En homenaje a la Segunda República
*Firmantes del artículo: Fernando Álvarez-Uría, Erika Adánez, Constantino Bértolo, Cruz Blanco, María Carballido, Miriam Chorne, Juan Antonio Fernández Cordón, Mariano Fernández Enguita, Antonio García Santesmases, Luis García Tojar, Ángel Gordo, Mariano Hernández Monsalve, Darío Jaimes, Carmen Jaulín, Antonio Mancha, Luis Mancha, José Ángel Mañas Gonzalo Martínez Fresneda, María Jesús Menéndez del Llano, Lourdes Ortiz, Pilar Parra, Jaime Pastor, José María Ramilo, Guillermo Rendueles, José Luis Romero, Juan José Ruiz, Daniel Sarasola, Concha Selgas, Juan Tabares, Constanza Tobío, Alejandra Val, Julia Varela.
En las sociedades pre-modernas, en las sociedades del Antiguo Régimen, la nobleza y el clero ocupaban la cúspide de la pirámide social de modo que prácticamente todas las propiedades, tanto las existentes en las zonas rurales como en las urbanas, pertenecían al Rey, al Arzobispo, o al Marqués de Carabás.
Un legado en peligro
Cuando los visitantes acuden a contemplar las obras de arte del Metropolitan Museum de Nueva York se suelen quedar impresionados ante una majestuosa reja del siglo XVIII que allí se exhibe, pero son pocos los que saben cómo esa obra llegó hasta el museo. En abril de 1929 el arzobispo Remigio Gandásegui y Gorrochategui autorizó a los canónigos de Valladolid la venta de la famosa reja de la catedral, elaborada por Rafael y Gaspar de Amezúa, por el precio de 500 pesetas. El primer comprador norteamericano fue nada menos que un conocido magnate de la prensa, el multimillonario William Randolph Hearst a quien Orson Wells inmortalizó en Ciudadano Kane.
La verja fue desmontada, embalada, y enviada a los Estados Unidos en un barco desde Valencia, pero hubo que esperar a 1956 para que fuese exhibida como una de las joyas del Museo Metropolitano de Nueva York. José Miguel Merino de Cáceres, coautor de un libro titulado La destrucción del patrimonio artístico español, comprobó que no fue la única compra de una obra de arte exportada a los Estados Unidos pues viajaron de España a América centenares de piezas ignorando la legislación española en materia artística y aduanera: decenas de artesonados, fuentes, puertas, ventanas, pórticos, mobiliario vario, columnas, esculturas, sillerías de coro, rejas, fachadas, bóvedas, etc. Por aquella época pervivía aún en España una concepción teocrática, semi-feudal, de la propiedad de los bienes eclesiásticos.
En la actualidad, y a pesar del espíritu y la letra del artículo 46 de la Constitución de 1978, los síntomas de abandono, y en ocasiones de usurpación, de nuestro patrimonio artístico y cultural no dejan de ser alarmantes. El reciente anuncio del robo de un ejemplar del Sidereus nuncius de Galileo Galilei en la sección de manuscritos de la Biblioteca Nacional es tan solo una lamentable muestra. Recientemente la Plataforma Estatal de Profesionales de la Arqueología denunciaba que hay en España unos 10.000 yacimientos arqueológicos de los cuales tan sólo 2.500 han sido declarados bienes de interés cultural. El furtivismo puesto en práctica por los buscadores de tesoros, seguido de la venta de monedas, bronces, objetos de cerámica, y joyas de oro, se vienen sucediendo desde tiempos inmemoriales sin que se adopten medidas suficientemente expeditivas para detener este expolio.
La proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931, generó grandes esperanzas ya que los republicanos aspiraban a impulsar el proceso de modernización de la sociedad española. La constitución de la Segunda República, al igual que la de la República de Weimar y las de otras naciones aprobadas en el siglo XX, hacían reposar en el Estado democrático de derecho la gestión y protección del patrimonio histórico de toda la población. El artículo 45 de la Constitución de laSegunda República decía así: «Toda la riqueza artística e histórica del país, sea quien fuere su dueño, constituye el tesoro cultural de la Nación y estará bajo la salvaguarda del Estado que podrá prohibir su exportación y enajenación, y decretar las expropiaciones legales que estimare oportunas para su defensa. El Estado realizará un registro de la riqueza artística e histórica, asegurará su celosa custodia, y atenderá a su perfecta conservación».
«El Estado protegerá también los lugares notables por su belleza natural o por su reconocido valor artístico o histórico».
Años más tarde organismos internacionales tan relevantes como la UNESCO, cuya creación data del final de la Segunda Guerra Mundial, han seguido esta senda para reforzar la función social de la propiedad. Nuestro país cuenta con 48 monumentos y bienes naturales que han sido declarados por la UNESCO «Patrimonio de la Humanidad», por lo que España es, tras Italia, el segundo país de Europa con más declaraciones, y el tercero del mundo.
