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Un niño palestino pasa junto a una de las pinturas del muro de Gaza.REUTERS

El muro de la religión · por Eva Borreguero

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La percepción del conflicto entre Israel y Palestina desde la lente de la identidad religiosa limita las vías de reconciliación. Remontarse al Antiguo Testamento o al siglo VII solo alimenta la islamofobia y el antijudaísmo

Cuántos muertos deberán caer antes de que se agote el dolor, la cólera y la ira que une a israelíes y palestinos. Cuánto tiempo pasará antes de que dejen de vivir de espaldas y se miren en reconocimiento mutuo. En el corazón de la pugna por la tierra, crepita el ascua de la religión que anima la identidad de implicados y movilizados, concepciones de una idea de justicia y sufrimiento que se refractan en la visión del mundo. De ello da fe la reacción de la calle árabe a la demoledora respuesta de Israel por la bárbara masacre de Hamás. A lo largo y ancho de Oriente Próximo se han sucedido protestas en solidaridad con la causa palestina, justa empatía ante la devastación de Gaza, si bien el clamor y la indignación de los manifestantes ofrecen un claro contraste con la indiferencia o escasa movilización ante otros sucesos igualmente graves perpetrados por gobiernos de países musulmanes. Algunos ejemplos: la guerra civil en Yemen que ha causado cerca de 400.000 muertos o la deportación de 1,7 de refugiados afganos decretada por las autoridades paquistaníes, a pesar de que muchos de ellos padecerán a su regreso la persecución de los talibanes. Suceso que está teniendo lugar en estos momentos ante la indiferencia de los medios de comunicación.

La percepción del conflicto desde la lente de la identidad religiosa, por otro lado, difícilmente eludible, limita las posibilidades de buscar vías de reconciliación, generando dinámicas de exclusión y rivalidad. Por eso están de más los gestos que incidan en la dimensión sacrosanta, como las del primer ministro israelí, Bibi Netanyahu, en sintonía con sus socios de la extrema derecha integrista en el Gobierno, apelando a la lógica de las escrituras sagradas para justificar la réplica a Hamás. Cualquier reivindicación que remita a promesas bíblicas para ejercer un dominio unilateral sobre la Tierra Santa avivará la discordia.

Por su parte, la izquierda musulmana debería significarse frente al anti-judaísmo inveterado que permea las sociedades islámicas y que reverberó en las concentraciones de protesta en contra de Israel al grito de ¡Jáibar, Jáibar!, referencia al oasis histórico de la península arábiga donde en el año 628 las fuerzas del islam exterminaron a la población judía. Judeofobia que alimenta el rechazo hacia Israel y explica el doble rasero de calificar la guerra contra Hamás de genocidio, pero guardar un elocuente silencio frente a crímenes con la marca de genocidio perpetrados contra musulmanes: el de los rohinyás en Myanmar —actualmente expulsados de Bangladés— o el trato del Partido Comunista de China a los uigures: más de un millón internados en centros de “reeducación”. En otro orden de cosas, pero en línea con lo anterior e igualmente con un trasfondo étnico-religioso, tenemos, de nuevo, la erradicación de los cristianos armenios. Tal y como se ha denunciado en estas páginas. Tras evacuar a la población civil armenia de las tierras que han ocupado durante siglos, Nagorno-Kabaraj será forzosamente integrado en Azerbaiyán, con el beneplácito del presidente turco, Erdogan, quien considera a Hamás un movimiento de resistencia, pero no duda en favorecer las políticas revisionistas en el sur del Cáucaso.

Tampoco ayuda el dogma de presentar a Israel como una anomalía, un cuerpo ajeno al entorno, compuesto por judíos blancos llegados de Europa. Idea que omite el origen oriental de cerca de la mitad de la población israelí, los mizrají, algunos presentes en Tierra Santa desde siglos, y el resto mayoritariamente llegados de los países del entorno de donde fueron expulsados tras fundarse el Estado hebreo. Quienes consideren a Israel como un “Estado artificial”, escribe el columnista paquistaní Kunwar Khuldune Shahid en The Freethinker, deberían fijarse en el carácter arbitrario de los Estados poscoloniales, formados a modo de retales y costurones, con especial énfasis en el que es, en muchos aspectos, el doble de Israel: Pakistán, creado en 1947 sobre la base de una teoría defendida por la Liga Musulmana, sin contar con el consentimiento de los 14 millones de indios desplazados —el mayor éxodo de la historia— entre zonas del subcontinente tan diferenciadas entre sí como lo pueden ser Polonia y Portugal en Europa.

Cualquier solución, por lejana que pueda parecer hoy, más allá de la fórmula de los dos Estados, requiere ahondar en la seguridad, la esperanza y la confianza. Las dos primeras, lógico intercambio entre israelíes y palestinos, como aclaró el antiguo director del servicio secreto interior israelí, Ami Ayalon, en una entrevista publicada en La Vanguardia. La tercera, porque en ausencia de confianza, impera el miedo, la sospecha y las posiciones defensivas. Para Israel, que ha padecido de continuo la hostilidad belicosa de sus vecinos, la confianza pasa por normalizar relaciones y que se acepte la legitimidad de su Estado. Para los palestinos, poner fin a la expansión de los asentamientos de colonos propiciado por Netanyahu y al borrado de sus derechos. A menos que unos y otros separen la tierra en disputa de las percepciones religiosas extremas, no habrá soluciones duraderas.

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