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El legado de una generación · por José María Agüera

«Una generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplemente una masa: es como un nuevo cuerpo social íntegro, con su minoría selecta y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada. La generación, compromiso dinámico entre masa e individuo, es el concepto más importante de la historia, y, por decirlo así, el gozne sobre que ésta ejecuta sus movimientos.»

José Ortega y Gasset: La idea de las generaciones

Fue hace unos años, un par de ellos antes de la calamidad de la pandemia (el tiempo ya tiene un nuevo hito de medición: antes y después de la pandemia), que tuve la oportunidad de escuchar un discurso de Federico Mayor Zaragoza que él mismo presentó como una colección de «recuerdos para el porvenir». Fue parte de un ciclo de conferencias organizado por el Seminario Galileo Galilei para la promoción del librepensamiento de la Universidad de Granada junto con la organización laicista Granada Laica perteneciente a Europa Laica, uno de esos espacios públicos de preocupaciones y debate que exige la ciudadanía para mantenerse viva.

El prestigio del conferenciante justificaba aquella tarde de sobra el lleno del aula magna donde tuvo lugar el acto. Su figura –como se suele decir– es de talla internacional. No glosaré yo aquí sus muchos méritos, pero es uno de esos hombres que podría decirse sin exagerar que ha logrado sacar lo más de sus talentos: científico, poeta y filántropo. Quizá por lo que más se le pueda reconocer es por haber desempeñado el cargo de Director General de la UNESCO (la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) entre los años 1987 y 1999.

El mensaje que en aquella ocasión transmitió a los asistentes a su conferencia no puedo recordarlo con detalle en su totalidad; pero sí me queda en el recuerdo la impronta de su optimismo y de su fe en la humanidad. Sus palabras eran las de un fiel seguidor de los ideales de la Ilustración y del humanismo. Como tal expresó su confianza en la capacidad de nuestra especie para el progreso; un progreso que él atestiguaba personalmente en las últimas décadas y a escala planetaria. A este respecto hubo una puntualización suya que me llamó la atención, porque mostraba por su parte el reconocimiento de la relevancia de la perspectiva histórica a la hora de ponderar los procesos cuyas dinámicas dependen de las intenciones humanas, aunque no siempre sean éstas en todo o en parte las determinantes de los efectos en los que aquéllos resultan.

El progreso se presentó por parte de Mayor Zaragoza como un hecho indiscutible. No me refiero aquí al avance pleno de éxitos en el ámbito científico y tecnológico, sino en lo que corresponde a los logros de carácter moral, al desarrollo humano en el proyecto que atañe a la implantación y extensión universal de la justicia, de la libertad, de la igualdad, del bienestar en definitiva, de todos y cada uno de los miembros de la especie humana. Para él quedaba demostrado el avance a la vista de nuestra evolución histórica a lo largo de las últimas décadas. Ahora bien, reconocía que cabía en ese progreso general la existencia de fases de regresión, periodos de tiempo, como valles en la línea que dibujase el devenir histórico, durante los cuales habría que reconocer la ocurrencia de hechos que, contemplados sin perspectiva, pudiesen dar la impresión de que el progreso no se da o el que se estaba dando se revierte. Me pregunto si nos encontramos en la actualidad en una de esas fases regresivas. Me gustaría dar al mismo tiempo con el modo fiable de ponderar la responsabilidad de mi generación en ello.

Todas estas reflexiones, con su consiguiente cuestionamiento, se han hecho dueñas de mi pensamiento de un tiempo acá tras la visita a mi instituto de un par de miembros de una asociación de mayores universitarios de la ciudad de Granada. Me pareció buena idea aceptar su ofrecimiento de venir a mis clases de Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos a compartir con mis alumnos de catorce años su experiencia vital de personas de una generación nacida en la década posterior al final de la Guerra Civil Española. Oyéndoles constata uno que, en efecto, ha habido progreso; por ejemplo, en lo que a la educación se refiere al darnos testimonio de sus años escolares, que muchos niños y jóvenes de su generación no pudieron disfrutar o lo hicieron escasamente y siempre bajo el peso ominoso de un oscurantismo ideológico y religioso; no digamos en el aspecto del bienestar material. Su análisis del tiempo presente demostró inapelablemente la relevancia de la perspectiva generacional a la hora de componer una visión de la realidad.

