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Alberto Andrei Rosu/Shutterstock

El libre albedrío, una ilusión adaptativa que nos transformó como especie

​Descargo de responsabilidad

Esta publicación expresa la posición de su autor o del medio del que la recolectamos, sin que suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan lo expresado en la misma. Europa Laica expresa sus posiciones a través de sus:

El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.

El sentido del yo implica no solo el sentido de ser uno mismo, sino también la sensación de tener el control de nuestras acciones, pensamientos y decisiones. En otras palabras, de poseer libre albedrío. La naturaleza y la existencia, real o no, de este tipo de control sobre nuestras acciones han sido fuente de reflexión a lo largo de la historia. Los enfoques principales del problema se resumen en tres posturas: libertarismo, determinismo y compatibilismo.

  1. Los libertarios creen en el libre albedrío espectral. Este es una suerte de entidad metafísica capaz de incidir sobre el cerebro, haciendo que ocurran cosas en el mundo físico que, de otro modo, no ocurrirían.
  2. Los deterministas creen que todo lo que sucede en el universo, incluyendo nuestros pensamientos y acciones, están totalmente determinados por causas físicas internas y externas. Consideran que el libre albedrío es una ilusión.
  3. Los compatibilistas consideran que el libre albedrío espectral es una ilusión, pero mantienen la existencia del libre albedrío entendido como una experiencia perceptiva que sentimos las personas de que podemos actuar de acuerdo con nuestros deseos e intenciones reales. Esto es compatible con un universo que fuese determinista.

El enfoque compatibilista es la posición que asumimos aquí. Los individuos tenemos capacidad real para hacer o inhibir acciones voluntarias y para actuar conforme a nuestras creencias, valores y objetivos.

En palabras del neurobiólogo Anil Seth, las acciones voluntarias expresan lo que yo, como persona, quiero hacer, aunque probablemente, en realidad, no pueda hacer en ese momento otra cosa que lo que he escogido hacer. Seth asume, como en su día hizo Einstein, la posición del filósofo Schopenhauer: una persona puede hacer lo que quiere, pero no puede querer (en el sentido de elegir) lo que quiere.

El libre albedrío contribuye a planificar nuestra conducta futura

La sensación de que podríamos haber actuado de otra forma es un rasgo interesante desde un punto de vista adaptativo. Sugiere que, en una situación similar, podríamos cambiar nuestra forma de actuar en función de las consecuencias de la acción realizada. Es decir, que las experiencias de volición pueden ser más útiles para guiar la conducta futura que para explicar la presente. De ahí la resistencia de muchos investigadores a considerar que el libre albedrío es tan solo una ilusión en el sentido determinista y su insistencia en afirmar que posee tanta realidad como cualquier otra percepción consciente como, por ejemplo, la experiencia visual del color rojo.

El neurocientífico Michael Gazzaniga ha estudiado el modo en que el cerebro interpreta las razones que nos llevan a tomar decisiones, intentando dar coherencia a las acciones realizadas y evaluando su resultado. El libre albedrío contribuye a darnos cuenta de que podemos aprender de nuestras acciones anteriores para, posiblemente, hacer una elección diferente la próxima vez.

De esta forma, el libre albedrío potencia el aprendizaje y condiciona el comportamiento futuro de las personas.

Las interpretaciones individuales se transmiten mediante la enseñanza

Buena parte del éxito de nuestra especie está unido a su capacidad para dar lugar a una cultura de carácter acumulativo de gran valor adaptativo, lo que exigió el desarrollo de la capacidad de enseñar. La enseñanza, entendida como la transmisión de información sobre qué cosas debemos hacer y sobre cómo hacerlas, nos transformó en organismos culturales.

Nuestros antepasados con la capacidad de asesorar sobre cómo actuar, a los que denominamos Homo suadens (del latín suadeo: valorar, aprobar, aconsejar), generaron un sistema de herencia cultural más eficiente. Este está basado en la transmisión de información sobre el valor de una conducta y expresado mediante su aprobación o rechazo.

En nuestra opinión, el libre albedrío, la percepción de que podemos elegir nuestra conducta según la consideremos adecuada o no, ha contribuido de manera decisiva al desarrollo de la enseñanza en la línea hominina.

La enseñanza convierte las interpretaciones individuales en creencias

La aprobación o desaprobación social de la conducta funciona como un criterio de evaluación que permite a las personas ajustar su comportamiento a lo que se espera de ellos.

Las personas perciben las emociones sociales derivadas de la práctica de una conducta como si fueran señales objetivas de su valor: si se aprueba, tienden a considerarla buena; si se desaprueba, a considerarla mala. Esto es muy distinto de la desaprobación que ejerce un macho alfa chimpancé hacia otro más joven que intenta aparearse con una hembra. No hay aquí nada que suponga una categorización en términos de bueno o malo aplicable a esa conducta.

La enseñanza transforma el refuerzo o el castigo social en creencias individuales sobre el valor intrínseco del comportamiento. En términos de Ortega y Gasset, en las creencias se está. Los individuos se apropian de ellas, las interiorizan y las transmiten.

Esta transmisión sobre cómo debemos comportarnos facilita tanto la acumulación cultural como la coordinación necesaria para que la cooperación para beneficio mutuo sea exitosa, otro pilar fundamental en el éxito adaptativo de nuestra especie.

Las creencias individuales dan lugar a los relatos colectivos

Los humanos crecen en un mundo social lleno de señales valorativas sobre cómo comportarse. El joven sapiens aprende buena parte de sus prácticas y creencias como resultado de aplicar criterios instrumentales a las variantes culturales que observa en su entorno, pero otras muchas las adquiere simplemente a partir de refuerzos sociales.

La interacción social en clave valorativa permite la elaboración de relatos compartidos que funcionan como creencias colectivas y dan lugar a las normas que regulan la cooperación y homogeneizan la conducta en cada una de las sociedades humanas.

Los seres humanos somos inagotables creadores y consumidores de relatos. Si tenemos razón, su origen se encuentra en el intento de justificar lo que nos sucede. Si queremos entender el éxito extraordinario que adquieren algunos de esos relatos, como los nacionalismos y las religiones, debemos incorporar a lo ya expresado otros aspectos de la naturaleza humana, como el tribalismo o la necesidad de dar sentido a nuestra existencia.

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