Entre los monumentos designados se encuentran, entre otros, la mezquita de Córdoba, la Giralda de Sevilla, la arquitectura mudéjar aragonesa, los monumentos del pre-románico asturiano, la catedral de Burgos… La UNESCO considera el patrimonio como «el legado que recibimos del pasado, lo vivimos en el presente y lo trasmitimos al futuro», pero también los bienes muebles e inmuebles más preciosos pueden ser destruidos por guerras, acciones deliberadas de individuos y colectivos fanatizados, o ser privatizados en beneficio de unos pocos, ya sean dictadores, coleccionistas sin escrúpulos, u organizaciones religiosas que se los apropian en nombre de los fieles.
El franquismo y sus aliados laminaron las medidas de modernización y secularización adoptadas por la Segunda República cuando aprobó el Decreto del 3 de junio de 1931 por el que 36 catedrales, 34 monasterios, más de 200 iglesias, 73 castillos, 21 palacios, 62 restos prehistóricos fueron declarados «monumentos histórico-artísticos pertenecientes al Tesoro Artístico Nacional» y protegidos por tanto, para todos los españoles sin excepción, «bajo la tutela y protección del Estado».
La Ley hipotecaria de 1946, aprobada durante la dictadura franquista, más concretamente durante la etapa del nacional-catolicismo, autorizó a los obispos a actuar como feudatarios públicos, como notarios, lo que les permitió registrar en los registros de la propiedad bienes de todo tipo sin necesidad de acreditar su titularidad. Mientras tanto personajes siniestros como Erik el Belga y otros marchantes de obras de arte hacían su agosto mediante el robo de imágenes y de otros tesoros existentes en los templos cristianos. A su vez la incultura de buena parte del clero durante la reforma litúrgica promovida por el Concilio Vaticano II llevó a la hoguera a numerosos altares y retablos, a la vez que se organizaban rastrillos y subastas de imágenes talladas.
Tras la instauración de la democracia el patrimonio histórico-artístico no dejó de sufrir golpes bajos como la reforma de la Ley hipotecaria realizada por el gobierno presidido por José María Aznar en 1998, una reforma que juristas solventes consideran anticonstitucional pues prolongaba la capacidad otorgada por la dictadura a los obispos para inscribir a nombre de la Iglesia los templos para el culto.
La reciente tormenta de inmatriculaciones de bienes realizados por los jerarcas de la Iglesia católica española llueven por tanto sobre mojado. Como han alertado algunos medios de comunicación, impulsados con frecuencia por asociaciones en defensa de la laicidad y de los bienes artísticos y culturales de todos los españoles, entre las que se encuentran algunas asociaciones de cristianos por el socialismo, se ha estado desarrollando ante nuestros ojos un atentado contra el patrimonio común provocado por el imperialismo inmobiliario que caracteriza al clericalismo en nuestro país.
Entre 1998 y 2015 los príncipes de la Iglesia católica española han matriculado en registros de la propiedad 20.014 templos o dependencias anexas y 14.947 fincas, terrenos, solares, viviendas, locales, es decir un total de 34.961 bienes entre los que se encuentra la mezquita de Córdoba, iglesias mudéjares, como el templo de San Pablo de Zaragoza, monumentos románicos asturianos como Santa Cristina de Lena, es decir, un enjambre de monumentos del mayor valor histórico, artístico y cultural, muchos de ellos declarados por la UNESCO «Patrimonio de la Humanidad».
La jerarquía católica, una institución voraz
En 1974 el sociólogo Lewis A. Coser publicó en los USA un estudio que fue traducido al español con el título de Las instituciones voraces. A su juicio las sociedades modernas, las sociedades libre mercado, son sociedades caracterizadas por un alto grado de diferenciación social. En ellas el rápido e intenso proceso de individualización ha favorecido que la mayor parte de los ciudadanos participen en múltiples círculos sociales, lo que implica intervenir en una variedad de escenarios y de juegos sociales en los que desarrollan una multiplicidad de papeles. Las sociedades de los individuos se singularizan por la complejidad de los modernos estilos de vida, pero a la vez en el interior de éstas sociedades existen grupos y organizaciones que no se rigen por las tendencias dominantes y que demandan de sus adeptos una adhesión incondicional: son las instituciones voraces. Estas instituciones obligan a «erigir grandes barreras entre miembros y extraños para mantener al adepto estrechamente vinculado a la comunidad a la que debe una lealtad absoluta».
