El municipio francés de Sarcelles, poblado a base de oleadas de inmigrantes y refugiados judíos, musulmanes y cristianos, se fractura ante el miedo a atentados yihadistas
Francia está en alerta y ha reforzado de manera ostensible su seguridad. Hay razones de peso para ello. Una vez iniciados los primeros bombardeos contra el Estado Islámico en Irak, el 19 de septiembre, los yihadistas convocaron al mundo a una cruzada contra los “sucios franceses”. Cinco días después asesinaban en Argel al montañero Hervé Gourdel. Llueve sobre mojado. De Francia han partido un millar de combatientes yihadistas. Algunos han vuelto y han matado. Los judíos son su blanco preferido. Pero Francia quiere mantener su tradición de acogida y su apuesta por la diversidad. Un municipio llamado Sarcelles, donde se registra la mayor concentración de judíos, cristianos caldeos (provenientes de Oriente Próximo) y musulmanes, desafía al miedo. Es un laboratorio de convivencia pacífica en el que ahora se vive una tensión soterrada.
La gran sinagoga de Sarcelles parece una fortaleza. No se puede aparcar junto a ella y un coche de policía vigila desde la acera de enfrente. Jóvenes que cubren su cabeza con la kipá, la gorra ritual del judaísmo, pasean por los alrededores. Dentro, un empleado explica que gracias al sólido perímetro del templo, los alborotadores no pudieron entrar en julio pasado, cuando, tras una manifestación propalestina, unos exaltados se dedicaron a romper e incendiar establecimientos judíos de los alrededores.
En Sarcelles, situado a 30 kilómetros al norte de París, la concentración de judíos es de las más altas de Francia, un país que acoge a su vez a la comunidad más numerosa de Europa (600.000). Fueron llegando de Argelia y de todos aquellos lugares del mundo donde se sintieron perseguidos. Ahora, su alcalde, judío también, se dice verdaderamente preocupado por que el próximo atentado se cometa en esta ciudad-laboratorio empeñada en las últimas semanas en acoger a los cristianos caldeos perseguidos en Irak por el Estado Islámico. Estos cristianos, llegados también huyendo de amenazas diversas, son la segunda comunidad en importancia de Sarcelles. La tercera es la musulmana.
Sarcelles, tan cerca de París, parece otro país. La estación del tren de cercanías está rodeada de tenderetes con todo tipo de artículos baratos regentados por gentes de diversas razas. Solo algunos hablan francés. Esta es una ciudad-laboratorio poblada a base de oleadas de emigrantes y refugiados. La preeminencia de los judíos le ha valido el sobrenombre de la pequeña Jerusalén. Es, en fin, como dice el alcalde, el socialista François Pupponi, un objetivo perfecto para los yihadistas franceses que vuelven radicalizados de Siria. El último de ellos, Mehdi Nemouche, prefirió, sin embargo, viajar en mayo hasta Bruselas para matar a cuatro personas en el Museo Judío. Dos meses más tarde, durante la guerra de Gaza, estalló la tensión en Sarcelles, con ataques a objetivos judíos, aunque también se destrozó una carnicería musulmana.
Pero Sarcelles afronta la amenaza apostando por su política de acogida e inserción, de intentar la convivencia pacífica entre comunidades tan enfrentadas. La familia Zaher acaba de venir de Irak. Ghanim Zaher, de 42 años; su esposa, Nissan Helen, de 39, y sus dos hijos, René, de 14, y Ghrestin, de 12, llegaron a finales de agosto a este pueblo con tres pequeñas maletas. Son cristianos caldeos, y la amenaza del Ejército Islámico les ha obligado a dejar su tierra, su historia, su trabajo y todas sus pertenencias, como explica Ghanim Zaher. En Sarcelles les ha acogido la madre de Nissan Helen, Sara Mossa, de 70 años, y el alcalde les ha recibido en el Ayuntamiento. Aquí hay muchos cristianos caldeos provenientes de otros países donde también se han visto acosados, como Turquía. Los Zaher están a la espera de alojamiento y escolarización.
Han llegado, quizá sin saberlo, en el peor momento de La pequeña Jerusalén. Tras las algaradas del 20 de julio, hay una tensión soterrada. Algunos locales, como el ultramarinos Naouri, de comida kosher, y una farmacia céntrica, siguen en obras. Pero las heridas han quedado abiertas, y el miedo, al descubierto. “Aquí hay redes islamistas que se intentan infiltrar en los barrios y hay un fuerte sentimiento antijudío”, asegura el alcalde Pupponi, que renueva una vez tras otra su mandato en las urnas desde hace 17 años. “Sarcelles ha cambiado”, asegura un obrero judío, Moshe Cohen, de origen tunecino. “Ahora todos nos miramos con recelo. Desconfiamos. Los judíos se van a marchar de aquí”.
