“La Iglesia no cumple con sus obligaciones democráticas. Y ocurre porque el Estado se lo consiente, convirtiéndola en un paraíso fiscal dentro de sí mismo”, reflexiona el profesor de Derecho Civil.
Meteos bien esto en la cabeza: nadie que se da a la inmoralidad, a la indecencia o al afán de dinero, que es una idolatría, tendrá herencia en el reino de Cristo y de Dios”.
(Carta del apóstol san Pablo a los Efesios 4,32–5,8)
Hace diez años que el papa Benedicto XVII eliminó el limbo para los recién nacidos que morían sin bautizar, pero no para los millones de euros que recaudan por las entradas a monumentos y otras actividades mercantiles de la Iglesia. Porque siendo muy grave que no pague impuestos por ello, contraviniendo lo exigido en reiteradas ocasiones por la Comisión Europea y recientemente por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), aún peor es que no declaren sus ingresos ante la Administración tributaria. Es decir, que todo ese dinero siga en el limbo fiscal con la complicidad de los poderes públicos en un Estado democrático donde todos declaramos y pagamos religiosamente menos la Iglesia.
Hace unos meses denuncié está opacidad en la Mezquita de Córdoba, como ejemplo de una situación generalizada en los monumentos gestionados turísticamente por la Iglesia. Decía entonces que se acercaran a las taquillas y pidieran una entrada. Si la llaman mezquita es probable que le corrijan y le digan que son entradas para la Catedral porque eso que pretende ver no es una mezquita. Y quizá no le falte razón ante la invasión de crucifijos que han mutilado el bosque de columnas de nuestra joya andalusí, en la enésima muestra de fundamentalismo excluyente del obispo y de la pasividad cobarde de la Administración pública que se lo permite.
Es posible que quieran pagar con tarjeta, y le responderán que es imposible, que sólo admiten dinero en efectivo a modo de donativo (aunque en la entrada no aparezca esa palabra). Por supuesto, no se les ocurra pensar que al tratarse de una aportación voluntaria podrían negarse a entregarla, porque entonces le contestarán que es imposible acceder al monumento sin entrada. Quizá entonces soliciten factura o recibo de lo que haya pagado, bien porque se trata de un gasto que deban justificar o porque quieran desgravarlo en su IRPF igual que hacen con las aportaciones a su ONG. Y le responderán que tampoco, que tienen prohibido emitir cualquier tipo de documento que acredite el desembolso que ha hecho por su entrada. Por último, si en un arrebato de cordura preguntan por qué, solo hubieran obtenido silencio.
A raíz de esta y otras denuncias, el Cabildo de Córdoba se vio forzado a admitir el pago con tarjeta y a incluir la palabra IVA en la entrada. Sin embargo, nada ha cambiado en relación con la falta de transparencia contable y el limbo fiscal del dinero recaudado del que solo se conoce por dogma de fe. Como tampoco ha cambiado que cada noche deba cruzar de acera para llevarlo a la sede episcopal, donde ahora quiere el obispado colocar las taquillas. Con esta maniobra, además de pavonear su dominio y manipular el discurso histórico del monumento, evitarán el paseo de la vergüenza. Ya no hará falta: la caja se queda en casa.
Algo parecido ocurrió tras la movilización y denuncia de MHUEL en la Catedral de la Seo en Zaragoza, forzando a la jerarquía católica a emitir entradas donde ahora aparece el concepto IVA 0% como si estuviera exento. En la Catedral de Pamplona, por el contrario, se dice en el ticket IVA incluido. Y en el correo que se envía para las visitas grupales a la Iglesia de Santa María del Naranco en Asturias, por citar otro ejemplo, se explicita que el pago debe ser en metálico y que no entregará factura. Lo mismo ocurre con la práctica totalidad de los monumentos que explota comercialmente la jerarquía católica. Solo en el caso de la Mezquita de Córdoba, tomando por buenas las cifras de visitantes turísticos (creyentes o no) que dice el Cabildo, rondaríamos los 15 millones de euros al año. Y ahora, extrapolen la cifra al resto de iglesias, catedrales, ermitas y similares por toda España. ¿De cuánto dinero estamos hablando?
No soy católico ni me adscribo a confesión alguna. Pero por encima de todo, no soy anticatólico ni estoy en contra de ninguna expresión religiosa. Respeto a quien respeta. Y comparto la esencia espiritual anclada en el amor al prójimo y en el desapego que rezuma la mayoría de las cosmovisiones. Sin embargo, no estamos hablando de moral sino de ética. La moral es privada y la ética es pública. El Estado debe garantizar que cada ciudadano sea invulnerable en sus creencias de pellejo adentro. Pero piel afuera, el único libro “sagrado” se llama Constitución y nadie puede escapar al deber de declarar y tributar en función de sus ingresos, la verdadera condición que nos inviste como ciudadanos iguales ante la ley. Quizá Dios sea más misericordioso que justo, pero la ética democrática exige justicia social como garantía para los cuidados esenciales de quienes más lo necesitan, dejando la misericordia a la moral de cada uno.