Lewis Coser proporciona en su libro variados ejemplos de instituciones voraces y distingue tres tipos: personas al servicio de gobernantes voraces (como «la amante real»); personas al servicio de familias voraces(como «el mayordomo» o «el ama de casa»); personas al servicio de organizaciones voraces (como los miembros del «partido bolchevique», los miembros de la «Compañía de Jesú»s, o los «sacerdotes al servicio de la Iglesia»).
Para Coser la Iglesia católica es una institución voraz, y al igual que otras instituciones autoritarias establece barreras materiales y simbólicas entre fieles y extraños. La Iglesia es una institución jerárquica, clerical, que impone a los sacerdotes la obligación del celibato con el fin de neutralizar la influencia divisoria de los compromisos familiares. Para los clérigos su familia es la Iglesia y el celibato es uno de los mecanismos de los que se sirve la organización eclesiástica para obtener de sus ministros una devoción total a la causa.
La imposición del celibato sacerdotal, a partir del siglo IV, no sólo está relacionada con el hecho de que el Emperador Constantino convirtió al cristianismo en la religión oficial del Imperio, sino también, y sobre todo, con el temor a que se enajenasen las propiedades de la Iglesia. Se explica así el celo con el que los ministros de la Iglesia, desde los obispos que presiden las diócesis, hasta los párrocos de las parroquias mas humildes, velan por la apropiación en exclusiva de los bienes de uso eclesiástico.
Los tiempos en los que la Iglesia católica se identificaba con una mentalidad de Cristiandad se han ido para siempre. Como señaló Coser la Iglesia católica debe decidir si está dispuesta a renunciar a su carácter voraz: «la pregunta que en el futuro deberá hacerse es si está dispuesta a renunciar a las enormes ventajas derivadas de la autoridad absoluta que ejerce sobre sus servidores eclesiásticos para convertirse en una más de las múltiples instituciones religiosas del mundo moderno».
La propiedad social en el Estado social
Hasta finales del siglo XIX en las sociedades industriales la mayor parte de la población estaba integrada en la clase no propietaria que para subsistir tan solo contaba con la fuerza de sus brazos. Los trabajadores ,a cambio de su trabajo, recibían un salario. La Revolución Francesa sin embargo, al instituir los principios de libertad, igualdad y fraternidad, abrió el camino a las modernas democracias occidentales y a una nueva concepción social y laica de la propiedad al servicio del interés general.
En este marco la Revolución, a propuesta de Talleyrand, obispo de Autun, aprobó el 2 de noviembre de 1789 el Decreto que ponía los bienes del clero a disposición de la nación. Así fue como tendencialmente surgió entre la concepción liberal de la propiedad privada y la concepción colectivista defendida por socialistas románticos y comunistas un tercer tipo de propiedad denominada la propiedad social.
El sociólogo Robert Castel definióla propiedad social como «el soporte de recursos y de derechos que han proporcionado a la mayoría de los individuos en las sociedades modernas (los que no estaban protegidos ni reconocidos sobre la base de la propiedad privada) los medios de su independencia y les han reconocido así una ciudadanía social inseparable de la ciudadanía política.Gracias a la generalización de la propiedad social, es decir, gracias a la participación en los recursos y en los derechos colectivos, la capacidad de existir como un individuo de pleno derecho ya no queda reservada a una selecta minoría que pueda asentar su independencia sobre la propiedad privada».
La propiedad social, en el marco de un nuevo tipo de Estado, el denominado Estado social, proporcionó, y sigue proporcionando en la actualidad, protecciones a los trabajadores, tales como la sanidad pública, la educación pública, el derecho a una pensión de jubilación, pero también proporciona la participación de todos los ciudadanos de un país, sean cuales sean sus creencias políticas o religiosas, en todas las propiedades del Estado, tales como jardines públicos, bibliotecas públicas, museos, parques nacionales, ayuntamientos, ministerios, y en general en todos los bienes del patrimonio nacional que pasan a ser un patrimonio de todos.
La propiedad social de un Estado es la única propiedad de los que carecen de propiedades. Cuando los poderes públicos, encargados de velar, proteger, y transmitir en las mejores condiciones ese patrimonio histórico-artístico a las nuevas generaciones, renuncian a hacerlo, lo despilfarran, o aceptan su privatización en función de intereses particularistas, no solo atentan contra los intereses generales dela sociedad, minan también la moral social, fracturan la confianza que permite que una nación se mantenga unida a través de redes complejas de solidaridad social.
Abandono, expolio, saqueo, destrucción, apropiación indebida del patrimonio histórico-artístico de la nación… son términos que se repiten cuando se conocen los avatares de tantos bienes artísticos y culturales que han emprendido en nuestro país un viaje sin retorno. Pero, más allá de las lamentaciones, es preciso actuar. Es necesario objetivar las causas del problema y proponer imaginativas soluciones políticas para defender un ingente y muy valioso patrimonio común cada día más amenazado.