fruto del árbol de la vida y vivieran para siempre[8]. De hecho en el mismo libro, en Génesis, se asocia la idea de la inmortalidad con la vida en el Paraíso y, por ello, la expulsión del Paraíso iba acompañada de la perdida de la inmortalidad y, en consecuencia, del regreso al polvo del que los hombres procedían, es decir del castigo a tener que morir para siempre. La muerte y el resto de males que la humanidad padecía era un castigo injusto, pero también una consecuencia indirecta del castigo a Eva y a Adán, que Yahvé hubiera podido evitar, pero que quien escribió el Génesis tuvo que explicar, dado que dichos fenómenos sucedían de manera inexorable, para dar respuesta así a la pregunta acerca de la causa de los sufrimientos y de la muerte. El texto bíblico dice así:

“Así que el Señor Dios lo expulsó del huerto de Edén […] Expulsó al hombre y, en la parte oriental del huerto de Edén, puso a los querubines y la espada de fuego para guardar el camino del árbol de la vida”[9].

El dogma del pecado original implica, en cualquier caso, diversas contradicciones:

La primera consiste en el propio carácter absurdo y contradictorio de un pecado que se hereda: Si el concepto de pecado hace referencia a una acción voluntariamente cometida en contra de supuestas leyes divinas, no tiene sentido la tesis de que el hombre nazca ya en pecado, pues antes de nacer no puede haber realizado acción alguna, ni voluntaria ni involuntaria, ni buena ni mala, a favor o en contra de tales leyes. De hecho, el mismo Aurelio Agustín sólo pudo encontrar, como explicación de la “herencia” de ese pecado, una nueva doctrina, pero tan absurda como la anterior, consistente en la idea de que los hijos heredaban de los padres no sólo el cuerpo, sino también el alma (doctrina conocida con el nombre de “traducianismo”), de manera que como el alma que heredaban provenía de un alma en pecado, por ello los seres humanos nacían en pecado. Además, estando relacionado el pecado con una potencia del alma como sería la voluntad, si el hombre sólo heredase el cuerpo, el obispo de Hipona –“San Agustín”- no entendía qué lógica podía haber en la doctrina de la herencia de ese supuesto pecado, pues el cuerpo era sólo el instrumento del que se servía el alma para realizar aquellos actos que podían estar o no de acuerdo con la voluntad divina y, por lo tanto, no podía ser el origen del pecado, mientras que, por otra parte, si el alma era creada directamente por Dios para cada uno de los hombres que nacieron después de Adán y Eva, resultaba incomprensible y absurdo que Dios hubiese creado un alma en pecado.

La jerarquía cristiana de la época no aceptó la tesis de Aurelio Agustín, seguramente porque, al considerar al alma como una realidad espiritual, no podía aceptar que éstase transmitiese de padres a hijos como consecuencia de una relación meramente física. Pero, no encontrando ninguna explicación racional para esta doctrina, no tuvo ningún reparo en considerar el pecado original -¡y tan “original”!- como un misterio, concepto con el que los dirigentes católicos tratan siempre de esconder y de negar la larga serie de contradicciones en que va incurriendo a lo largo de su ya prolongada historia.

En segundo lugar, en cuanto la jerarquía católica considera que la omnipotencia divina pudo evitar que María naciera en pecado, esta doctrina representaría la demostración más evidente de que nacer en pecado no era necesario e inevitable, y, en consecuencia, plantea una insuperable dificultad: ¿No es contradictorio con la supuesta omnipotencia y amor infinito de Dios negar que concediese al resto de la humanidad la gracia que concedió a María? ¿Por qué no lo evitó? ¿Habrá que pensar que era bueno que el hombre naciera en pecado? Pero, si era bueno, ¿por qué privó a María de tal “privilegio”? Y, si no era bueno, ¿por qué sólo utilizó su poder para librar del pecado a María y no al resto de la humanidad? Pues, si el amor de Dios era infinito, no tenía sentido que su poder se debilitase a medida que lo fuera utilizando. Y tampoco tenía sentido considerar que su amor fuera “más infinito” para unos que para otros, por muy grande que fuera su amor a María. Quizá, con ganas de decir desatinos, alguien pudiera sugerir que el pecado original era bueno a fin de que Dios manifestase su amor muriendo en una cruz, pero en tal caso la consideración del pecado como bueno sería contradictoria con la supuesta necesidad de la llamada “redención”. Además, habría sido un nuevo absurdo que el perdón de la humanidad se obtuviese por la mediación del sufrimiento y de la muerte injusta de alguien, tanto si se trataba de un hombre como si se trataba del mismo Dios en una cruz.