Considero muy valiosa la idea de perspectiva que fue subrayada por el único filósofo español que llegó a alcanzar cierto renombre internacional a mediados del siglo pasado, José Ortega y Gasset. Comprometido con la racionalidad moderna, norma de la Ilustración y hermanada teóricamente en ella con el progreso, Ortega incorpora a la razón la dimensión histórica y vital. La vida, que es intrínsecamente histórica, es el punto de partida del pensamiento de los seres humanos, una vida que es experiencia de la existencia concreta, definida por el conjunto de circunstancias que la constituyen (de aquí su famosa frase: «yo soy yo y mi circunstancia»). Eso significa que no hay sujeto real que no sea concreto, es decir, que no exista en un espacio y un tiempo (histórico). Es lo que le impone la realidad para su existencia, por lo que no puede haber conocimiento de las cosas sin perspectiva, la cual necesariamente consta de una dimensión histórica.

En la brega diaria que cada persona lleva adelante es raro que se tenga en cuenta ese componente al que el filósofo concede valor. Seguramente uno de los efectos de nuestra actual perspectiva histórica es la ilusión de que nos hallamos en una especie de lugar privilegiado merced a nuestro desarrollo científico-tecnológico desde el cual juzgamos con displicente superioridad épocas pasadas. Echando mano de una de  las imágenes que Ortega usa en su ensayo El tema de nuestro tiempo somos como espectadores de un paisaje que incurrimos en el error de pensar que el particular punto de vista que tenemos del mismo nos ofrece el acceso objetivo a la verdad que ninguno otro tiene. No hay expresión más soberbia de esta verdadera distorsión cognitiva que esa idea finisecular de Francis Fukuyama cuando decretó el final de la historia. Como en el caso de la ciencia económica, reducida al paradigma neoclásico, que ha confundido la realidad con sus modelos ideales de índole puramente formal, la historia se ha despojado en un ejercicio de delirante abstracción del principal de sus rasgos definitorios: la espontaneidad de los acontecimientos, la contingencia de los hechos, la emergencia de lo inesperado. Paradójicamente diríase que los que nacimos en plena ebullición del pensamiento utópico hemos liquidado la actividad visionaria de mundos alternativos a causa de la adopción de una mirada abducida por el vórtice de los acelerados logros de la tecnología digital, que en su universo de pantallas sin profundidad ha decretado la eliminación de la perspectiva. Esta es la materialización de la enajenación del pensamiento utópico desvinculado de la realidad (material).

¿Es este el legado de mi generación? Me pregunto desorientado desde la sospecha de haber contribuido a la amnesia histórica que ha diluido en las últimas décadas el efecto moral de los grandes acontecimientos vividos a lo largo del siglo XX, los que nos llevaron a reconocer los límites de la humanidad. Los que nos llevaron a experimentar la confrontación dialéctica entre los dos sentidos que cabe reconocer en la idea de humanidad: la humanidad es un ser, pero también es un deber ser; es una condición (la condición humana es tal o cual, se dice), pero también una exigencia, y así se habla de lo humano y de lo inhumano en términos de imperativo ético. En este último sentido me interesa el legado de una generación y en qué medida puede haber contribuido al progreso de la humanidad.

Una ciudadanía rendida a la ideología del ombligocentrismo que parece haber hecho dejación de su responsabilidad ciudadana (…)  y de la entrega de su libertad a cambio del placebo de su integración como feligrés en la irracional diversidad de identidades de rebaño

Para eso creo imprescindible, al hilo de la propuesta filosófica de Ortega y Gasset, no perder de vista la perspectiva histórica. Decía él en el ensayo mencionado: «hincándonos bien en el lugar que nos hallamos, con una profunda fidelidad a nuestro organismo, a lo que vitalmente somos, abrir bien los ojos sobre el contorno y aceptar la faena que nos propone el destino». Yo dudo que sepamos cuál es esa faena. Me temo que hayamos podido perder el sentido de «lo que vitalmente somos». Me preocupa que esa inclinación al delirio, que es elemento estructural de nuestro ser en el mundo por gozar de inteligencia creadora, potencialidad prodigiosa que nos ha permitido transfigurar nuestra existencia en tantos aspectos, haya desviado nuestra atención de las circunstancias que configuran el mundo real en el que –queramos o no– nuestra existencia se desenvuelve. De nuevo Ortega con su famosa cita antes recordada ahora al completo: «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella tampoco me salvo yo».

