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El Papa Francisco, la Iglesia y la historia

La presencia del 266 Papa en suelo latinoamericano revive la relación tirante entre la Iglesia y el Estado nacional en la historia. La República Argentina está entroncada desde su inicio a la religión católica. Los párrafos de esta nota recorren algunos periquetes sinuosos de esa particular relación.

Hace casi medio siglo que don Helder Cámara, obispo de Olinda y Recife, señaló una contradicción que espolvorea la presencia del Papa Francisco en América del Sur: “Si les doy de comer a los pobres, me dicen que soy un santo. Pero si pregunto por qué los pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy un comunista”.

Desde los primeros meses del 2013, Jorge Mario Bergoglio dejó de ser el “Padre Jorge” para trocar a Francisco, el primer Papa latinoamericano de la Iglesia Católica.

Francisco es un jefe de Estado -del Vaticano- zambullido en una enorme institución conservadora como es la Iglesia, que desde hace 1500 años viene conservando su poder. Desde su elección, Bergoglio surfea caminos espinosos. El Vaticano tiene problemas más urgentes que van desde el escándalo sexual de los sacerdotes pederastas, la corruptela del Banco Ambrosiano, la abulia de los sacerdotes, la complicidad de los obispos con el poder económico en todos los países, la crisis económica europea, las necesidades de reforma que provienen de África y América Latina, mandatarios como Donald Trump. Un párrafo aparte transita en su propia tierra, desde la salida de Cristina Fernández de Kirchner y la llegada de Mauricio Macri a la primera magistratura de la Nación argentina. Francisco ejecuta a la perfección su rol y comprende que un Estado europeo, monárquico y teocrático, carece de motivo alguno de entrometerse en otras repúblicas.

El pensador Hernán Brienza, manifiesta que contrariamente al pensamiento del tradicionalismo argentino que afirma que la construcción de la Nación ha ido siempre emparentada a la religión católica, lo cierto es que el contenido republicano de la Revolución de Mayo ha iniciado un arduo combate entre la tradición secular y los intentos de confesionalizar el Estado argentino.

Bernardino Rivadavia, por ejemplo, fue uno de los primeros en enfrentarse a la curia. Una de sus principales medidas fue la Reforma Eclesiástica, sancionada el 21 de diciembre de 1822, y establecía la libertad de conciencia a instancia de los ciudadanos ingleses, y que entre otras controversias, abolió los diezmos y primicias a la Iglesia, y los fueros y privilegios otorgados por la Corona española.

Los constituyentes de 1853 encontraron una fórmula mixta para zanjar un problema irresuelto desde 1810 y la Asamblea de 1813: el sostenimiento del culto católico pero, al mismo tiempo, libertad religiosa absoluta para los demás cultos.

El sistema de patronato fue anulado en 1966 tras un acuerdo entre la Santa Sede y la dictadura de Juan Carlos Onganía donde se montó la figura del concordato, que otorga al Vaticano la facultad de nombrar y remover a los obispos sin necesidad de acuerdo con quien detente el cargo de presidente de la Nación, quien sólo se reserva el derecho de objetar las designaciones. Es decir, que todo el cuerpo eclesiástico depende desde esa fecha de una autoridad extranjera y el Estado argentino no tiene ningún derecho sobre él. Con la reforma de 1994, el concordato alcanzó rango de tratado internacional y fue colocado por encima de las leyes nacionales, aunque según la misma Carta Magna el Congreso de la Nación, puede reformularlo.

La Iglesia siempre batalló por influenciar en las decisiones políticas de los gobiernos de ocasión.  El primer gran conflicto se produjo en 1884, cuando el por entonces presidente Julio Argentino Roca impulsó las leyes de educación laica y matrimonio civil, y la Iglesia se opuso terminantemente. Como respuesta, el tucumano Roca expulsó al nuncio y rompió con el Vaticano. Las relaciones se restablecieron recién durante su segundo mandato presidencial.

Setenta años después un nuevo enfrentamiento entre el Estado y la Iglesia tendría otra vez como origen el intento de un gobierno –el de Juan Domingo Perón– de sancionar leyes de neto corte progresista, como fueron la fallida ley de divorcio, la supresión de la educación religiosa en los colegios y el proyecto de reforma constitucional para separar la Iglesia del Estado. Un año después, el 14 de junio de 1955, los monseñores Manuel Tato y Ramón Novoa atacaron al gobierno en la procesión de Corpus Christi. Al día siguiente, el presidente Perón le exigió al Vaticano la remoción de los obispos. El día 16 de ese mes, los aviones de la Marina bombardearon la Plaza de Mayo y asesinaron a cientos de personas. El lema de los militares golpistas era más que enunciativo: “Cristo vence”.

Tras la larga noche de la dictadura cívico/militar, el antecedente más inmediato fue el enfrentamiento que el ex presidente Raúl Alfonsín mantuvo con la Iglesia a mediados de la década del ochenta con la sanción definitiva de la Ley de Divorcio Vincular, el Congreso Pedagógico y la política de juzgamiento a las juntas militares.

Francisco es un hombre inteligente que comprende la política internacional y la de sus pagos a la perfección. Durante el mandato de Néstor Kirchner, la relación Estado e Iglesia se acrecentó aún más peñascosa, en cuestiones como el cambio de sede de las celebraciones del tradicional Te Deum del 25 de mayo, la educación sexual en los colegios con entrega de condones, el matrimonio igualitario, la revisión del pasado y la complicidad con la última dictadura cívico/militar por parte de la jerarquía eclesiástica. Con la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner esa pelea se aquietó un poco y hubo encuentros y diálogos que no se profundizaron con el arribo al Ejecutivo Nacional de Mauricio Macri.

Hoy, la Iglesia Católica maneja en la Argentina un verdadero ejército de 5236 sacerdotes y 10.823 monjas diseminados por todo el país y que le deben a la jerarquía una obediencia absoluta. La Iglesia argentina es uno de los grupos económicos más fuertes del país. Pareciera que la Iglesia Católica es un Estado dentro de otro Estado. Y el Padre Jorge, el Papa Francisco, lo sabe.

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