Sarcelles pretende lo contrario de lo que predica la extrema derecha francesa con su discurso de cierre de fronteras. Intenta reducir tensiones a través de la convivencia y la diversidad. Con 58.000 habitantes, más de la mitad son de origen extranjero. El Estado construyó en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado viviendas para poder acoger a las diversas oleadas de inmigrantes y refugiados, y dispuso para todos ellos unos servicios sociales de primera, incluidas dos estaciones de tren, tranvías, colegios y, por supuesto, templos: tres sinagogas, dos mezquitas, dos iglesias católicas, una caldea, una copta… “Aquí todo está muy bien organizado”, resume con cierta sorna el carnicero musulmán de origen turco Hayri Kurt. El ensayo no siempre es exitoso porque, entre otras cosas, las diferentes comunidades no se mezclan tanto como se pretende. Los caldeos van a misa en un distrito, los musulmanes se mueven en torno a las mezquitas y los judíos tienen sus propios barrios.
Según el primer ministro francés, Manuel Valls, nunca como hasta ahora la amenaza de los combatientes que regresan de Siria ha sido tan intensa. En los últimos dos años se han desactivado cuatro intentos de atentados y se ha detenido a 56 personas que estaban tras ellos. En el metro, en las estaciones de tren y las grandes avenidas es evidente el aumento de la seguridad, con patrullas militares imponentemente armadas vigilando las ciudades. A la alarma se une la crisis económica.
La carnicería en la que trabaja Hayri Kurt exhibe la debida acreditación, expedida por la mezquita, de que la carne se elabora al estilo halal. Kurt lleva 14 años viviendo en Francia y se queja de que quizá los franceses trabajen 35 horas, pero que aquí la vida para los inmigrantes no es tan sencilla. “Trabajamos al menos 64 horas a la semana”, asegura. A su lado, Yousefzay Ebrahem, afgano, que todavía no sabe explicarse en francés, asiente. Los clientes son en su mayoría musulmanes, pero también judíos y muchos cristianos, explica Kurt.
En esta mixtura, las normas cívicas se imponen con menos rigor. Es complicado encontrar en funcionamiento un expendedor de billetes para el transporte público. De hecho, la mayoría de los pasajeros entran y salen de trenes, tranvías y autobuses sin validar tique alguno. El paro en Sarcelles duplica la media nacional (está en el 23,2%), y esa falta de perspectiva es la que, según el alcalde, está dinamitando la convivencia. “Yo lo entiendo. Vivir en un barrio bonito cuando no tienes qué comer sirve de poco”, dice Pupponi, que, por cierto, sucedió en la alcaldía a Dominique Strauss-Kahn, ex director gerente del FMI y perseguido por escándalos sexuales.
Pupponi está asustado. Cree que los judíos corren un peligro especial porque están mejor integrados social y económicamente y se han convertido en los culpables de todos los males. Hace dos años, la misma tienda judía Naouri que fue incendiada en julio pasado fue atacada con una pequeña granada de mano. La policía descubrió después que el autor era un terrorista llamado Jérémie Louis-Sidney, muerto por los gendarmes en un tiroteo. Eso confirmaría la visión, menos catastrofista, de otros convecinos, como la de Jean Server, de origen antillano, que considera que Sarcelles sigue siendo un ejemplo de convivencia solo rota a veces por gente de fuera. Pero añade, con respecto a los disturbios de este verano: “El error fue prohibir la manifestación propalestina”.
Gallup Ba tiene 70 años, 14 hijos y 10 nietos. Lleva 11 años viviendo en Sarcelles, pero su túnica y su gorro remiten a su país de origen, Senegal. Asegura que la islamofobia no ha aumentado, frente a los datos oficiales, que demuestran que sigue creciendo en Francia cada año a un ritmo del 30% anual. Habla con EL PAÍS junto a la mezquita, donde el regidor de la misma ha echado a los periodistas con cajas destempladas. “Toda la culpa es de la prensa”, dice el anciano. Gallup Ba habla de Dios y de Mahoma, de la importancia que el profeta otorgó a la convivencia, y añade: “Comprendo a los judíos. Comprendo su miedo. Siempre han estado perseguidos, como nosotros, los negros”.
La familia Zaher duerme tranquila en Sarcelles. Aquí no hay bombas ni tiroteos por las noches y está agradecida a Francia. Aquí les dejan vivir tranquilos, “gracias a Dios”, como repite Deulmas Mari, cristiana caldea, madre de ocho hijos, que llegó aquí en 1982 huyendo a través de Turquía. “Hay inquietud, por supuesto”, afirma Raad Khamo, presidente de una asociación que se ocupa de acoger a las familias que llegan ahora de Irak, “pero toda Francia está ahora amenazada”.
Yousefzay Ebrahem y Hayri Kurt de espaladas a su carnicería en Sarcelles. / Eric Hadj
François Pupponi, judío, alcalde socialista de la ciudad desde 1997. / E. H.
Anar Sabri, párroco de la iglesia cristiana caldea de Sarcelles. / E.H.
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