Malos tiempos para que el mensaje que encarnan esas palabras sea lema asumido por quienes marcan el paso de una generación. En muchos de ellos se reconoce una mirada alicorta, no censurada por una ciudadanía rendida a la ideología del ombligocentrismo que parece haber hecho dejación de su responsabilidad ciudadana en aras del disfrute sin límite de las mil y una delicias de su avatar consumidor, y de la entrega de su libertad a cambio del placebo de su integración como feligrés en la irracional diversidad de identidades de rebaño. Seguramente ese fin decretado de las luchas ideológicas, esa sentencia finisecular de anatema contra las utopías para encumbrar en la jerarquía axiológica el principio de libertad puramente abstracto, pudo valer para los sistemas heredados de la efervescencia revolucionaria de la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX. Pero la victoria tras la Guerra Fría pronto se ha revelado un mero espejismo; el proyecto de integración europea ha quedado arrumbado en la cuneta de la historia mientras estábamos distraídos con la promesa del hipercapitalismo globalizado de un falso amanecer para el conjunto de la humanidad. Del fin de la historia al retorno de la historia.

Por el camino hemos abierto las puertas a un pensamiento refractario a los ideales de la Ilustración y que ha legitimado de alguna forma la conversión de la verdad en mercancía averiada, en amargo producto que nadie en realidad busca salvo como etiqueta de quita y pon para manipular las apariencias a conveniencia. La exacerbación del tribalismo político con la proclamación de la cuestión de la identidad como potente asunto recurrente da cobertura ética a esa perversa práctica corruptora del espíritu democrático.

Con el paso del tiempo habrá que reconocer que Margaret Thatcher es la madre adoptiva de nuestra generación. Nos amamantó sin que nos diésemos cuenta cuando aún nos hallábamos encandilados por los destellos del Mayo del 68, la revolución divertida que, a pesar de sus maneras rupturistas, no supuso un cambio de rumbo que colocara el mundo sobre los raíles de la justicia global. Fue un mero desahogo, como constató la victoria de la Dama de hierro una década después para decretar la eliminación ontológica de la sociedad y así coronar el individualismo como principio orientador hasta nuestros días. La amnesia histórica ha hecho el resto y así podemos volver a empezar donde lo dejamos en las vísperas de la Segunda Guerra Mundial. La contestación a la pregunta de a dónde nos dirigimos quedó relegada hace décadas sine die. Frivolidad que ha mutado en delito por el que nuestros hijos ya deberían estar pidiéndonos cuentas, sobre todo ante la evidencia del desastre ecológico causado por quienes hemos despilfarrado por encima de las posibilidades del planeta.

Tengo la sospecha de que los que nacimos en las décadas de lo que se ha dado en llamar el baby boom hemos tirado al retrete de la historia la oportunidad de orientar el futuro de la humanidad hacia un horizonte de progreso ético global

La ceguera generacional se completa con el cortoplacismo, un virus de un enorme poder destructor que aliado con la codicia convertida en máxima virtud, puede llevarnos al colapso de nuestra civilización. La utopía fue proscrita por la ideología neoliberal, alérgica a todo atisbo de planificación, ciega a toda visión de cualquier fin a medio o largo plazo, y que marca con el estigma de totalitario a cualquier gobernante que se atreva a alumbrar una visión de futuro. La gestión política hemos querido que sea otro ámbito más en el que impere la dictadura del algoritmo.

Tengo la sospecha –que en ciertas ocasiones se aproxima a la condición de certeza– de que los que nacimos en las décadas de lo que se ha dado en llamar el baby boom hemos tirado al retrete de la historia la oportunidad de orientar el futuro de la humanidad hacia un horizonte de progreso ético global; que trocamos el efecto moral recibido de la posguerra del siglo pasado por un narcótico proceso de creciente ensimismamiento, encandilados por una promesa de prosperidad material sin límite de la mano de una tecnología que logra con demasiada facilidad la captura de nuestra atención; que hemos alcanzado un punto de desvinculación peligroso respecto de la realidad, que debiera ser nuestra principal preocupación.

Mientras concluyo este artículo el retorno de la historia se hace dolorosamente patente en forma de una guerra que tiene lugar de nuevo en el corazón de Europa, con innegables ecos del pasado. ¿Otra prueba de que atravesamos una fase de regresión histórica? ¿Otra muestra de un legado generacional regresivo en lo que respecta al proyecto del humanismo global? Quiero pensar con Federico Mayor Zaragoza  que se trata de un momento transitorio en el camino que seguirá siendo de progreso humano.

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