Solo un desalmado o un inconsciente se atrevería a cuestionar la enorme labor humanitaria que llevan a cabo las distintas instituciones de la Iglesia católica. Desde la admiración por quienes se dejan la piel a cambio de nada, gracias por hacer lo que la Iglesia debe hacer conforme a sus propios fines cristianos. Igual que admiro a quienes también lo hacen desde otras trincheras, sean religiosas o no. Con una enorme salvedad: estas organizaciones declaran sus ingresos cumpliendo con sus obligaciones democráticas. La Iglesia católica, no. Y eso ocurre porque el propio Estado se lo consiente, convirtiéndola en un paraíso fiscal dentro de sí mismo. Una especie de muñeca rusa que le priva de todo el dinero que no aporta a las arcas públicas y que debemos suplir el resto de los mortales, confirmando que su Reino no es de este mundo.
Recién aprobada la Constitución, la primera medida del Estado fue firmar el 3 de enero de 1979 un Acuerdo con el Vaticano sobre Asuntos Económicos que establecía para la Iglesia la “exención total y permanente de los impuestos reales o de producto, sobre la renta y sobre el patrimonio”. Una norma que chocaba frontalmente con la propia Constitución y, más tarde, con el modelo fiscal impuesto desde Europa, hasta el extremo de generar una queja en 1989 de la Comisión Europea exigiendo su derogación. Después vinieron varios pronunciamientos más en este sentido, hasta que en el mes de julio el Tribunal de Justicia de la Unión Europea dictaminó que las exenciones fiscales que disfruta la Iglesia católica en España “pueden constituir ayudas estatales prohibidas si se otorgan respecto de actividades económicas y en la medida en que se otorguen respecto de tales actividades”.
A nadie escapa que las catedrales y otros edificios gestionados por la jerarquía católica, además de lugares de culto en mayor o menor tiempo (en el caso de la Mezquita de Córdoba apenas el 20%), son máquinas de generar dinero como consecuencia de su explotación comercial. Así pues, porque así lo dicta el sentido común y la legislación tributaria, una actividad lucrativa de esta índole está sujeta a los impuestos de IVA y sociedades, además de cumplir con los deberes contables y de transparencia. Y es tan cierto que cuando la ciudadanía lo exige, ante la pasividad imperdonable de la Administración, la propia jerarquía católica reconoce que no son donativos, que están realizando una actividad mercantil mediante una estructura organizada, e incluye la palabra IVA en las entradas, añadiendo la coletilla de estar exento o de estar incluido. Es decir, no saben qué poner porque la Administración tributaria no se lo exige.
El tema es discutible y farragoso, pero incluso admitiendo que en casos muy concretos no deban pagar “legalmente” por sus millonarios ingresos, no significa que no estén obligadas a declarar cuánto ganan y a qué lo dedican, igual que cualquier ciudadano. Carece por completo de justificación en democracia que exijamos transparencia económica a la corona, partidos, sindicatos o instituciones públicas, y no hagamos lo propio con la jerarquía católica, que también percibe dinero del Estado, e ingentes cantidades de los particulares en su condición de consumidores, no de creyentes. Dios me libre de cuestionar la legalidad de los donativos para bodas, bautizos, entierros y comuniones. Pero exijo como ciudadano que su contabilidad sea fiscalizada con el mismo rigor que a cualquier persona física o jurídica.
El mismísimo papa Francisco, que más de una vez ha condenado con dureza la corrupción y el pago con dinero negro, advertía a las instituciones católicas que quieran convertir los conventos en hoteles o albergues para ganar dinero, “paguen sus impuestos porque en caso contrario el negocio no es limpio”. Su mensaje es coherente con la actitud del Jesús de los tobillos sucios que decía: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Evangelio según san Lucas 16, 9-15). Pero a años luz de la jerarquía católica en España, con la complicidad de los poderes públicos que prefieren mantener estos ingresos millonarios en el limbo en lugar de fiscalizarlos. Porque no se trata de moral religiosa sino de ética democrática. Porque no se trata de caridad, sino de justicia fiscal. Porque no se trata de que donativos por tantos, sino de que declaremos y paguemos por todos y todas.
* Antonio Manuel es profesor Derecho Civil y portavoz de la Coordinadora Estatal ‘Recuperando’
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