Tal explicación sólo podría tener sentido en el contexto de una mentalidad sádica en la que las ofensas al rey o al faraón sólo se perdonaban con la muerte del ofensor y de toda su familia, como sus mismos hijos -en este caso, el propio Dios convertido en hombre-, que pagarían por el delito de otro hombre. Por ello mismo, esta doctrina representa además una aplicación de la ley del Talión, “ojo por ojo, diente por diente…”, defendida en el Antiguo Testamento[10] aunque luego criticada por Jesús, y habría sido radicalmente incompatible con la constante referencia al perdón y a la misericordia infinitas de Dios, cuya aplicación debería ser gratuita precisamente por tratarse de una gracia y no el resultado de una “transacción” como la que podría expresar la supuesta “redención”, doctrina basada en una nueva aplicación de aquella ley del Talión, que adoptaba ahora un sentido ligeramente distinto y que podía expresarse mediante las palabras “tú me ofreces un sacrificio digno de mí y, a cambio, yo te perdono”.

Por otra parte, el pecado original, considerado en sí mismo, plantea además otros dos problemas que muestran igualmente su carácter absurdo:

1) Si en el momento de la supuesta creación de Adán y Eva no hubo contrato alguno entre Dios y “nuestros primeros padres” que estableciese para ellos la obligación de obedecer los mandatos que Dios quisiera imponerle, es absurda la doctrina según la cual el hombre tenía la obligación de obedecerle a partir del argumento erróneo de que, como Dios le creó, tenía el derecho de exigirle su obediencia en aquello que quisiera mandarle. Sin embargo, la supuesta creación de Dios no pudo haber sido precedida de un contrato entre el ser humano y Dios, en el que se estableciesen las condiciones de la creación del primero, ya que para realizar dicho pacto el hombre debería haber existido previamente.

2) Es igualmente absurdo que Dios impusiera a Adán y a Eva la prohibición de comer de aquel árbol cuando, a causa de su presciencia, sabía de antemano que comerían de él, y cuando además, como consecuencia de su omnipotencia, estaban predeterminados a hacerlo. Así que de nuevo nos encontramos ante la idea antropomórfica de un Dios, pues, al igual que un niño que juega con sus muñecos, deja volar su fantasía e imagina luchas y aventuras entre ellos aunque sea él quien actúa mientras que sus muñecos sólo “hacen” aquello que él quiere que “hagan”, del mismo modo sería Dios quien determinaría las acciones del hombre y el mismo sentimiento de cada uno de ser el auténtico protagonista de “sus actos” (?).

Esa tradición bíblica es la que debió de influir decisivamente en la creación del mito de la trasmisión hereditaria del pecado original y en la absurda idea de la necesidad de un sacrificio especial, como el de la muerte de “Dios-Hijo” hecho hombre, para la consecución del perdón de la humanidad, como si la supuesta misericordia infinita de Dios no pudiese actuar directamente y sin necesidad del sacrificio de una víctima divina o humana. En cualquier caso, nos encontraríamos ante una actitud despótica e irracional, pues ¿qué clase de amor habría en la actitud de ese Dios cuya misericordia infinita fuera insuficiente para perdonar a la humanidad por la desobediencia de dos seres humanos? ¿qué lógica habría en la doctrina de que la humanidad en general tenía alguna culpa de los actos realizados por aquellos “primeros padres”?

Los absurdos de esta doctrina son tantos que su aceptación por parte de los creyentes sólo resulta comprensible a partir de la libertad adoctrinadora que los diversos estados han concedido a los dirigentes católicos a lo largo de los siglos para inculcar tales absurdos en niños de cuatro, cinco y seis años, y a partir de la dificultad que tienen los adultos para revisar y superar las creencias asumidas durante la infancia por contradictorias y ridículas que sean.

En cualquier caso leyendo el Nuevo Testamento puede observarse el cambio de perspectiva que en él se produce por lo que se refiere a la idea de Dios como “salvador”, pues deja de ser el salvador de su pueblo, Israel, respecto a sus enemigos, para convertirse en el salvador de la Humanidad respecto al pecado original y respecto a los demás pecados, a pesar de que en este último punto los dirigentes de la secta católica, olvidando el supuesto valor de la acción salvífica de Jesús, siguen advirtiendo que quien muere en pecado es condenado por Dios al castigo eterno del Infierno. ¿De qué sirvió entonces aquel sacrificio, tan fundamental para los dirigentes cristianos cuya finalidad era redimirnos de nuestros pecados?


[1]Génesis, 3: 16-19.

[2]Eclesiástico, 25:24.

[3]Romanos, 5:18. La cursiva es mía. Pablo de Tarso habla del delito “de uno sólo”. Parece que su astucia le frenó de forma que no se atrevió a escribir “de una sola”, pero el machismo de Pablo de Tarso es tan absoluto que el sentido de sus palabras no deja apenas lugar para la duda en el sentido de que con tal expresión se estaba refiriendo a Eva.

[4]Por ejemplo, en Éxodo, 20:5 y 34:7.

[5]Génesis, 3:14-15.

[6]Génesis, 3:14.

[7]Ezequiel, 18: 1-20.

[8]Génesis, 3:22.

[9]Génesis, 3, 23-24.

[10]Éxodo, 21:24.

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