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El laicismo, a examen

COMENTARIO: Reyes Mate adopta una actitud en favor de la laicidad inclusiva y el multiconfesionalismo religioso. Partiendo de que al ser la religión un fenómeno social no puede dejarse en el ámbito de lo privado. Para el laicismo se trata de favorecer la convivencia mediante el respeto a toda convicción, algo que se rompe cuando una religión ocupa el espacio público (leyes, símbolos,…), pues se impone así al conjunto de la ciudadanía.


Lo más vistoso del último congreso federal del PSOE ha sido, sin duda, el coqueteo de los compromisarios con el laicismo. Oportunamente fueron publicitadas enmiendas, como la titulada Más laicidad para una mejor convivencia, en las que, tras enumerar los pasos dados en la última legislatura (reconocimiento del matrimonio homosexual, agilización de trámites para el divorcio, avance en la investigación biomédica, introducción de Educación para la Ciudadanía, etcétera), se apuntaban los nuevos retos: acabar con la confesionalidad en los funerales de Estado, retirar los símbolos religiosos en los espacios públicos, revisar la ley del aborto o regularizar el derecho a una muerte digna.
Si al final todo quedó en estudio –menos la retirada de símbolos– no fue porque hubiera dudas sobre la bondad de las propuestas, sino por prudencia en su aplicación. Son asuntos altamente explosivos y mejor, como decía el ponente, Ramón Jáuregui, avanzar "de acuerdo con el sentir de la población" que ponerse al frente de la manifestación.
En la literatura que acompaña este tipo de propuestas hay una clara conciencia de que la transición polí tica se quedó a medio camino, por eso la Constitución no se presenta bajo el signo de la laicidad, sino bajo el de una modesta aconfesionalidad. Pasa lo mismo que pasó con la memoria histórica: se hizo lo que se pudo, habida cuenta de las circunstancias adversas, pero no lo que se debió, por eso sigue pendiente. Y, si en la llamada ley de la memoria histórica se han dado algunos pasos para recordar lo que la transición quiso olvidar, hora es de seguir avanzando hacia un Estado realmente laico.
Pero son asuntos muy diferentes. Quien observe lo que está pasando en Europa podrá constatar que, mientras la memoria avanza de modo imparable, el laicismo está siendo rigurosamente revisado. Me remito a los debates entre el italiano Paolo Flores d'Arcais y el alemán Jürgen Habermas o entre los franceses Luc Ferry y Marcel Gauchet. Ninguno de ellos cuestiona el logro fundamental de la laicidad, a saber, la afirmación de la autonomía del ser humano. La voluntad del hombre, libremente expresada, es el principio legitimador del orden político y del sistema moral. No hay norma divina ni exigencia natural que limite ese principio de legitimación. Eso está fuera de toda duda.

LO QUE ESTÁ siendo debatido es la consecuencia inmediata de este planteamiento, es decir, la reducción de la religión a asunto privado. El ideal laico, clásico, es reducir el alcance de la religión a un asunto de conciencia o de sacristía, pero sin lugar en la plaza pública. Esto está en cuestión por dos razones: porque la religión está en la plaza pública (no hay más que ver por dónde circulan los fundamentalismos) y, sobre todo, porque la historia ha demostrado que la razón laica no es capaz de construir un mundo justo y en paz. El mundo que tenemos, fruto de un proyecto ilustrado, adolece, como dice Habermas, de un "déficit motivacional" (léase, incapacidad de llevarlo a cabo) que obliga a repensar la relación entre laicidad y religión.
¿De qué se trata? Al menos de estos tres puntos. La izquierda española debería aclarar, en primer lugar, si para ella la religión es algo irracional o razonable, es decir, si cabe esperar algo bueno de ella o es algo de lo que siempre hay que defenderse. Habermas, representante agnóstico de una socialdemocracia avanzada, lo tiene claro: "Yo defiendo la tesis de Hegel según la cual las grandes religiones pertenecen a la historia de la razón misma". Habla, claro, de "grandes religiones" y no de Iglesias, pero eso mismo deberían distinguir los laicistas. La consecuencia de esta posición de fondo es clara: si la religión forma parte de la historia de la razón, no se puede presumir entonces que todo lo laico sea racional y toda la religión, irracional. A la hora de buscar soluciones razonables a problemas o conflictos, la religión no debe ser excluida.

EN SEGUNDO lugar, hay que reconocer que una democracia liberal como la nuestra es muy elástica en sus exigencias. Puede reducir la aplicación de los derechos humanos a su mínima expresión o interpretarlos generosamente (extendiéndoles a los emigrantes, por ejemplo). A una democracia liberal, el programa de máximos se le podrá sugerir, como mucho; para poder exigirlo hay que contar con una conciencia moral que trascienda los intereses políticos. La religión que cuando habla de justicia no piensa solo en la distribución, sino en una "virtud cardinal", puede echar una mano.
En tercer lugar, hay asuntos al límite de la responsabilidad política pero que afectan a la vida del individuo y de la comunidad: vigencia de injusticias pasadas, responsabilidad histórica, reconciliación de sociedades fracturadas por el terrorismo o el perdón político. Si ninguno de ellos es pensable fuera de la religión, entonces ¿por qué desecharla, si contribuye a resolver problemas reales?
Quienes, como muchos dirigentes del PSOE, creen que ya perdieron el tren de la laicidad en la transición por causas mayores, pueden perder ahora voluntariamente el de la actualidad por viejos prejuicios.

* Filósofo e investigador del CSIC.

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