Tras 10 meses de juicio por los atentados islamistas de noviembre de 2015 en París, el veredicto puede cerrar el miércoles una etapa en el duelo de familiares y supervivientes
Cuando Georges Salines (Sète, 65 años) piensa en su hija Lola —una de las 90 personas que el 13 de noviembre de 2015 murieron asesinadas en el atentado islamista de la sala de conciertos Bataclan en París— le vienen a la cabeza los buenos momentos, su alegría.
“Me consolé, si puede decirse así, con reflexiones sobre la brevedad de la vida humana. A fin de cuentas, vivir 100 años o 28 [la edad de Lola al morir] es más o menos lo mismo comparado con la eternidad”, dice en una terraza frente al viejo Palacio de Justicia de la isla de la Cité, en París, este médico jubilado y aficionado a correr maratones. “Lamento infinitamente que no esté aquí y que no viva lo que hubiera podido vivir, pero me he reconciliado con la vida sin ella. Conozco a padres que ya no viven, que no pueden ir al cine ni de vacaciones. Yo sí: he logrado seguir viviendo”.
Salines, presidente de honor de la asociación 13onze15: fraternité et vérité, y decenas de otros padres y familiares de los 131 muertos en los atentados de Bataclan, las terrazas del este de París y el estadio de Saint-Denis, quizá podrán franquear este miércoles otra etapa en el duelo. Es el día que el juez Jean-Louis Périès anunciará el veredicto tras casi 10 meses de juicio, que este lunes ha quedado visto para sentencia. La fiscalía ha pedido la pena máxima —la cadena perpetua irreducible— para el principal acusado, Salah Abdeslam, el único miembro de los comandos que sobrevivió.
Salines, que ha asistido a casi todas las sesiones desde septiembre, y ya anticipa que echará de menos a las personas que ha conocido y con los que ha convivido aquí estos meses, explica: “A mí se me identifica como alguien que manifiesta humanidad y comprensión, que no está en cólera ni siente odio hacia los acusados. Pero esta actitud, en algunos comentarios, se pone en el mismo plano a quienes sienten odio y cólera. Me molesta. Porque tengo la certeza de que, cuantitativamente, no es cierto. Entre las partes civiles o en todo caso las que han venido a testimoniar, las declaraciones de respeto al Estado de derecho y la ausencia de odio son mucho más numerosas”.
La voz que más se ha escuchado en el lado del “odio y la cólera” ha sido la de Patrick Jardin, padre de Nathalie, quien murió en el Bataclan. Tenía 31 años. “Dicen que odio”, dijo Jardin ante el tribunal. “Sí, siento odio. ¿Pero qué es lo contrario del odio? El amor. Y, ¿cómo amar a quienes han matado a tu hija?”
Las visiones distintas, entre las víctimas, se han expresado hasta el último momento. Olivier Fisher, que sobrevivió con una herida en el brazo al ataque en la terraza del café Le Carillon, lamentaba el lunes: “Hay una sobrerrepresentación de personas más bien de izquierdas y propicias a distinguir entre la violencia de los atentados y la ideología que sostiene estos atentos, el islam político o islam radical”. Y añadió: “Muchos franceses piensan que hay que reaccionar con claridad ante el islam radical y romper con años de políticas laxas con la inmigración que permitieron a algunos de los acusados entrar en Europa”.
Fisher trabaja como asistente de una diputada del Reagrupamiento Nacional, el partido de extrema derecha de Marine Le Pen. A unos metros suyos, mientras conversaba con el periodista, Salines hacía declaraciones a una cadena de televisión.
El padre de Lola recordaba días antes, en la entrevista con EL PAÍS, las palabras de Orly Rezlan, una de las abogadas de la defensa. “La abogada planteó la pregunta: ‘¿Por qué admiramos la humanidad y no el odio?’ Y respondió: ‘El odio es fácil, uno se deja arrastrar por él. La humanidad requiere un esfuerzo, quizá pensar contra sí mismo”, dijo Salines. “Me pareció luminoso”.
Pero al rato Salines se corrige: “Honestamente, no sé si en mi caso y en el de otros esto es verdad”. Afirma que, si él no odia a los terroristas, “no es por una postura intelectual, sino algo espontáneo”. “El mismo día [del atentado] lo que me ocupaba era una enorme tristeza, la sensación de un enorme desastre”, rememora. Y hace notar que, en paralelo al juicio por el 13 de noviembre de 2015, se celebró por el asesinato a manos de dos islamistas en julio de 2016 del párroco Jacques Hamel en la iglesia de Saint-Étienne-de-Rouvray, en Normandía. “La hermana del padre Hamel dijo: ‘Estábamos tan tristes que no había espacio para el odio’. Me pareció bastante acertado”.
No es sorprendente que, cuando Salines compareció como testigo, hiciese un alegato en favor de la justicia restaurativa, que fuese más allá del castigo a los culpables. “El proceso penal”, argumenta, “es necesario, pero no permite un diálogo directo, sin testimonios y sin nada en juego mediáticamente ni consecuencias judiciales, entre la víctima y los acusados. Pienso que es necesario ofrecer la posibilidad a las víctimas y a los acusados de encontrarse y decirse lo que tengan que decirse”.
El diálogo con los condenados no ocurrirá ni hoy ni a corto plazo, admite Salines. Pero durante el proceso ha tenido la oportunidad de hablar con los tres acusados que comparecen libremente —es decir, no están en prisión—, y en 2020 publicó Nos quedan las palabras, un libro de diálogos junto a Azdyne Amimour, padre de Samy Amimour, uno de los terroristas del Bataclan. Con el padre de Amimour ha dado charlas en prisiones.
En otro libro, Lo indecible de la A a la Z, Salines describía así a su hija: “Te gustaban los libros, el cine, dibujar, viajar, el rock, bailar, los niños, Billy el Gato, la tarta al limón, la cerveza belga, tomar el brunch en Le Bouillon Belge, cantar tocando el ukelele, el roller-derby [deporte de patinaje], tus amigos, tu mamá, tu papá, tus hermanos, tu novio, tus amigas, dar besos, hacer el amor. Amabas la vida”.
¿Perdonar a los terroristas y a sus cómplices, a quienes participaron el atentado en el que murió Lola? “Al principio esta pregunta ni me la planteaba. Lo hecho, hecho estaba. Felizmente, no me correspondía a mí condenar”. Y añade: “Hay otro problema: es mi hija quien murió, no yo. ¿Voy a perdonar en su lugar? No me siento legítimo para perdonar. Lo que creo es que un ser humano no se reduce a lo peor que ha hecho en su vida. Se equivocó, debe ser castigado por ello. Pero esto no me impide considerarlo un ser humano ni pensar que haya que castigarlo de tal manera que jamás puede reintegrarse en la sociedad”.